Me acuerdo patente de ese bar modesto al anochecer -un despacho de bebidas contiguo a un almacén en realidad- en el que, parado junto al mostrador, tomaba despacio mi vermouth con soda comiendo lupines y cubitos de mortadela, y asomándome de tanto en tanto a la calle para ver si ella volvía.

Lo que después es un recuerdo no siempre, en el momento en que entra en la memoria, tenemos la aspiración de que lo sea, y que lavoluntad y la memoria solas no bastan para formarlo, lo prueba el hecho de que, de nuestro pasado innumerable, la más de las veces nos queda lo esencial, como de ese anochecer en el despacho de bebidas por ejemplo del que persiste, no el momento feliz en que ella llegó, sino los desagradables y muertos que se estiraban en el almacén sombrío mientras la esperaba. Lo más real no es lo que queremos que lo sea, sino un orden material de nuestra experiencia que es indiferente a las emociones y a los deseos. Nuestros sentidos alimentan más nuestra memoria que nuestros afectos -y ni siquiera nuestros sentidos tal vez, sino una organización de nuestras vidas ignorada por nosotros mismos, para la que tiene más significado, sin que sepamos por qué, el recinto sombrío de un almacén que las emociones intensas de un amor naciente o de una separación intolerable. A los recuerdos que vuelven por sí solos únicamente por costumbre o por resignación los llamamos nuestros, y si se nos diese por yuxtaponerlos igual que a una tira de diapositivas, la sucesión no solo sería inconexa desde un punto de vista temporal sino que no contaría, en ningún orden lógico, ninguna historia inteligible o, mejor todavía, ninguna historia -estampas en las que, igual que en los sueños, el rememorador puede estar presente o ausente, y en muchos casos representando lugares, cosas o personas, escenas o palabras, a los que el conocimiento o, como se lo llame, no les conferiría ningún sentido ni le reconocería ningún origen empírico. Es nuestra capacidad de abstracción la que se los otorga, o sea que es lo menos personal de todo lo que poseemos lo que organiza nuestras representaciones íntimas. Así que de "ese" sábado tengo, muchos años mis tarde, no un recuerdo sino un relato, compuesto hasta en sus detalles más mínimos, organizado según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo una película en colores -imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con posterioridad, les suministra, artificial, un sentido. Un relato tan improbable como nítido, de existencia autónoma, que, en vez de recordar verdaderamente, hemos; aprendido de memoria, igual que una tabla de multiplicar, y que, únicamente cuando activa nuestras emociones podemos equiparar a una obra de arte o, mejor todavía, a un mito.

Me acuerdo que nos pusimos a caminar. Me acuerdo que, como todos los sábados a la mañana en que hace buen tiempo, San Martín estaba llena de gente. Me acuerdo que ella llevaba un vestido verde, tejido, de lana liviana, bastante ajustado, y un saco de sarga blanca. Parecía limpia, fresca, descansada. Me acuerdo que conversábamos sin parar y que, me acuerdo, coincidíamos en casi todo. Me acuerdo que yo a veces silenciaba mis propias opiniones no por hipocresía, sino porque, a causa de mis sentimientos, tendía a relativizarlas o porque, gracias a una sensación fuerte de la alteridad de Haydée, me venía un gusto nuevo de la realidad propia de lo que, independiente de mí mismo, existía en lo exterior. Después me acuerdo que volvió a buscarme al despacho de bebidas y nos fuimos a caminar por la orilla del río. Me acuerdo que fue refrescando con el anochecer y que, a partir de cierto momento, empezamos a sentir frío en la penumbra de la costanera pero, a decir verdad, desde que tengo memoria, ¿cuántos sábados soleados de otoño no terminaron refrescando al anochecer, y cuántas veces, en la penumbra de la costanera, paseando incluso con Haydée, no tuvimos frío al cabo de un momento? También me acuerdo que fuimos a cenar a un restaurant de las afueras, en un reservado al que el mozo nos condujo de un modo espontáneo, suponiendo que éramos una pareja adúltera que prefería una mesa discreta, y pensando que después de la cena nos disponíamos a ir a un hotel alojamiento de las cercanías. Que me cuelguen si se equivocaba en cuanto a mis intenciones, pero como lo supe un poco más tarde, cuando fuimos a uno por primera vez, Haydée nunca había estado en esos hoteles, a diferencia de Marta, que conocía todos los de la ciudad y todos los de Rosario incluso y, según ella, los prefería a los departamentos. Me acuerdo que desde luego no fuimos esa noche al hotel y que ni siquiera lo sugerí, pero que me sorprendió que aceptara sin vacilar, incluso con entusiasmo, cuando propuse que fuéramos a bailar a un night club.

El tiempo pasaba rápido me acuerdo. Y, desde las once de la mañana, la conversación no languidecía. Me acuerdo. Pero me acuerdo que cuando la saqué a bailar, si bien no dijo nada y permitió, en la penumbra, que apoyara mi mejilla en su sien y hundiera la nariz en su cabello, cuando sintió que yo pegaba la parte inferior de mi cuerpo al suyo, para poder frotar mi verga contra sus muslos, se puso tensa y se separó un poco, sin proferir todavía el estribillo conque se zafaría durante meses de mis intentos de abrazos en el banco del parque del Palomar: No mientras yo siga viviendo con Carlos y vos con Martita.

Carlos asumió, unos meses más tarde, las conclusiones que se imponían con la obtención de la dispensa definitiva de la papesa Juana, como él decía, de modo que las idas y venidas a Buenos Aires fueron haciéndose cada vez más espaciadas hasta que cesaron por completo. Y, con Marta, la cortesía distante, el desgano y la indiferencia fueron alternando hasta la explicación final en la que, cosa curiosa, tanto en el uno como en el otro, el perdón llegaba, como si hubiera apuro por terminar, antes que la confesión de la falta.

Durante algunas semanas de libertad recobrada no pasó nada. De golpe, lo que hasta ese momento se presentaba como imposible pareció volverse, a causa de esa libertad, obligatorio. Nos llamábamos por teléfono pero siempre nos faltaba tiempo para vernos. Después de mi separación, yo había vuelto a vivir a casa de mi madre, en mi cuarto de la terraza, entre los libros de mi primera biblioteca y mi ventana que da al oeste, a las terrazas de baldosas color ladrillo, a los parapetos ennegrecidos por la intemperie entre los que se abren, aquí y allá, los patios traseros de los que emergen las copas de los nísperos, de los gomeros, de las acacias, de las higueras o de los naranjos gigantes. También Haydée, desde su vuelta de Buenos Aires, vivía en lo de la farmacéutica -todavía no sospechaba hasta qué punto "eso" en "Haydée" estaba bajo su influjo. Estábamos otra vez en el punto de partida igual que si, girando en círculo y sin avanzar, pasáramos por una etapa antigua, ya vivida, a la que una fuerza regresiva se aferraba antes del salto hacia adelante. Hasta que un día, "otro" sábado, de primavera esta vez, decidimos vemos. Pasamos la tarde en el hotel de las afueras, salimos a comer, y después nos volvimos al hotel hasta la mañana siguiente. De tanto fornicar, quedamos llenos de moretones, de raspaduras, de contracciones musculares, de lastimaduras y, durante una semana, por lo menos, me siguió ardiendo la punta de la verga. Pero fuimos accediendo al placer de modo progresivo, al cabo de horas, igual que si muchos pliegues de dudas, de anestesia e incluso de autodesprecio, nos hubiesen separado durante años de nuestros cuerpos sensitivos. Cuando decidimos, en la siesta cálida, ir al hotel, lo hicimos como si se tratara de una determinación racional y de un desafío, y me llamó la atención que apenas estuvimos dentro de la pieza, Haydée se desnudó con aplicación, doblando y colgando la ropa con cuidado y que después se echó en la cama boca arriba y se instaló a esperarme, sin tocarme ni dejarse tocar hasta que yo también estuve desnudo y me acosté a su lado en la cama. Ella tomaba las cosas, sobre todo las caricias preliminares, en forma humorística, como es habitual en nuestra época, y aunque yo había recibido de varias de mis parejas felicitaciones agradecidas a causa del humor con que ejercía mis actividades sexuales y, por supuesto, asumí también con Haydée una actividad irónica e incluso cómica para mostrarme civilizado, el hecho de tener junto a mí ese cuerpo desnudo y estar yo mismo desnudo a su lado, me hacían temblar y estremecerme por dentro. La evidencia y la inmediatez de su cuerpo me hacían desear algo impreciso y sin nombre, que presentía de antemano como inalcanzable pero que de todos modos intentaría poseer, con la dificultad suplementaria de que aunque ese deseo me incitaba a urgencias brutales, el amor no físico requería también la dulzura. Recién a medianoche, cuando volvimos al hotel para quedarnos hasta la mañana, fuimos encontrando el ritmo común, más allá de lo convencional de nuestros sentidos civilizados, en regiones de nuestra carne y de nuestros órganos en las que, entre brutalidad y dulzura, desaparecía la contradicción. El orgasmo, si no nos daba la certidumbre de una meta alcanzada, nos apaciguaba y nos adormecía durante cierto tiempo, pero al rato nomás, en la circulación silenciosa de la sangre, en la sensibilización brusca de la piel, en el endurecimiento progresivo de las partes blandas de nuestros cuerpos y en la distensión lenta de los poros y de los esfínteres, el deseo, de esencia incontrovertiblemente distinta a la de nuestra carne, se ponía en movimiento otra vez, ubicuo y anónimo, más íntimo que los pliegues más íntimos del propio ser, y más inexplicable que el origen, la presencia y la finalidad de las estrellas. Que me cuelguen del pobre aditamento ya casi inexistente y me dejen colgado el resto de mis días si podía imaginarme, esa noche y las que siguieron, durante dos o tres años por lo menos, que todo eso iba a terminar del modo lamentable en que terminó, con la dispensa definitiva de la papesa Juana y rodando escaleras abajo hasta quedar con los tobillos metidos en el agua negra y helada, el agua viscosa y sin fondo chapoteando y tirándome hacia abajo, de tal manera que todavía, en que ya no estoy en el último escalón sino en el penúltimo, sin atreverme a mirar hacia abajo aunque de todos modos la oscuridad es tan densa que no vería nada, todavía digo, tengo la sensación pringosa y helada en los tobillos y las costras grisáceas y resecas en las botamangas del pantalón.