El puesto de observación móvil, arropado en capas superpuestas de lana, que en otras épocas sabía llamar "yo", se desplaza en la calle oscura, y los puntos luminosos que señalan cada esquina y se pierden hacia el fondo de la calle, no parecen haber disminuido en cantidad a pesar de que he dejado atrás tres de ellos, cuando doblo la esquina para volver en dirección al centro.

En la altura, unos doscientos metros más adelante, la silueta de neón verde pálido del hotel Conquistador revela, vista desde atrás, su carácter monstruoso de criatura doble, hecha de dos partes delanteras de cuerpo, sin ninguna parte trasera, ya que la misma figura enmarcada en el rectángulo de neón rojo que miraba hacia el sur vigila también el norte, en la visera que sobresale en el lado superior del rectángulo y las mismas manos aferrando la empuñadura de la espada ancha de neón verde pálido cuya punta se apoya, entre las piernas abiertas en actitud dominadora, en la base del rectángulo rojo, parece observarme, desde lo alto, mientras avanzo en dirección a él, y cuando paso debajo y comienzo a alejarme, su otra cara sigue observándome de modo que, para ponerme al abrigo de su vigilancia amenazadora, cruzo de vereda, ya que la silueta de neón verde, demasiado rígida y estática, es incapaz de girar la cabeza para ver lo que pasa en la vereda de enfrente.

– Haydée volvió a llamar para explicarme lo de Alicia -dice mi hermana cuando llego al living, jadeando un poco a causa de las escaleras, y empiezo a desabrocharme el sobretodo.

– Pretextos -dijo, sabiendo que, desde luego, no está de acuerdo conmigo y confía más en la explicación de Haydée que en la mía.

Pero hablamos sin miramos, con la vista fija en la pantalla del televisor en el que señales luminosas que forman figuras coloreadas de apariencia humana y de tamaño reducido, peroran en forma falsamente llana para simular realidad -es un "abuelo bueno" el que habla ahora explicándole a "un nietito que lo quiere" por qué lanaturaleza debe ser protegida. Están vestidos de "lejano oeste en el siglo diecinueve", sentados en el superior de una serie de postes horizontales que representan un "corral", vestidos con camisas a cuadros y vaqueros impecables, para connotar que son los personajes decentes de la serie. También "mi hermana y yo" estamos vestidos con ropa limpia y de bastante buena calidad, y hemos intercambiado nuestras frases con urbanidad, en el living amueblado con corrección, según las normas más generales de estilo y los costos habituales para la clase de muebles que se acostumbra comprar en el caso de gente como nosotros. A pesar de que la serie transcurre en los "Estados Unidos", el "abuelo bueno" habla español con acento mejicano, y aunque apenas si se entiende lo que dice, a causa de fluctuaciones de sonido, de problemas acústicos y de la usura de la banda sonora, comprendemos lo más bien su mensaje, que ya conocíamos de antemano, no por haberlo pensado nunca -a mí en todo caso me importa lo que se dice tres pepinos que la naturaleza sea o no preservada, porque de todos modos todo esto es transitorio y tarde o temprano, se lo preserve o no, se va a acabar-, sino por haberlo leído mil veces en los diarios y en las revistas y escuchado otras tantas por radio o por televisión, sin que sepamos muy bien por qué hay que proteger la naturaleza, a cuál de los instigadores del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano se le ocurrió lanzar la consigna con el fin de sacar qué provecho, ya que nadie es capaz de decir si en efecto es necesario protegerla, si al basural cósmico y a todo lo que repta y pulula en su superficie, como consecuencia del estúpido tic repetitivo de esa misma naturaleza a la que hay que salvase guardar, no les convendría más desde todo punto de vista volver al silencio y al caos de los que provienen. Y, por otra parte, porque hayan estado repartiendo como quien dice universo gratis no soy tan tonto como para creer que la cosa va a prolongarse sine die. Lo cierto es que mi hermana y yo hemos intercambiado las frases precedentes sin mirarnos, con los ojos fijos en el cuadrado de ángulos curvos donde se agitan las imágenes coloreadas, y yo voy sacándome el sobretodo por etapas, inmovilizándome cuando termino de desabotonarlo, retomando después cuando lo traigo hacia los costados del cuerpo para contraer los hombros y hacer deslizar las mangas hacia abajo, y deteniéndome de nuevo, hasta que retomo por fin y me lo saco, inmóvil en mi lugar, siempre con la vista fija en el televisor hasta que, de golpe, una tanda publicitaria escamotea de un modo mágico al "abuelo bueno" y al "nietito que lo quiere" y los suplanta por la propaganda de un banco.

– Guarda que se te cae -dice mi hermana, reteniendo la carpeta amarilla de Bizancio Libros que, a causa de las distorsiones a que someto al sobretodo para sacármelo, ha comenzado a deslizarse fuera del bolsillo. La saca del sobretodo y me la extiende.

– No creo que haya nada importante adentro -le digo y agarrándola, la dejo, junto al sobretodo, en un sillón vacío.

– La cena está lista -dice mi hermana. Pasamos a la cocina iluminada. Sobre el mantel azul, los platos blancos, frente a frente, rodeado por los cubiertos y las copas, separados por la panera llena de óvalos de pan y el botellón de agua, brillan desde hace un buen rato sin duda, a la luz blanca del fluorescente.

– Se me hizo tarde -digo.

– No hay ningún apuro -dice mi hermana-, la película es a las diez.

– Deberías salir más en vez de estar todo el día pendiente de la televisión -le digo.

– Hace demasiado frío -dice mi hermana-. Hasta la primavera, no saco la nariz a la calle.

Lo dice riéndose, pero es posible que el mismo desgano, y después el mismo terror que hasta hace poco me impidieron, durante meses, atravesar el umbral para ir siquiera a tomar un café al bar de la galería, estén haciendo ahora presión sobre ella para mantenerla encerrada, a causa de la muerte de nuestra madre quizás, que desde hada años estaba inválida y ciega en la cama, impidiéndole salir cuando lo deseaba justamente, o a causa de ninguna razón pasible de ser conocida, un no desear salir para otra cosa que para resolver problemas materiales, inexplicable, o un no desear general más bien, un atascamiento temporario, a los cincuenta años, de sus apetitos, tan razonable o provechoso como el hambre misma. Lo cierto es que cuando saca la tapa de la olla la sopa humea y expande su olor familiar en la cocina, y que cuando vierte un cucharón en mi plato, la superficie verde pálido de la sopa -arvejas partidas probablemente- y borde blanco del plato forman dos círculos concéntricos, un disco verde pálido en el interior, y un aro ancho y blanco enmarcándolo. Antes de levantar la cuchara, espero que ella misma se sirva y venga a sentarse frente a mí, del otro lado de la panera y del botellón de agua. El color verde pálido de la sopa me intriga -son probablemente arvejas partidas- y una rugosidad en la superficie me induce a pensar que otras legumbres han sido molidas también para darle espesor. Y la primera cucharada, que soplo dos o tres veces para que se enfríe antes de ponérmela en la boca, no revela la identidad de esas substancias molidas y hervidas en la misma agua que no obstante tienen gusto a sopa, que reconozco en todo caso como "sopa" -al fin y al cabo, a aquello de lo que se tiene un conocimiento aproximativo, se lo llama por lo general una sopa: al origen del universo por ejemplo, le dan el nombre de "sopa cosmogónica", lo cual pasado en limpio significa que nos cuelguen con un gancho del prepucio y nos exhiban durante años en el Departamento de Física de Princeton si sabemos algo de cómo cuernos empezó la cosa, o, para el origen de la vida, la "sopa de Haldane", un menjurje imaginado en Cambridge para justificar el presupuesto anual de los laboratorios; lo arreglan todo con una sopa como decía y al que no está de acuerdo lo mandan, apenas se descuida, a la sopa popular.

– Arvejas -dijo, sacudiendo la cabeza para mostrar mi aprobación.

– Un poco de todo -dice mi hermana con expresión misteriosa, aunque orgullosa de mi aire complacido. -Hice sopa pensando que Alicia iba a venir, porque le gusta la sopa.

– Papas molidas también -dijo, absteniéndome de hacerle notar que, en invierno por lo menos, esté o no por venir Alicia, hace sopa casi todos los días.

– Lo que encontré, sin ninguna receta. Ya no me acuerdo -dice mi hermana.

Sacudo, afirmativo pero escéptico, la cabeza, y sigo tomando, cucharada tras cucharada, la sopa. Desde el living, el sonido artificial de la televisión manda, sin pausa, música, ruido, y voces falsamente eufóricas, las mismas desde hace años, varias veces por día, todos los días, fantasmales y llenas de ecos. La muerte de nuestra madre paró, durante algunos días, su flujo, igual que si el hálito, débil al final, que la mantenía en vida, hubiese estado alimentándolo todos estos años, pero después que la enterramos recomenzó, mostrando de ese modo su carácter autónomo, a menos que no haya adquirido esa autonomía absorbiéndola a ella, igual que a todos nosotros por otra parte, su substancia. Yo mismo sin ir más lejos me pasé el verano último sentado en el living mirándola, más bien sin verla a decir verdad, desde mediodía hasta las dos de la mañana, durante tres meses por lo menos -ella iba muriéndose de a poco en la pieza de al lado, ciega y senil, a causa de la diabetis como le dicen, y únicamente cuando el soplo paró, volví a sacar la cabeza a la superficie tratando de respirar hondo, dejé de tomar alcohol, y subí a mi cuarto de la terraza, pero cuando me di un baño y me puse ropa limpia disponiéndome a ir a tomar un café al bar de la galería, a tres cuadras de mi casa, me di cuenta de que no podía salir a la calle, me daban vértigos, temblores y estaba, por decirlo de algún modo, aterrorizado. No podía recorrer los trescientos metros que me separaban del bar al que, mientras estuve en la ciudad, he estado yendo a tomar un café todos los días durante más de veinte años. Y eso después de haberme pasado tres meses sentado frente al televisor, tomando vino tinto al mismo tiempo que toda clase de somníferos y tranquilizantes, -no digo que haya sido a causa de eso, sino más bien que el hecho de haber estado sentado en el living durante tres meses con una damajuana de vino al lado del sillón, era el síntoma inequívoco de que había llegado al último escalón, con el agua negruzca y gélida ciñéndome los tobillos, lista ya para tragarme, y para que los últimos restos maltrechos del propio ser se disgreguen en la masa chirle y viscosa.