– Lo viste perfectamente- dice Haydée.

– Te digo que no vi -le digo-. Pero si hubiese visto, igual no hubiese subido.

– Perfectamente. Lo viste perfectamente -dice Haydée. Y después, sacudiendo de un modo fugaz los hombros -En fin, como te plazca.

Me inclino un poco hacia el espacio vacío que hay entre el costado de su cuerpo y el marco de la puerta y, igual que si estuviera oliendo algo, aspiro varias veces por la nariz.

– Hay demasiado tufo a decencia burguesa ahí adentro -digo.

Haydée se echa a reír, estremeciéndose toda.

– Miren quién habla -dice. Y se pone seria otra vez.

Está vestida de "entrecasa simple", sin maquillaje, con un pullover grueso de cuello alto, unos pantalones de franela ajustados y zapatos sin taco, pero como está parada en el escalón del umbral y erguida a causa del aire de desafío bien connotado que adopta en mi presencia, del tipo estoy dispuesta a defender como una fiera el equilibro emocional de mi hija, me lleva una cabeza y puede mirarme con comodidad desde arriba. Pero enmarcada por el pelo negro, suelto, que le cae encrespado sobre los hombros, su cara oval, reconcentrada, destila, a pesar de su severidad, esa expresión ausente tan habitual en ella a la que se asocian de inmediato la bondad y la dulzura. Tiene un pañuelito apretado en la mano izquierda. La protuberancia en el labio inferior irradia como siempre sensualidad; muy pocos conocemos su origen, más connatural de la vacilación que de la entrega, y puesto que son sus propios dientes los que la han trabajado fruto tal vez, puedo aventurarlo sin miedo de caer en la facilidad, de un remordimiento anticipado. A causa de una especie de disociación entre su expresión ausente y su cuerpo lleno de redondeces y poses autónomas es, óptimo, un animal sexual, abundante y grave. Desearía poder verla otra vez, como al principio, desde fuera, desembarazarme durante algunos segundos del eclipse pantanoso en el que chapoteamos desde hace años, de la circulación intersubjetiva de reproches, sospechas y previsibilidad que desalienta, desde su fuente misma, al deseo.

Verla como es sin duda para el desconocido que la cruza en la calle, que trata de encontrar sin resultado su mirada, y que se da vuelta para contemplarla mientras se aleja, inaccesible después de haber sido, durante los segundos que duró su aparición, intensa y súbita, promesa, enigma y llamado.

La nostalgia de que vuelva a ser ese imán cálido de cuando, incapaces de proyectarnos en ella, buscábamos, con esperanza y con furia, no lo que podría identificarnos, sino lo que la diferenciaba de nosotros. Pero las ondas animales que emite ahora -cuyos efectos, por haberlos sentido en otras épocas, puedo adivinar en otros- son remotas y apagadas igual que si, a pesar de nuestra proximidad física, estuviésemos parados en dos espacios diferentes. El rechazo, tan ilusorio como la atracción, viene de creer en un exceso de conocimiento, cuando, a decir verdad, seguimos siendo desconocidos, no únicamente uno respecto del otro, sino cada uno respecto de sí mismo; el famoso "yo" del que los clientes de Bueno padre le pagaban para que hiciese una representación fija de la parte externa, resultó ser un telón pintado al que la menor chispa consume, dejando en su lugar un agujero negro del que las fosforescencias que lo atraviesan, las luciérnagas lentas, los neones periódicos y repetitivos, las explosiones coloridas, son tan inmotivados y casuales como la negrura que los acoge.

– Al final no viajo, y Alicia ya está en la cama – dice Haydée.

– ¿En la cama? ¿En el boudoir rosa que le ha instalado tu madre? ¿Adoctrinándola para entregársela a algún escribano o a algún militar? -dijo, simulando una cólera fría que de ningún modo parece perturbar a Haydée. -Esto es un secuestro caracterizado.

– Por empezar -dice Haydée- tenías que venir a buscarla a las siete y son las ocho y veinte. Y no es culpa mía si mi analista se fue a Francia. Pero podes venir a buscarla el viernes a la noche para pasar con ella el fin de semana. Tu hermana está totalmente de acuerdo conmigo.

– No les basta con haber sido cómplices de un secuestro -digo. -Tenían que ejecutar uno directamente.

– Tu cuota de sordidez ya había alcanzado el máximo. No hace falta seguir alimentándola -dice Haydée, sin demostrar la menor impaciencia.

– Toda pretensión moral que salga de esta casa queda invalidada de antemano en razón de las personas que la habitan.

Haydée mira a su alrededor, como buscando a alguien en la calle desierta.

– Ningún público a la vista -dice. -No vale la pena que gastes los últimos cartuchos de tu retórica. Y terminemos: hoy Alicia no sale. El viernes a la noche está a tu disposición por todo el fin de semana.

Después de una pausa, con entonación conciliadora, pregunta:

– ¿Querés subir a saludarla?

– ¿Cómo sé que el general Negri no está esperándome allá arriba?- digo, fingiendo un aire confidencial.

– Hijo de mil putas -susurra Haydée. -Hijo de mil putas.

Y, girando brusca y dando un portazo, sube a toda velocidad las escaleras. Quedo un momento inmóvil en la vereda, contemplando la escalera iluminada y vacía, hasta que, de golpe, la luz se apaga, sin que yo decida moverme todavía -segundos muertos durante los que no pienso nada ni ningún sentimiento o emoción me visitan, sin siquiera conciencia de estar aquí ni recordar las frases que he pronunciado, igual que si hubiesen sido dichas por algún otro y flotasen por lo tanto en su propia memoria y no en la mía. Hasta que por fin me doy vuelta, cruzo la calle, y me interno en la transversal oscura -tramos negros interrumpidos con regularidad por la sempiterna escansión de los puntos luminosos del alumbrado público.

La dispensa temporaria de la papesa Juana, obtenida hace una década por mi tocayo Carlos: quién iba a decir en los anocheceres del parque, cuando trataba de atraer a Haydée por los hombros para besarla en la boca, que después de acogerme a sus beneficios parciales, a cada crisis y a veces sin razón, por mero desgano, iba a terminar optando por la eximición definitiva.

Yo despreciaba un poco a su marido porque no la deseaba; me parecía imposible que la protuberancia inferior, el aire ausente y bondadoso que parecía abandonar al capricho ajeno el cuerpo abundante y autónomo no despertaran, sin opción posible, el impulso de pasar horas enteras africándose contra la carne mate y caliente, imposible que, de ese tumulto masculino constante que despertaba su proximidad, no hubiesen quedado, después de cierto tiempo, los fragmentos del deseo que apetecía, más que el cuerpo carnoso y la interioridad flotante y evasiva, el universo entero a través de él, sino meras reliquias enmohecidas de alma, fósiles de emoción, huesos dispersos y resecos de sentimiento. Que me la corten en rebanadas si se me ocurre algo acerca de qué cuernos puede ser el deseo, y sin embargo sé todavía menos por qué razón se extingue. Si es la disponibilidad del objeto como dicenlo que lo apaga, es lo imposible entonces lo que atrae -nunca está demás lo que sirve para pisotear la economía- y lo aceptaría de buena gana si no estuviese seguro, lo que por otra parte me importa un rábano, de que imposibilidad y posesión se contagian, recíprocas, la inexistencia. Por transferencia como dicen a otro objeto es que desaparece tal vez -lo que cambia el objeto, pero no el problema. Tal vez lo que llamamos deseo es análogo al brillo de una estrella muerta -el espasmo de algo inhumano que deja de existir en el momento mismo en que se encama y cuyos últimos sacudimientos en su lugar de paso, nosotros, nos inducen, maquinales, a descargarlo en lo exterior. De modo que son aquellos que creen poseer los poseídos, y los buscadores de objeto el objeto por excelencia. El caso es que de todo ese rompecabezas me desperté una mañana con la dispensa definitiva de la papesa Juana. Los peces voladores, que al principio no dejaban el aire y parecían flotar en miríada, con su aleteo plateado y múltiple, más en levitación que en vuelo, suspendidos en la luz por sobre el gran fondo oscuro y frío del mar, retomaron un buen día el camino de la negrura, y volvieron a su modalidad banal de reaparición periódica, un tiempo en la oscuridad helada y sin límites, y una salida brusca a la evidencia, para atravesar rápidos el aire y volverse a sumergir, saliendo y entrando en el océano, hasta que sus apariciones fueron haciéndose más espaciadas y más cortas, sus aleteos más opacos y exangües, de modo que, si durante un tiempo me puse a espiar por el mar vacío sus apariciones, no sin ansiedad ni nostalgia, al cabo de un momento dejé de esperarlos, sabiendo que ya no volverían a salir. Dejé de esperar: porque en el pasado, o lo que llamo así digamos, haya encontrado un abrigo en esos estremecimientos cálidos, de lo más agradables a decir verdad, no voy a andar corriéndome a cada rato hasta la esquina para ver si llueve.

Dejo de lado que una vez amasó ñoquis con azúcar impalpable en vez de harina, que, con el pretexto de que había muchas legumbres, otra vez puso una sola papa en el puchero para ocho comensales, la carne salada un día sí un día no, la obstinación en querer ser ama de casa a toda costa, sobre todo desde el nacimiento de Alicia, en razón de quién sabe qué teorías tiradas de los pelos entre ella y sus colegas sobre la importancia de la madre nutricia para el equilibrio mental de la familia- yo, que terminaba mucho más temprano en el diario, la hubiese esperado con gusto con la comida lista y la mesa puesta o, mejor todavía, la hubiese llevado todas las noches al restaurant, eso es más que seguro, pero aún así puedo no tomar en cuenta ese aspecto de las cosas y darle la importancia que tiene, es decir, para ser francos, ninguna.

Pero que me cuelguen si sumando lo secundario de todos mis casamientos el resultado no es un bulto demasiado pesado como dicen para ser arrastrado por un solo hombre. Mi primer matrimonio -el único legal a decir verdad- duró ocho meses, aunque puedo decir que cuando le estaba poniendo la alianza en el Registro Civil a mi mujer, en el mismo momento en que el aro de oro entraba en su dedito de porcelana, ya estaba percibiendo la irrealidad de la cosa, con su familia y la mía bien trajeadas, igual que los compañeros de facultad -mi madre y mi hermana más que seguro más que escépticas, mi padre no muy convencido tampoco de verme en el Registro Civil dos meses después de haber conocido a Graciela en el bar de la facultad, y la familia de Graciela menos todavía a causa de nuestra decisión de casarnos directamente por civil sin pasar por la iglesia. Hace más de veinte años de esto; yo todavía flotaba entre el vasto mundo exterior que me llamaba a su intemperie y la familia dispuesta a acordarme confort y protección a cambio de la promesa de no innovar, a caballo entre lo abierto y lo cerrado todavía, y el hecho de que Graciela, sentada sola en la mesa del bar de la Facultad, haya respondido con una sonrisa al movimiento significativo de cabeza que le hice al entrar al bar y verla, me llevó en línea recta desde la mesa del bar hasta la impresión nítida de irrealidad que me asaltó en el momento en que le metía la alianza en el dedito de porcelana -esa aceptación rápida de mi persona por parte de una chica de lo más bonita, de buena familia como dicen, por añadidura, y tal vez por encima de todo un poco más buena familia que la mía levantó, más que seguro, el espejismo. Los juegos de cubiertos, los veladores en falso rococó, las cobijas, expuestos en el salón durante la fiesta lo empezaron a disipar. Y cuando nos encerramos en el hotel más lujoso de la ciudad para pasar la noche de bodas antes de viajar a Bariloche al día siguiente, ya se había disuelto el sortilegio. No hubo modo de penetrarla -ni esa noche ni las siguientes-. Al cabo de unos diez días, harto del lago Nahuel Huapí, del bosque petrificado y la hostería bávara en la que nos alojábamos, atendida por una familia de refugiados nazis, y que me cuelguen si me equivoco, le sugerí que acortáramos el viaje de modo que, aterrorizada ante la perspectiva de tener que explicarle a la familia su primera desavenencia conyugal en pleno viaje de bodas, accedió a mantener la piernas abiertas y a abstenerse de esquivar la penetración con el movimiento instintivo de las nalgas que venía haciendo cada noche apenas sentía la punta de mi sexo en su hendidura. Que lo corten ahora mismo en rebanadas ese sexo al que me refiero si tenía la intención de hacerle el menor daño y si desde la primera noche no actué en todo momento con la mayor delicadeza y dulzura -no era miedo ni nada lo que tenía sino que le habían machacado tanto y durante tantos años con medias palabras y sobreentendidos desde luego que su virginidad era la carta máxima con que contaba en la lucha por la vida, que más que seguro se había identificado con ella y tenía miedo de perderse ella misma en lo indiferenciado si la perdía, de modo que mantenía su hendidura vertical bien obturada por dentro, por control remoto podría decirse, y aún con toda la buena voluntad que puso al final, y creo que cada vez que hizo el amor, conmigo en todo caso, era una verdadera tortura entrar en ella y yo terminaba, incluso ocho meses más tarde todavía, con la punta de la verga toda lastimada. En los ocho meses, fue incapaz de decidir si había tenido un orgasmo o no, ni si le gustaba o le disgustaba lo que hacíamos- hasta percibir que la manteca está rancia o el tiempo un poco más fresco que ayer hay que tener vida interior. Y a pesar de eso, a la semana siguiente de nuestra vuelta de Bariloche empezó a preparar un cuarto para los niños y almacenar ropa de bebé. A decir verdad no me hubiese importado mucho que no hiciésemos el amor si ella tenía miedo o no le gustaba -hubiese podido arreglármelas de otra manera si ella hubiese sido capaz de discutir conmigo la cuestión, pero el problema era que ella misma no sabía sí tenía miedo o no le gustaba; probablemente pensaba que al cabo de nueve meses de matrimonio la cigüeña deposita en una cama preparada para esta eventualidad el bebé comprado en París y que el papel de una buena madre consiste exclusivamente en comprar esa cama y tejer durante nueve meses ropita para el nene, del mismo modo que en la transformación de una de las habitaciones de la casa en un lugar de ensueño como dicen destinado a procurarle el máximo de felicidad a la personita adorable que la cigüeña dejará caer por la chimenea en forma inminente. Lo que el nacimiento podía implicar de sangre, esperma, pelos, gritos, garras, muerte, lágrimas se le escapaba y era inútil tratar de explicárselo -más de una vez, hablando con ella, a causa de la fijeza de su expresión, tuve la impresión extraña de estar hablándole a una muñeca, y ahora que pienso en ella veinte años más tarde, no puedo dejar de representármela como tal, el pelo rubio demasiado "pelo rubio", los ojos azules demasiado "ojos azules", la carne regordeta y dura a la vez, de un rosa demasiado "rosa", liso y brillante, sobre todo, aparte de la boca entreabierta en una sonrisa convencional, que a decir verdad acababa en los dientes blancos demasiado "dientes blancos", ningún orificio, ni poros, ni vagina, ni ano, ni orejas, ni fosas nasales, para permitirle algún tipo de relación orgánica con lo exterior. De tan convencional, se volvía inaccesible, inhumana, misteriosa, igual que si hubiese sido maciza, por dentro, de una sola pieza como se dice, sin la complejidad oscura de los órganos que orquestan, con su funcionamiento polirrítmico, para bien o para mal, la imprevisibilidad y la riqueza de las especies vivas.