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La idea es prometedora, incitante, rica en detalles posibles, alimentados a partes iguales por la calentura sexual y el fervor literario de la imaginación, por el exceso de lecturas, de películas y de flujos hormonales.

Yo no he visto nunca a una mujer desnuda. He visto a Raquel Welch vestida con un improbable bikini de pieles de animales en una película que se titula}Hace un millón de años}, en la que seres humanos primitivos conviven y pelean absurdamente con los dinosaurios. He visto en la biblioteca pública libros con fotos en color de mujeres con los pechos al aire pintadas por Rubens y por Julio Romero de Torres. He espiado casi desde que tengo recuerdos los escotes de las mujeres, la hondura de unos muslos al cruzarse unas piernas en el sillón de mimbre de una cafetería, las tetas sueltas de las gitanas que dan el pecho a sus hijos en el arrabal por donde paso camino de la huerta de mi padre, o las que se inclinan para lavar la ropa en el mismo pilar donde llevamos a beber a nuestros mulos. Me trastorna cada día una gitana muy joven, casi rubia, con los ojos muy claros, que se sienta al atardecer en la puerta de su chabola a darle de mamar a un bebé. Despeinada, los mechones rubios sobre la cara delgada, sin más vestido que una bata abierta, con las piernas separadas, los pies sucios sobre la tierra. Es la más joven y la única rubia en esa callejuela donde sólo viven familias gitanas. Me voy acercando, montado sobre el mulo, al regreso de la huerta de mi padre, y nada más enfilar la calle ya siento la erección, y empiezo a buscar la cabeza rubia y la figura delgada entre la gente pobre que toma el fresco o se espulga o cocina algo a la puerta de las chabolas. El corazón me palpita muy rápido, y como tengo las piernas muy separadas sobre la ancha albarda del mulo la erección resulta dolorosa.

La expectativa de no verla se me hace intolerable: la descubro de lejos con un golpe de calentura renovada y hasta de gratitud, y nada más ver las piernas frescas y desnudas me parece que estoy a punto de correrme. Un día me da tiempo a observarlo todo de lejos, a preparar la mirada para que ningún detalle quede inadvertido. Está sentada, a la puerta de su chabola, que es la última del callejón, y tiene al niño en brazos, como descansando.

Probablemente ya terminó de darle de mamar. Pero entonces, como en un relámpago que me disuelve de deseo, se lleva una mano al escote de la bata y justo cuando paso a su altura y puedo percibir cada pormenor se saca un pecho con un gesto desenvuelto y un segundo antes de que el bebé estruje la cara contra él veo el pezón redondo y grande y la piel muy blanca con tenues venas azules. La gitana alza la cara y se me queda mirando con sus raros ojos azules, y descubro en un instante de codiciosa lucidez que tiene los labios pintados de rojo y que es menos joven de lo que me parecía y se ha dado cuenta de la intensidad con la que estoy observándola. Me mira con un aire que no sé si es de descaro o de burla, o de fatiga y pobreza y pura indiferencia, la mitad de la cara tapada por el pelo rubio y sucio, y yo me avergüenzo tanto en lo alto del mulo de mi padre que me pongo rojo y aparto la mirada.

Llego a casa, le quito la albarda al mulo, lo dejo atado en la cuadra y le pongo pienso en el pesebre, salgo al corral, donde por fortuna no hay nadie, me encierro en la caseta del retrete, cuya puerta de tablas se asegura por dentro con una cuerda. No hay cisterna en la taza del váter, que es el único que hay en toda la casa.

No hay cisterna porque si bien ya tenemos televisión todavía falta mucho para que nos llegue el agua corriente:

sobre mi cabeza pende la alcachofa de la ducha que mi tío Pedro instaló el año pasado, ya casi descolgada, mal sujeta por una cuerda de cáñamo, los agujeros por los que brotó el agua una sola vez manchados de herrumbre. No hay cisterna y el váter se limpia después de usarlo con un cubo de agua del pozo, y tampoco hay papel higiénico, sino un gancho en el que se ensartan trozos de hojas de periódico. Pero estoy solo, razonablemente protegido de toda intromisión, solo como un astronauta en su cápsula o como un explorador de las profundidades marinas en su batiscafo: sentado en la taza del váter, que ni siquiera tiene tapadera, con los pantalones bajados, concentrándome en los saberes manuales del vicio solitario, en el arte secreto de la paja, en el que aún soy un aprendiz devoto, consumado, culpable, utilizando las manos al mismo tiempo que la imaginación, elaborando sustanciosos detalles, experimentando matices, zonas de turgencia y de particular suavidad, y a la vez sometiendo a la memoria a un ejercicio de invocación casi doloroso de tan pormenorizado: el rojo de los labios, la teta blanca y redonda y el gran alvéolo del pezón surgiendo de la bata desabrochada, los ojos claros mirándome. Antes morir mil veces que pecar.

Volviendo del espacio a la Tierra después de un cataclismo nuclear he aterrizado o naufragado en una isla tan remota que las nubes de polvo radiactivo no han llegado a ella. Creo estar solo, condenado a vivir para siempre en este lugar, a envejecer y morir sabiendo que la especie humana se extinguirá conmigo. La imaginación ferviente y nada escrupulosa no tiene reparos en acudir al plagio: un día, en la playa, descubro la huella de un pie, un pie largo, delgado, el hueco de la planta moldeado en la arena. La gitana rubia, la Eva desnuda y propicia, ¿estará en una cueva entre las rocas, o en una cabaña con un lecho de hojas frescas en el interior boscoso de la isla? Me acerco a ella, los dos asombrados del encuentro, cada uno hechizado por la presencia del otro, y aunque me gustaría contenerme un poco más, prolongar el instante de pura anticipación que se parece tanto a las efusiones sexuales de los sueños, basta un roce de la mano y un detalle especialmente vívido para que el semen estalle en un largo estertor de casi desvanecimiento.

Y ahora, sin transición, como en un agrio despertar, irrumpe la vergüenza, borrando de un golpe el batiscafo y la isla, la mujer rubia, el deseo, la teta joven con su alvéolo morado y sus venas azules, y revelando con un detallismo vengativo los pormenores inmediatos de la realidad. Un grumo enfriado de semen se desliza por el interior del muslo derecho, y antes de que gotee al suelo mojado de agua sucia he de limpiarlo con un trozo de periódico. En el calor cerrado del retrete huele a cañería, y el olor del semen es tan fuerte que si alguien entra cuando yo haya salido descubrirá mi fechoría. El pecado es un invento de los curas, argumenta débilmente mi racionalismo recién adquirido, mi conciencia precoz de libertino y apóstata: la masturbación, según un libro que descubrí con entusiasmo en la biblioteca pública -}El mono desnudo}, del biólogo irreverente Desmond Morris- no es ni más ni menos que un adiestramiento del instinto sexual que se está preparando para el estadio superior de la cópula reproductora. Pero no puedo evitar, sentado todavía en el retrete, con los pantalones bajados, frente a la puerta de tablas mal unidas, sujeta al gancho de cierre con un trozo de cuerda, una sensación insuperable de asco, de suciedad física, un deseo de esconderme no de los demás sino de mí mismo, de la parte de mí que hace tan sólo un año ni siquiera existía, la que mantengo oculta a los ojos de los otros, como el científico demente que se encierra en su laboratorio para tragar el bebedizo que lo convierte en un monstruo.

Así ha surgido alguien que va usurpando poco a poco mi vida y sin que yo me diera cuenta ha invadido mi paraíso y me ha echado, la soledad sabrosa en la que yo vivía, a la vez retirado del mundo exterior y en concordia con él.

La transformación empezó a suceder sin que yo lo advirtiera, y si me miro en un espejo podré ver sus signos, el progreso de sus síntomas, acelerándose delante de mis ojos como el crecimiento del pelo y de los colmillos en la cara del Hombre Lobo, como las cicatrices en la cara monstruosa y quemada del Fantasma de la ópera.

De la vergüenza hacia los otros puedo escaparme, pero no de la que siento hacia mí mismo. La vergüenza levanta su muro invisible, le hace a uno verse desde fuera, testigo incómodo de su doblez, cómplice indigno de su disimulo. Termino de limpiarme, examino con cuidado los bajos de mis pantalones, el suelo del retrete.

Ojalá no se acerque nadie mientras estoy todavía encerrado, mientras me subo los calzoncillos y los pantalones y me ordeno la camisa, y estrujo en una bola y guardo en un bolsillo los trozos de áspero papel de periódico con los que me he limpiado. Mi madre y mi abuela estarán en misa, o habrán ido de visita a casa de Baltasar, mi abuela disimulando su ira antigua, su falta de compasión hacia el sufrimiento de quien le hizo un agravio que no ha perdonado. Mi hermana juega con sus amigas en la calle: por encima de las bardas de los corrales llegan desde la plaza de San Lorenzo las canciones de corro y de salto de la comba de las niñas. Mi abuelo y mi padre aún no han venido del campo. Saco un cubo de agua del pozo y lo vierto en la taza del retrete como una última precaución para que nadie me descubra.

Ya no percibo el olor del semen, aunque noto un poco pegajosas las ingles.

En el techo denso de ramas y hojas de la parra que cubre el corral zumban las avispas y aletean y pían los pájaros que esperan a que las uvas alcancen su primera sazón para empezar a picotearlas.

}Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas.

Para la Virgen de agosto ya están maduras}.

Cada día del año tiene el nombre de un santo. Casi cada tarea, cada estación, cada cosecha, traen consigo sus refranes, sus coplas o frases hechas de una sabiduría heredada y machacona que yo también me he aprendido de memoria de tanto escucharlas. De la vida y del trabajo ellos no esperan novedad, sino repetición, porque el tiempo en el que viven no es una flecha lanzada en línea recta hacia el porvenir, sino un ciclo que se repite con la pesada lentitud con que gira la muela cónica de piedra de un molino de aceite, al ritmo demorado y previsible con que se suceden las estaciones, los trabajos del campo, los períodos de la siembra y de la cosecha. Lo que a mí me aburre, me impacienta, me exaspera, a ellos les depara una serenidad apacible que seguramente hace más llevadero el agotamiento del trabajo y el fruto mezquino e inseguro de cualquier esfuerzo. La siega y la trilla de los cereales en los días ardientes del verano, la vendimia en septiembre, la siembra del trigo y de la cebada a principios del otoño, la matanza del cerdo en noviembre, después de los días de Todos los Santos y de los Difuntos, la recogida de la aceituna a lo largo del invierno, las hortalizas más sabrosas y el cuidado de los olivares en la primavera, cuando aparecen por primera vez las habas tiernas en el interior de sus vainas aterciopeladas y las flores amarillas en los olivos como un anticipo de la futura cosecha. Y siempre los augurios, el canto de un cierto pájaro o una zona de claridad en el cielo del amanecer que anuncian la lluvia, los augurios y el miedo a que no llueva a tiempo después de la siembra y las semillas se mueran en la tierra, o a que llueva demasiado al final de la primavera y se pudran las espigas sin madurar, a que una helada tardía en febrero fulmine en una sola noche los almendros en flor. Todo inseguro, sometido a las hostilidades del azar y del mal tiempo, tan incierto siempre que no es prudente confiar por completo en nada, porque una helada en invierno o una tormenta de granizo en verano pueden desbaratar la esperanza de la mejor cosecha, y porque una bendición fácilmente se puede convertir en desgracia: la lluvia ansiada que viene en forma de inundación destructiva, la cosecha tan abundante que deja exhaustos para varios años los olivos o la tierra de siembra y que además hace que se hundan los precios.