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En las noticias de la radio y de la televisión siempre dicen las horas que han pasado desde el comienzo exacto del viaje de la nave Apolo Xi. Intento hacer el cálculo ahora mismo, venciendo la pereza y el peso del sueño. Once horas y cuatro minutos desde el momento del despegue. La silueta blanca de la nave contra el cielo negro, la nave silenciosa, inmóvil en apariencia, aunque viaja de la Tierra a la Luna a diez mil pies por segundo, la nave que es en realidad una rara yuxtaposición de dos módulos: el módulo de mando, llamado Columbia, y adherido a su morro cónico el módulo lunar, que será el que se desprenda para descender hacia el satélite, y que tiene un aire de insecto o de crustáceo robot, con su forma poliédrica y sus patas articuladas. El tiempo de la misión espacial no se parece nada al de nuestras vidas terrenales, no puede ser medido con los mismos torpes instrumentos que ellas.

Primero fue la cuenta atrás, el pulso numérico de cada segundo que progresaba en línea recta hacia el instante preciso de la explosión de gases y el despegue, las voces nasales que cuentan a la inversa y en inglés, terminando en un cero que ya tiene algo en sí mismo de explosivo. Y a partir de entonces segundos y minutos fueron agregándose para numerar exactamente las horas, midiendo un tiempo veloz, aventurero, matemático, tan limpio como el chorro blanco de humo en el cielo azul de Florida. La misión Apolo no se mide por días ni por semanas, ni por largos años sombríos de repetición ceremonial del pasado, sino por horas, minutos y segundos.}?Será usted quien dirija el vuelo?}, le preguntaron al comandante Neil Armstrong. Y él contestó con una sonrisa:}quien lo dirigirá de verdad será Isaac Newton}. Lo que impulsa ahora mismo a la nave en dirección a la Luna no son sus motores sino la fuerza de la gravedad lunar. Ahora mismo, mientras yo miro al cielo buscando en vano la pulsación de un punto luminoso que sea el de la nave espacial, los astronautas miran la Tierra por una de las ventanas circulares, la Tierra azul y más grande que una Luna llena recién surgida en el horizonte. La Tierra azul y en parte ensombrecida, la noche sumergiendo la mitad de ella, incluido este valle al que da mi balcón, esta ciudad pequeña cuyas luces muy débiles difícilmente podrá ver nadie desde una cierta altura. Dentro de poco verán la Luna mucho más cerca: los cráteres inmensos, que conservan la forma del impacto de los meteoritos que los provocaron hace cientos de millones de años, las cordilleras de un gris de ceniza, las llanuras que llaman mares,}Maria} en latín, océanos de rocas y polvo que ningún viento ha estremecido nunca. En uno de esos mares aterrizarán en la madrugada del lunes, o}alunizarán}, según dicen algunos reporteros y expertos en la televisión. En el Mar de la Tranquilidad,}Mare Tranquilitatis}. En latín la geografía fantástica de la Luna se vuelve mucho más misteriosa. Mare Tranquilitatis, Mare Serenitatis, Océano de las Tormentas: me acuerdo de las jaculatorias que se decían antes al rezar el rosario, las palabras litúrgicas de la misa cuando yo era pequeño, y también las clases lúgubres de Latín en el colegio.

El profesor de Latín es un ciego que se llama don Basilio. Vivo en un mundo, en una ciudad, donde abundan los ciegos, los cojos, los mancos, supervivientes de la guerra y de los años del hambre, mutilados en las batallas o en los bombardeos, heridos por la viruela, por la tiña, por la poliomelitis, despojos del tiempo que está más allá de la frontera de sombra que divide el presente del pasado, como la que separa en las fotografías de la Tierra tomadas desde el espacio el día de la noche. Don Basilio es un ciego raro, sin gafas, con la cara muy carnosa, con un ojo abierto de color gris y de pupila escarchada y otro que mantiene siempre guiñado, y en el que le queda un poco de vista, porque se pega a él la esfera del reloj para saber la hora. Las cataratas enturbian el ojo abierto de don Basilio como las masas de nubes que cubren a medias la esfera azul de la Tierra en las fotografías tomadas desde el espacio.

Don Basilio camina de un extremo a otro de los pasillos del aula, entre las filas de pupitres, rozando con las yemas carnosas y blancas de los dedos la hoja en braille en la que están nuestros nombres. Don Basilio cuenta por lo bajo los pasos que da en cada dirección, y antes de doblar se detiene un momento, o antes de levantar el pie derecho para subir a la tarima en la que están la mesa del profesor y la pizarra, en la que escribe listas de palabras y de declinaciones en latín con letras muy grandes y torpes y poniendo el ojo guiñado muy cerca de la mano que sostiene la tiza. Cuando aparta la cara de la pizarra el polvo de la tiza le blanquea las pestañas y las cejas. Don Basilio tiene el oído tan fino como la puntería: se vuelve si alguien está hablando al fondo del aula y le tira la tiza tan certeramente que nunca yerra el blanco. Quizás tiene un sentido de la orientación como el de los murciélagos.

Al fondo del aula, en las últimas bancas, hay una zona sin ley en la que se sientan los casos perdidos, los que no atienden a las explicaciones y ni siquiera fingen y reciben estóicamente todos los castigos. Hay dos malvados que actúan siempre en pareja y hablan en voz baja como confabulándose para cometer un crimen. Se llaman Endrino y Rufián Rufián, y cuando quieren vengarse de alguien le clavan en la espalda la aguja del compás o la punta del tiralíneas. De vez en cuando acorralan a los alumnos más pequeños en el retrete para bajarles los pantalones o meterles la cabeza en la taza del váter. Cada vez que veo a Endrino y a Rufián Rufián venir hacia mí por un pasillo del colegio me tiemblan las piernas. El peor de todos los internos, Fulgencio, a quien llaman el Réprobo, ocupa la última banca de la clase, el rincón oscuro del fondo, donde el efecto de la autoridad del profesor es ya muy débil, como la radiación solar en la órbita de Plutón. Fulgencio tiene perfecta constancia de que va a suspender todas las asignaturas y de que va a condenarse, de que su carne va a arder durante toda la eternidad en las llamas del Infierno, pero esa expectativa indudable no le provoca un escalofrío, sino una carcajada, y se ríe groseramente con su gran boca abierta, su boca de dientes caballunos que con mucha frecuencia huele a tabaco o a coñac.

Fulgencio tiene una corpulencia de hombre y una cara empedrada de granos, y aunque es un interno no viste una bata ignominiosa, como todos ellos, sino un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata, de modo que con su estatura y con esa ropa no parece un alumno, sino un profesor, y ni siquiera eso, un señorito golfo que por alguna equivocación del destino hubiera acabado en esa aula de chicos en edad escolar, medrosos alumnos del colegio salesiano que abandonaron no hace mucho el pantalón corto y todavía se peinan con el flequillo hacia delante.

Fulgencio es largo, flaco, indolente, y las piernas de adulto le sobresalen bajo el pupitre y se extienden a través del pasillo, circunstancia que él aprovecha para poner zancadillas a los incautos que se acercan a su territorio, incluido don Basilio, el ciego, que ya toma la precaución de no llegar en sus itinerarios hasta el fondo del aula, desde una vez en que por culpa de Fulgencio cayó de boca y se levantó con una expresión de furia en su ojo abierto y nublado y la cara manchada de sangre. Fulgencio es ese condenado al que nadie domina porque ya se le han aplicado los castigos más duros sin otro resultado que encallecerlo contra la disciplina y el miedo.

Se revienta los granos de la cara presionándolos entre el pulgar y el índice y se limpia el pus con el mismo pañuelo con sus iniciales bordadas que un rato antes usó para limpiarse el semen después de hacerse una paja mirando una diapositiva de la Venus de Milo que puso el padre Peter en la clase de Arte. Con su voz recia de tabaco y de pleno desarrollo hormonal canta en tono muy grave la letra que ha compuesto para acompañar la canción}O sinner man}, que se oye mucho últimamente en la radio, popularizada por un grupo español de folk, hombres con barbas o patillas largas y mujeres con faldas flotantes y pelo lacio partido por la mitad:

}Juan, sígueme, vámonos de putas, Juan, sígueme, vámonos de putas, Juan, sígueme, vámonos de putas que hoy pago yo…} No hay forma de depravación moral o de subversión política que no tiente a Fulgencio, ferozmente empeñado en ganarse por el camino más rápido la expulsión del colegio, la cárcel, la enfermedad venérea, la vergüenza pública y la condenación eterna. Dice haber leído el}Manifiesto comunista}, el}Libro rojo de Mao},}Mein Kampf},}El origen de las especies} y las obras selectas del Marqués de Sade y de Oscar Wilde, y recibir con puntualidad los números más recientes de}Mundo Obrero} y de una revista de mujeres desnudas que se llama}Play-boy}. Su padre es registrador en un pueblo olivarero del interior de la provincia: Fulgencio dice que cuando llegue la revolución los legajos de escrituras de la propiedad habrán de arder en las mismas hogueras que los latifundistas y sus lacayos, incluido su padre. También dice que le gustaría inventar una máquina que redujera a la gente de tamaño, para llevar en los bolsillos y guardar bajo el pupitre a diminutas mujeres desnudas que pulularan como ratones o como liliputienses entre su ropa rascándole los picores y haciéndole pajas. Golpeando el filo del pupitre con la regla y el tiralíneas, marcando el ritmo con golpes del talón sobre la tarima e imitando con la boca el bajo eléctrico, las guitarras y los vientos, Fulgencio recrea sus canciones preferidas de los Rolling Stones, de Blood, Sweat amp; Tears y de Los Canarios, y aunque no sabe una palabra de inglés su voz quemada y cavernosa logra simulaciones admirables de Rhythm and Blues, que se oyen muchas veces de fondo como un ronroneo en el silencio del aula.

Don Basilio tiene un pesado aire clerical, pero no es cura: lleva trajes oscuros, mal cortados y mal puestos, va con la corbata torcida, con caspa en los hombros y churretones de huevo frito o de café con leche en las solapas y en la camisa. Es con su ojo despavorido y abierto con el que parece verlo todo, no con el otro siempre guiñado al que se acerca la esfera del reloj. A veces también lleva la bragueta abierta y una mancha de orines a lo largo del pantalón, lo cual es gran motivo de jolgorio entre los más gamberros de la clase, Endrino y Rufián Rufián, que han desarrollado una forma eficaz de venganza contra él, cada vez que los suspende en un examen o que da parte de alguno de ellos al Padre Director. Como don Basilio conoce de memoria las distancias en el aula y se atiene siempre a recorridos idénticos, basta deslizar ligeramente hacia la derecha o la izquierda un pupitre para que se dé un golpe contra él: los cantos duros de los pupitres, han descubierto Endrino y Rufián Rufián, le llegan a don Basilio justo a la altura de las ingles, de modo que si se choca contra uno recibe el golpe directamente en los testículos.