Se oye una risa ahogada, don Basilio palpa el pico del pupitre que acaba de hincársele y luego la ingle dolorida y la bragueta probablemente abierta, contrayendo mucho la cara, con gestos desordenados como espasmos en sus rasgos carnosos, un ojo atónito y nublado, el otro con las pestañas casi pegadas entre sí por una sustancia húmeda. Don Basilio suspira, aprieta los dientes, toma nota del nuevo obstáculo con el que ya no va a chocar por segunda vez, y al cabo de un rato o de unos días el responsable de la trampa, que ya se creía a salvo, recibe un coscorrón certero en la nuca o se le ordena que suba a la tarima y que haga un ejercicio particularmente difícil y al no saber resolverlo don Basilio lo toma de una oreja y tira de ella hasta que parece que se la va a arrancar, acercándole mucho a la cara el ojo guiñado que todavía conserva un poco de sensibilidad a la luz.
¿Cómo es el mundo que perciben los ciegos? ¿Cómo ve don Basilio el aula en la que entra cada mañana, el espacio hostil de rumores de burla, de olor de tiza y de cuerpos mal lavados en el tránsito hacia la adolescencia, las manchas vagas de las caras, de las ventanas altas que dan al patio? El mundo no lo vemos tal como es, sino de acuerdo con las percepciones de nuestros sentidos. Si tuviéramos el oído tan fino como los perros descubriríamos una riqueza de sonidos probablemente aterradora: con los ojos de una mosca veríamos la realidad subdividida en prismas infinitos, como ese científico de una película que por un error en un experimento acaba teniendo una cabeza monstruosa de mosca sobre su cuerpo todavía humano, una máscara peluda y atroz surgiendo del cuello de su bata blanca. El espacio es una jungla de ultrasonidos para los murciélagos que ahora mismo cruzan volando delante de mi balcón abierto y se deslizan sin apenas rozarlas entre las ramas y las hojas quietas de los álamos, entre los olores densos de resina y de savia: lo que yo veo y escucho no son las formas y los sonidos naturales del mundo, sino las imágenes visuales y sonoras que mi cerebro forma a partir de las impresiones de los sentidos. Las manchas de luz que percibe en este mismo instante la salamanquesa inmóvil junto a la lámpara de la esquina en la plaza de San Lorenzo, acechando en espera de un insecto que se ponga al alcance de su lengüetazo instantáneo, no son más fantásticas o más irreales que la claridad de la Vía Láctea o las figuras ilusorias que trazan delante de mis ojos las estrellas en el cielo de la noche de julio. Cómo ven el mundo los ojos de la salamanquesa, los ojos del mosquito atraído hacia la luz de la lámpara callejera al que la salamanquesa acaba de atrapar con un movimiento seco, único, que un instante después ha dado paso de nuevo a una inmovilidad absoluta, en la que sin embargo palpitará un corazón mínimo, latiendo bajo la superficie blanca y blanda del vientre adherido a la cal de la pared.
Todo parece sumergido en el silencio, en las aguas hondas del tiempo embalsado de la plaza, y sin embargo nada duerme, nada permanece quieto o en verdadero reposo. Dicen que el ciego Domingo González no duerme nunca, que gira la llave enorme de su casa en la cerradura y luego ajusta la tranca y revisa a tientas las rejas de barrotes que ha hecho instalar en las ventanas que podrían ser accesibles desde los tejados y los corrales contiguos a su casa. Quien algo teme, algo debe, dice mi abuelo, con ese gesto entre de astucia y de pesadumbre con el que indica que sabe mucho más de lo que puede o quiere contar. Las células del cáncer se multiplican ahora mismo con una fertilidad furiosa en el interior de los pulmones, en el hígado, en los intestinos de Baltasar, invaden su organismo entero y lo arrasan como una muchedumbre de termitas, de hormigas excavando túneles bajo la tierra apisonada de nuestra plaza. En mi casa a oscuras, en los dormitorios donde los balcones abiertos no disipan la temperatura casi de fiebre del aire y de las sábanas, mis padres y mis abuelos duermen respirando muy hondo, con las bocas abiertas, cada uno con un registro distinto de ronquidos, los cuatro hundidos en el sueño por el agotamiento de los trabajos del día.
En la cuadra la yegua de mi padre y la burra diminuta de mi abuelo duermen de pie, golpeando de vez en cuando con los cascos el suelo cubierto de estiércol. En las otras cuadras que hay al fondo del corral gruñen los cerdos que dormitan tirados entre desperdicios y excrementos con los ojos diminutos y guiñados, que se parecen a los ojos de Baltasar. En el interior de un huevo que una gallina estará empollando ahora mismo va cobrando forma un embrión que se parece asombrosamente a los embriones humanos que he visto en las fotografías a todo color de un libro que hay en casa de mi tía Lola. En su paseo espacial el astronauta Aldrin parecía tan inmóvil como un nadador que se queda quieto en el agua y sin embargo él y la cápsula Gemini estaban girando en órbita alrededor de la Tierra a una velocidad de diecisiete mil quinientas millas por hora.
Nada está quieto, y menos que nada mi cabeza sin sosiego, excitada por el calor de la noche y por el insomnio, por las percepciones excesivamente agudas de los sentidos. El mecanismo del reloj de la sala, al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, se mantiene en marcha gracias a sus engranajes y a sus ruedas dentadas, al impulso del péndulo de cobre dorado tras la caja alta de cristal: algunas veces yo he alzado los ojos del libro que estaba leyendo y he atrapado el movimiento de la aguja de los minutos, tan súbito como el de la salamanquesa que atrapa a un insecto. Engranajes herrumbrosos se mueven en el interior de las torres de las iglesias y en la gran torre del reloj que hay en la plaza del General Orduña y van marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un lago o de un estanque: es el tiempo demorado e idéntico de las estaciones, de los sembrados y de las cosechas, y las campanadas de las horas y los cuartos suenan tan despacio como las que llaman a misa o doblan para un entierro o para un funeral.