– ¡Lárgate!
Descorazonado, el bulero se va con su comercio ambulante a buscar pecadores en otra parte.
– Pues a mí me hubiera gustado ver la pluma del ángel -digo tímidamente.
Nyneve me mira con ojos chispeantes y una sonrisa bailándole en la boca.
– Leo, si esa pluma es de ángel yo soy el rey Arturo. ¿Cómo puedes creer a ese embustero?
– No sé. También estaba empezando a creer que eras bruja-respondo, irritada.
– Y lo soy, pequeña ignorante. Lo soy. Lo que ocurre es que tú confundes a los charlatanes y los farsantes, que son legión, con los verdaderos hechiceros. Yo soy una bruja de conocimiento. Entre los diversos poderes, escogí el saber. Ése es mi don, y ya tendrás la ocasión de apreciarlo.
Pero ahora Nyneve se pone repentinamente sería y ensombrece el gesto:
– Harías bien en guardarte de gentes como ese bulero, mi Leo, porque en realidad son el enemigo. Tú lo ignoras porque eres joven e inexperta, pero estamos en medio de una guerra. Y no hablo de los pequeños y estúpidos combates de los hombres de hierro, sino de algo mucho más grande y crucial. De una batalla general que se libra con las armas, pero también con las palabras y con nuestras propias vidas.
– ¿Una batalla? ¿La del conde de Gevaudan contra el Rey de Francia?
– ¿No me estás escuchando? Eso son nimiedades -responde Nyneve con impaciencia.
– Pero, entonces, ¿quiénes son los combatientes?
MÍ amiga calla, mientras baraja distraídamente el mazo de cartas. Calla durante tanto tiempo, de hecho, que empiezo a creer que se ha olvidado del tema.
– ¿Tú sabes lo que es la Tregua de Dios? -pregunta de repente.
– Bueno, sí…, claro… Es lo de no guerrear los domingos y… lo de acogerse a sagrado en las iglesias, ¿no?
– Hace un par de siglos, el mundo era todavía más violento que ahora. Y reinaba el desorden. Los monjes vivían encerrados en ¡os monasterios copiando manuscritos y la Iglesia era pobre y se mantenía cerca de su rebaño, viviendo la vida de los necesitados. Por eso, porque conocía bien el dolor de los mansos, la Iglesia encabezó un movimiento que pronto se hizo general entre las personas de buena voluntad, el movimiento de la Tregua de Dios, con el que se intentó dar un orden al mundo. Y así, se estipuló que los guerreros no podían matarse en domingo ni en fiestas de guardar; que las iglesias, los hospicios, los caminos y los mercados eran intocables; que los hombres de hierro no podían dañar a los campesinos, a las mujeres, a los animales domésticos…
– ¡Pero todas esas reglas se incumplen constantemente!
– Claro que se incumplen. Los humanos somos unos bárbaros. Pero lo importante es que las reglas existen. Esas reglas, que son acuerdos comunes libremente asumidos, son el comienzo del entendimiento. Un paso en el camino hacia un futuro mejor. No, el problema no es que se incumplan los acuerdos. El verdadero problema es que el mundo ha cambiado. Y unos cambios son buenos y otros son terribles. Mira a la Iglesia hoy: esos prelados arrogantes revestidos de seda, esos enormes monasterios, más ricos y poderosos que las fortalezas de los duques. A la Iglesia ya no le basta con tener un reino en el otro mundo, lo que quiere es reinar aquí y ahora. ¿Has visto al bulero? Ahora, por unas pocas monedas, puedes comprar el perdón de los pecados y la salvación de tu alma… Yo creía que era más difícil que un rico entrara en el Cielo que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, pero ahora sí eres rico puedes pecar y adquirir una bula para librarte de las consecuencias, y ni siquiera necesitas hacer penitencia. Que hayamos degenerado desde la Tregua de Dios a esta miseria es cosa bien triste.
– Sí, sí…
Asiento con entusiasmo porque apenas he entendido lo que ha dicho. Cuanto más entusiasmo, me digo, menos advertirá Nyneve mi estupidez. Pero mi amiga me observa con rostro pensativo. Mezcla las carras del Tarot y las extiende del revés sobre la mesa.
– Escoge una.
Me da un poco de miedo, pero obedezco. Toco un naipe y Nyneve le da la vuelta. Es una mujer vestida con extraños y suntuosos ropajes, con un bastón en la mano y un gorro en la cabeza.
– La Papisa… Cómo no -dice Nyneve.
– ¿ La Papisa?
– Este naipe es en honor de la Papisa Juana. Hace mucho tiempo, antes incluso de la Tregua de Dios, la Pa pisa reinó en el trono de San Pedro durante dos años, cinco meses y cuatro días, con el nombre de Papa Juan VIII. Juana nació en Maguncia; amaba el saber, pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de monje. Ya ves que este truco tuyo es una artimaña bien antigua. Viajó a Atenas en compañía de otro monje varón, y allí se educó con tanto provecho que acabó siendo célebre por sus conocimientos. Ya famosa y sabia, y siempre vestida de hombre, Juana se fue a Roma, y fue elegida Papa por unanimidad. Dicen que lo hizo bien y con prudencia. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, en el transcurso de una solemne procesión por las calles de Roma, la Papi sa se puso de parto y dio a luz delante del gentío. Imagina la escena: el trono dorado, las vestiduras de seda, toda la magnificencia del Gran Padre manchada y traicionada por la sangre humilde y la viscosa placenta de una madre. Enfurecidos por el espectáculo, los buenos cristianos de Roma arrancaron a la Papisa de su sitial, la ataron por los pies a la cola de un caballo y la lapidaron. Dicen que como recordatorio de ¡a infamia de Juana han erigido una estatua en el lugar de los hechos. También dicen que, desde entonces, se ha instituido un curioso ritual en el nombramiento de los Papas. Antes de la coronación, el Sumo Sacerdote se sienta en una silla de mármol rojo con el asiento agujereado y el cardenal más joven le palpa los genitales por debajo de la silla y a continuación grita: «Habet!». Que quiere decir «tiene», por si no lo sabes. Y los demás prelados contestan «Deo Gratias!», supongo que sintiéndose grandemente aliviados con la noticia.
– Es una historia terrible…
– Sí, lo es. Pero también es una historia de esperanza…, ya ves que las mujeres pueden ser tan sabias o más que los hombres, y gobernar el mundo de manera juiciosa… Además, también es posible que Juana no existiera… Es posible que toda la historia sea un invento de la Iglesia para que las mujeres no nos atrevamos a intentarlo…
– ¿A intentar qué?
– Ser Papas, o ser sabias, o ser poderosas… Las cosas están cambiando mucho, Leo. Hoy hay eruditas como Hildegarde de Bíngen, o reinas como Leonor… ¿Has oído hablar de ellas?
– No…
Nyneve resopla.
– Está bien. Mientras dure tu instrucción como guerrero, yo te voy a enseñar a leer y escribir… Además, no te vendrá mal para tu disfraz, porque ahora está de moda. Antes los hombres de hierro eran todos unos ignorantes, pero ahora se está extendiendo entre los caballeros la buena costumbre de aprender a leer.
Pero yo no me puedo quitar de la cabeza la historia de la Papisa.
– Nyneve…, ¿vamos a decirle al Maestro de armas que soy una mujer?
– Desde luego que sí. Estarás mucho tiempo muy cerca de él, y sin duda se daría cuenta.
– Pero entonces es posible que no quiera enseñarme a combatir…
– Lo dudo. Roland me debe favores, y, además, no está en condiciones de ponerse exigente ni de rechazar a ningún pupilo. No te preocupes de eso. Pero ahora vamonos: debe de faltar poco para que llegue la hora de completas y cerrarán las puertas de la ciudad con el toque de queda. Conozco una cueva cercana donde podemos guarecernos. No quiero pasar la noche aquí: ya nos hemos hecho demasiado célebres y me parece mejor no tentar la suerte.
– Espera, sólo una cosa más, Nyneve… Dime, he sacado la carta de la Papisa… ¿Eso qué significa?
– Es la carta de la ocultación, y también de la duplicidad. Eres tú, fingiendo ser quien no eres. Pero también es el poder y la caída, la fortuna y la desgracia. Veremos cosas maravillosas, mi Leola; pero aún no sé si acabaremos llorando.
El Maestro me desprecia porque soy mujer.
Aunque procede de buena cuna, el maestro Roland es un hombre tosco y áspero. En su juventud fue el escudero de un conde que, tras caer en desgracia con el Rey de Francia, fue despojado de sus propiedades y se echó al monte, convirtiéndose en uno más de los muchos nobles renegados, los temibles faydits, que asolan el mundo como bandoleros. El escudero se unió al destino de su Señor y durante muchos años fueron el terror de la comarca, hasta que un día Roland decidió abandonar la vida feroz y regresar calladamente a la normalidad. Nunca llegó a ceñirse las espuelas de caballero, pero sabe más de combatir que muchos guerreros afamados. Se gana la vida enseñando a pelear, pero su escuela es prácticamente clandestina porque él es un proscrito y su cabeza tiene un precio. Ahora mismo soy su único aprendiz.
– ¡Así no! ¡Levanta ese maldito escudo!… Por los clavos de Cristo, qué desastre…
El Maestro ruge y yo mastico tierra. Me he distraído, no me he cubierto a tiempo con el pesado escudo y el Maestro ha descargado un espadazo en mi hombro que me ha tirado al suelo. Usamos armas negras, sin filo y sin punta, pero aun así los golpes son terribles. Estoy llena de verdugones que Nyneve frota con aceite de árnica por las noches.
– Me maltrata a propósito. Quiere que abandone. No deberíamos haberle dicho que soy una mujer -le lloro a veces a Nyneve mientras me cura.
– ¿Y crees que no se hubiera dado cuenta? Tranquilízate y aguanta. Lo conseguirás. Lo importante es que tú confíes en ti misma. Te asombraría saber cuántas mujeres se han ataviado de varón e incluso han ganado guerras… Hace algunos años, una dama del Reino de Castilla, María Pérez, combatió en duelo singular contra Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón, y le venció. De resultas de esa gesta se ganó el sobrenombre de La Varona. Y si otras lo han hecho, ¿por qué no vas a poder lograrlo tú?
La escuela consiste en dos pobres cabañas y en un campo de entrenamiento y otro de justas. Nyneve y yo ocupamos la choza más pequeña; el Caballero Oscuro y el Maestro habitan en la grande. El Caballero Oscuro es un hombre aterrador y enorme a quien jamás he visto sin la armadura completa. Nunca dice nada: hasta ahora no le he oído pronunciar una sola palabra. Se limita a observarnos desde cierta distancia todo el día, sentado o de pie, quieto como una roca. No sólo posee unas dimensiones monstruosas: hay algo en él, en su falta de expresión, en la rígida manera en que se mueve, que resulta aberrante. Su yelmo lleva carrilleras y una larga placa sobre la nariz, de manera que el rostro queda oculto casi por completo. No le he visto los ojos: nunca se ha acercado lo suficiente, y yo no tengo la menor intención de aproximarme a él. Con sólo contemplarle de lejos ya me espanta.