Nos despojamos de nuestra envoltura metálica y nos quedamos en camisa. Ponemos a secar las gruesas almillas y frotamos cuidadosamente nuestras ropas de hierro con un bloque de grasa de oveja que el caballero ha sacado de una bolsa. El humeante fuego me irrita los ojos, pero va calentando mi cuerpo entumecido. El aguacero amaina y las gotas dejan de redoblar sobre la cubierta de nuestro refugio. En el renacido silencio de la noche se escuchan las voces de nuestros vecinos del bosquecillo. Están contando historias.
– Y entonces Merlín se enamoró de Viviana, que era joven y bella. Y como Merlín, además de ser mago, era a la sazón un viejo tonto, enseñó a la muchacha todas las brujerías que sabía, incluso los conjuros perdurables, que son los que no se pueden deshacer. Y un día Viviana, que fingía amarle, pidió a Merlín que construyera una cueva maravillosa, y que la llenara con todos los lujos de la Tierra. Yeso hizo el viejo tonto en su tontuna: creó la…
Un nuevo trueno ahoga las palabras del narrador.
– Un rayo seco, sin lluvia -comenta el caballero, mientras engrasa su yelmo-. Son los peores.
– … y cuando Merlín entró en la cueva, Viviana hizo su conjuro y le dejó ahí encerrado, dentro de la montaña, para siempre jamás.
Ya hemos terminado de adecentar las armaduras. El anciano recoge la grasa sobrante, la envuelve con pulcritud entre hojas verdes y la guarda en la bolsa. Se limpia las manos en la pechera de su camisa y reparte la comida: carne seca, queso, un puñado de pasas y un mendrugo de pan duro como las piedras.
– Cómete tú todo el pan. Yo ya no tengo dientes.
Devoro con hambre de lobato, como si no hubiera comido en toda mi vida.
– Es mi turno -dice una voz de hombre en el vecino bosquecillo-. Os voy a contar la historia del Rey Transparente.
El viejo guerrero se atraganta, tose, se demuda, pierde su tranquila gravedad.
– ¡No! ¡Detente, desgraciado, esa historia no! -ruge, medio ahogado.
Intenta ponerse en pie, pero tiene las articulaciones agarrotadas y no lo consigue. Parece fuera de sí y su miedo me asusta. No entiendo fo que pasa.
– Había una vez un reino pacífico y feliz que tenía un rey ni muy bueno ni muy malo… -está diciendo el vecino.
Un estallido blanco dentro de los ojos. Me he quedado ciega. Alguien me tira del cabello, de todos los vellos de mi cuerpo, mi piel parece quemar. Un estruendo espantoso. Aturdimiento. Llamas crepitantes. Algo está ardiendo: mis ojos empiezan a distinguir las cosas. Es uno de los árboles del bosquecillo. Un rayo. Ha caído un rayo sobre el árbol. Los comerciantes gritan aterrados. A la luz de las grandes lenguas de fuego les veo correr de acá para allá. Parece que todos están bien, incluso el hombrecillo que contaba la historia, que era quien se encontraba más cerca del árbol abatido.
– ¡Dios misericordioso! Hemos tenido suerte. Hubiera podido ser mucho peor -musita el guerrero.
– ¿Qué ha pasado?
– Ya lo has visto. Ha caído un rayo.
– Pero ¿por qué no debía contar la historia del Rey Tra…?
El caballero agita las manos frenéticamente:
– ¡Ssshhh, cállate, ni lo nombres! Hay cosas que es mejor no mencionar.
– Pero ¿por qué?
– Hay palabras malas que desbaratan el mundo.
Quisiera saber más, pero me contengo. La lluvia vuelve a redoblar sobre nuestras cabezas. Mejor: tal vez así se evite que las llamas se propaguen a los otros árboles. Los vecinos están recogiendo sus cosas apresuradamente. Les vemos partir ladera abajo en mitad de la noche, apiñados como ovejas. Nos hemos quedado solos. Lo lamento. Me siento un poco más indefensa. El mundo oscuro se aprieta alrededor, cargado de embrujos y misterios. Si por lo menos estuviera aquí mi Jacques. Él me abrazaría, me protegería, me contaría sus bonitas historias para tranquilizarme. Siempre ha estado en mi vida. No sé vivir sin él.
– Sigue comiendo, Leolo. ¿O debo decir Leola? El fuego va menguando. No creo que se extienda. Además, aquí no corremos ningún peligro.
Mastico lentamente las hilachas de carne.
– MÍ Señor…
– ¿Sí?
– ¿Podéis decirme vuestro nombre?
El guerrero suspira.
– Soy el señor de Ballaine. O más bien lo era. Hasta que mis hijos decidieron que era un viejo acabado y mi primogénito me arrebató el señorío. Yo preferí marcharme y no enfrentarme a ellos. No quise obligarles a que me mataran. Y si hubiéramos combatido, sin duda lo habrían hecho. Me habrían vencido. Los dos son buenos guerreros. Les he enseñado yo -dice con orgullo.
Luego se encoge de hombros y escarba con un dedo entre los pocos dientes de su boca, buscando una brizna de comida mal encajada. Al fin la atrapa, la saca, la mira de cerca y se la vuelve a comer.
– Además, es cierto que soy viejo.
– Pero sois muy fuerte y combatís muy bien. Acabasteis enseguida con los tres asaltantes.
– Ah, esos bribones… Eso apenas cuenta, eso fue muy fácil. Pero cada día estoy peor. Llegará un momento en que ni siquiera podré subirme al caballo. Si es que mi pobre y viejo Sombra no se muere antes.
Seguimos masticando en silencio otro rato, contemplando las llamas menguantes del árbol herido.
– No sobrevivirás mucho tiempo así vestida, Leo-la, si no sabes utilizar las armas que llevas. Tienes que aprender a combatir. Sé que las mujeres pueden hacerlo. Mi hermana lo hizo. Era bastante buena. Luego se casó con un bastardo y se murió de parto al cuarto hijo.
Una pequeña esperanza me sube a los labios:
– Mi Señor…, ¿no podríais enseñarme vos?
El hombre agita su cabeza despeluchada.
– No, no. Imposible. Te repito que estoy muy viejo. Y, además, eso iría en contra del propósito al que he consagrado mi vida. Ya te he dicho que todo caballero debe tener una empresa gloriosa que ordene sus actos.
– ¿Y puedo preguntaros cuál es vuestra empresa?
– Morir bien, hijita. Morir bien.
Despierto con el sol en los ojos. Debe de ser tarde: sé que he dormido un sueño profundo, placenteramente negro, inacabable. Las nubes han desaparecido y el cielo muestra ese tono blanquecino de los días de calor. Miro a mi alrededor: estoy en el refugio del anciano caballero. Sus cosas siguen aquí, sus alforjas, sus bolsas, pero él no está. Me levanto en camisa y salgo. Piso la hierba fresca con los pies desnudos: qué delicia. Me alivio detrás de unas rocas y luego me aseo con el agua de lluvia que ha quedado retenida entre las piedras. Al regresar al entoldado veo al señor de Ballaine: lleva puesta toda la armadura, menos en las manos y la cabeza. Está cepillando a Sombra. Me lo quedo mirando, con su calva afilada y las ralas greñas blancas todas alborotadas, y me asombra sentir tanta confianza, e incluso algo de afecto, por un hombre de hierro. Hasta ayer mismo, los guerreros siempre fueron mis enemigos. Gente peligrosa e incomprensible.
– Ah, ya estás de pie, Leola…
– He dormido muchísimo.
– Lo necesitabas. El sueño es la mejor cura para las heridas. Para todas las heridas. Para las producidas por el filo que corta, por!a punta que clava o por la palabra que envenena. Recuérdalo.
No me quiero ir de aquí. Me da miedo marcharle por los largos caminos, nuevamente sola y tan inútil. Peferiría quedarme algunos días con el señor de Ballaine y aprender un poco de lo mucho que sabe. Pero él no desea que me quede.
De modo que regreso al entoldado y me visto. El gambax se ha secado, al igual que las botas y la sobreveste. Me ciño el cinturón con las armas y ajusto el almófar. Lo hago todo despacio, muy despacio, porque no quiero irme. Pero al final vuelvo a estar cubierta de hierro de pies a cabeza. Salgo del refugio. El caballero me está esperando. Me mira de arriba abajo con ojo crítico.
– Ensúciate la cara con un poco de ceniza y tizne de la hoguera… Pasará más desapercibida tu inocencia.
Lo hago.
– Hasta que no sepas manejarte mejor, procura evitar los sitios muy poblados… Llevas armas muy buenas y eres un botín ambulante. Una riqueza fácil de robar.
Sus palabras me desesperan: ¿dónde, cómo voy a aprender a manejarme? ¿Por qué no quiere enseñarme a combatir? Siento que la ira se acumula en mi pecho. ¿Por qué este viejo loco desea que me vaya?
– ¿Por qué es tan importante la empresa que dijisteis?
– ¿Cómo?
– Morir bien, dijisteis. Ése es vuestro proyecto.
El caballero se pasa la mano por la cara, se frota los ojos con gesto cansado.
– Corren tiempos malos, Leola. Yo no he conocido otros, pero dicen que antes, hace mucho, existió un mundo diferente, un mundo de honor y de palabra, en el que los caballeros se sentaban juntos a la misma mesa y honraban a su Rey, el gran Arturo. Hoy los reyes son unos cobardes y los caballeros unos miserables. Hoy impera la codicia y las palabras valen tan poco como guisantes podridos. Hoy los lobeznos muerden a los lobos viejos, como han hecho mis hijos, y los ancianos son considerados animales inútiles y enfermos de los que uno debe desembarazarse. Pero yo sé que eso no es así. Yo sé que la vejez es la verdadera etapa épica del hombre, es la edad en la que los guerreros debemos librar nuestra batalla más gloriosa. No hay gesta mayor, no hay mejor proeza que saber envejecer y morir bien. Por eso he vestido mis armas, he cogido mi caballo y me he echado a los caminos. Vivo aquí y allá, retando a otros guerreros y socorriendo a necesitados, como hice ayer contigo, siguiendo las normas puras de la caballería. Vivo siendo yo mismo y dando lo mejor de mí aunque las fuerzas me vayan menguando cada día. Y seguiré así hasta que llegue mi último combate y muera vestido de hierro y con la espada en la mano, sabiendo que pese a tenerlo todo en contra no flaqueé. Porque es mucho más valiente el caballero que lucha sabiendo que va a ser vencido que quien cree que su vigor puede con todo. La vejez es la edad de la heroicidad, y yo he escogido ser un héroe. No te puedes quedar conmigo, Leola. No estoy dispuesto a ocuparme de ti y a cargar contigo. ¿Por qué debo hacerlo? No nos une nada y nada te debo. Búscate tu camino. Deseo de todo corazón que consigas llegar a esta vieja edad mía. A la edad de la gloria. Y que te la ganes. Mucha suerte, hijita. Que el Señor te acompañe.
Baja la cabeza el caballero después de su larga perorata y, sin mirarme, me entrega con rudeza una pequeña bolsa de tela. La cojo entre mis manos, pero antes de que pueda reaccionar, el señor de Ballaine da media vuelta, se mete en el refugio y se sienta de espaldas a mí. No hay nada que decir. No hay nada que hacer, salvo marcharse.