– ¿Y si pierdo? Ni siquiera tenemos bridón propio…, puede ser un desastre.
– Ya te dijo Roíand que nunca hay que pensar en que se puede perder. Ganarás, estoy segura. Esto es como jugar a los dados, Leo. Siempre hay que asumir cierto riesgo en la vida. Es más divertido.
Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media docena de animales, todos ellos añosos y cansinos. Nyneve empieza a parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay una yegua joven y robusta.
– ¿Y esa yegua? -pregunto, interrumpiendo la negociación.
El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.
– Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre… -dice mi amiga.
He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejamos unos pasos se vuelve hacia mí con gesto enfadado:
– ¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que puede imaginarse para un guerrero… Eso, y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.
– Lo siento… -balbuceo.
Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un mal penco fatigado, pudíendo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Miro hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran.
Nunca he visto un torneo y debo admitir que, a mi pesar, estoy interesada e incluso un poco emocionada. A mi lado, Nyneve arruga et ceño con gesto despectivo.
– ¡Qué cantidad de polvo! ¡Qué campo de justas tan inmundo! ¡Y qué personajes tan lastimosos!
El encuentro se celebra en una explanada de tierra a las afueras del pueblo, cerca de la torre del señor de Lou, que en realidad no es una torre, sino una morada rudimentaria y pobre, más parecida a una casa grande de labor que a un castillo.
– Ya me he enterado de todo: el señor de Lou era un pequeño vasallo de un noble, y acaba de conseguir su señorío casándose con una sobrina segunda de su antiguo patrono… -explica Nyneve.
Unos maderos sin cepillar clavados unos encima de otros hacen las veces de asiento para la muchedumbre. En las esquinas, unas cuantas banderolas blancas y verdes. El señor de Lou está subido a una tarima y encogido en un sillón, más que sentado. Es un hombre un poco jorobado y de rostro carnoso y aturdido. A su lado se encuentra la que debe de ser su esposa, una mujer flaca con expresión de remilgado disgusto.
– Y esa pareja de mediana edad que está detrás, con los rostros tan redondos como cebollas, son el cura de Lou y su mujer -dice Nyneve.
– ¿Su mujer? En Mende el cura no puede tener esposa…
– Oh, claro que no, mi Leo. Hace ya por lo menos un centenar de años que la Iglesia decretó el celibato, pero, ya ves, la mayoría de los curas de los villorrios siguen casados: el poder papal tarda en llegar a estos rincones… De hecho, ese clérigo ni siquiera debería estar aquí, porque el Santo Padre ha condenado y prohibido los torneos. Dice que son unas ferias detestables y ha dispuesto que los caballeros que mueran en una justa no puedan ser enterrados en sagrado. Pero no te preocupes, porque las órdenes militares han decidido desobedecer al Pontífice en este punto y siguen admitiendo en sus cementerios a los guerreros caídos en los torneos. No te quedarás sin enterrar.
Debe de ser una broma, pero yo no tengo ganas de reír. Está locuaz Nyneve: supongo que habla y habla para entretener la larga espera, para intentar disolver con sus palabras el peso de mi angustia. Para que me olvide de que mi rucio apenas trota y de que no creo ser capaz de ponerlo al galope.
– Tranquila. Recuerda que soy maga. Le haré un conjuro a tu caballo y volará como una golondrina sobre el campo.
Sus palabras no me serenan demasiado. Los contendientes estamos agrupados en un extremo de la explanada, junto a nuestros escuderos y criados. Llevamos mucho tiempo preparados, pero la justa no empieza: no sé a qué estamos esperando. Sólo somos diez y, quitando un par de ellos, ninguno tiene aspecto de auténtico guerrero. Las armaduras son malas o ridiculas, demasiado ornamentadas, de paseo, inútiles para la verdadera acción. Los caballeros caminan de acá para allá con grandes pavoneos por delante de los bancos de las damas, intentando atraer su atención. Pero ellas parecen estar más interesadas en los vendedores ambulantes de manzanas y de cerveza.
– Bueno, llamarles damas es mucho decir -continúa refunfuñando Nyneve-. Es el torneo más mísero y deplorable que he visto en mi vida. ¡Pero si sólo dura un día! Tenías que haber estado en Camelot, en las justas de la corte del rey Arturo. Eso sí que era un espectáculo grandioso. Los torneos se prolongaban durante dos semanas y asistían los guerreros más afamados.
Estoy empezando a acostumbrarme a las rarezas de Nyneve, pero esto es demasiado:
– No pretenderás decirme que tú sí has visto esos torneos…
– Más de una vez, en efecto.
– Todo eso sucedió hace cientos de años.
Nyneve ríe:
– Me conservo muy bien, eso es verdad… Pero sí, los he visto. Y los he conocido a todos ellos, a Arturo, a Ginebra, a Lanzarote, a Gawain… Los he tratado mucho más de lo que tú puedas imaginar.
Su boca sonríe, pero sus pequeños ojos negros están muy serios. Siento una punzada de emoción: ¿y por qué no? Todo el mundo sabe que las brujas existen, que los hechiceros no mueren, que hay personajes mágicos más allá de las leyes de la carne. ¿Por qué no va a ser Nyneve uno de ellos?
– ¿Y también conociste a Merlín?
Nyneve arruga la boca:
– Oh, sí, Myrddin…, por supuesto que he tratado a ese farsante.
– ¿Farsante? ¿Y por qué le llamas Myrddin?
– Ése era su verdadero nombre. Y no era mago. Era un bardo con una bella voz y con una notable habilidad para usar las palabras… Su gran acierto fue el de narrar por vez primera la historia de Arturo… Y la contó a su placer y su manera, tal y como él quiso. Se inventó la mitad.
Se puso a sí mismo como personaje y se reservó la parte mas brillante. Sí, nos conocimos bien. Demasiado bien, Y como al final las cosas entre nosotros se torcieron, Myrddin se vengó inventando para mí un papel infamante.
– ¿Para ti? ¿Dónde?
– Dijo que yo había engañado al gran Merlín; que había fingido enamorarme de él, para aprovecharme de su gran sabiduría. Que le había sonsacado con malas artes de mujer todos sus secretos de nigromante, y que al final le había encerrado para siempre jamás en el interior de una montaña por medio de un conjuro.
– ¡Pero eso lo hizo Viviana!
– Nyneve, Viviana, Niviana, qué importa… Tengo muchos nombres. Los nombres, como las verdades, dependen de quien los utiliza. De hecho, el éxito de su mentira me ha obligado a denominarme de otro modo. Pero mira, acaba de llegar una auténtica gran Dama…
En efecto, está haciendo su entrada en el campo una joven de alcurnia, acompañada con gran pompa por varios sirvientes y por un caballero armado de aspecto formidable. Me acongojo, pensando que el guerrero puede ser un nuevo contrincante. Pero no, custodia a la Dama hasta el estrado de honor y se queda a su lado, de pie, a modo de escolta. El señor de Lou y su esposa se han apresurado a levantarse, doblando la cerviz con obsequiosa pleitesía. El jorobado cede su sillón a la Dama y ordena traer otro asiento para él. La joven se acomoda con gesto displicente, sin hacer el menor caso a sus serviles anfitriones. Desde donde estoy, que es un poco lejos, parece una mujer hermosísima. Tiene el pelo negro como la tinta, ondulado sobre la amplia frente y recogido en un rodete en la coronilla. Lleva un espléndido traje de brocado de color marfil qU e pone un resplandor de perlas sobre su cara, y su estrecha cintura está ceñida por un cinto de oro. El señor de Lou se ha puesto de pie y ha levantado el brazo. Un golpe de sudor frío me sube a las sienes: sí, las justas van a comenzar. Sin duda estábamos esperando la llegada de la Dama. Suena una corneta. Dos de mis compañeros se encaminan al terreno de lucha.
– Ha llegado el momento del conjuro -dice Nyneve.
Acaricia la cabeza de mi rucio y le susurra inaudibles palabras en la peluda oreja. Luego saca un puñado de pajitas secas de la alforja y se las da a comer. El animal las engulle mansamente.
– ¿Para qué le das eso?
– Es un ofrecimiento propiciatorio, para captar la buena voluntad del caballo. Ya está. Correrá, te lo aseguro. Un bramido de la muchedumbre me hace mirar al campo: uno de los contendientes ha caído y el otro levanta triunfalmente la lanza. Estoy tan nerviosa que me he perdido el primer encuentro: ni siquiera lo he visto. En el sorteo me ha tocado salir en la segunda de las cinco parejas, de modo que es mi turno. Aprieto los talones contra los flancos del caballo y el animal da un nervioso respingo. -Espera, todavía no -me detiene Nyneve-. Aguarda a que toque la corneta.
Por fin suena la señal y mi contrincante y yo salimos lentamente al campo, conducidos por nuestros escuderos, que llevan los caballos de las bridas. Nos colocan a cada uno en nuestra marca.
– Quédate tranquila, tu enemigo es menos peligroso que un estafermo… -me susurra Nyneve antes de marcharse.
Al otro lado de la explanada, a una distancia que me parece enorme, está el caballero. Es uno de los más gruesos y de los más adornados; su armadura brilla demasiado y su yelmo tiene unas absurdas alas. Unas alas que ahora mismo parecen agitarse, dispuestas a volar. El toque que debe indicar nuestra acometida está tardando en sonar un tiempo infinito. Ahora que me fijo, verdaderamente las alas del casco se mueven demasiado. Y también la lanza se cimbrea de una manera extraña. En el silencio me parece escuchar un tintineo de lata. Un rumor comienza a extenderse por el público. Un rumor crecedero. Risas, algún grito. El caballero trepida sobre su caballo. Salen al campo sus criados y corren hacia él. Estalla un alboroto entre el gentío. Mi rival está temblando. Tiembla tanto que no puede sujetar la lanza erguida y el escudo repiquetea contra su pierna. Los criados le sacan del campo y le ayudan a descender de su bridón: el pobre hombre cae al suelo como un saco de nabos. Nyneve se acerca y toma la brida de mi rucio para conducirme fuera de la explanada.