– ¡Venid! ¡Unios a nosotros! ¡Por la gloria de Cristo! ¡Por la salvación de nuestras almas! ¡Por la liberación de Jerusalén!

Permanecemos impasibles mientras el río de la fe nos sobrepasa, pero mi corazón late con ellos: con su música celestial, con su unanimidad y su alegría, con su radiante y hermosa niñez. Así debe de ser Avalon, esta unión de los cuerpos y las almas, esta clara idea de lo que haces y de por qué lo haces. Y mientras tanto, ¿qué estoy haciendo yo con mi vida? ¿No debería consagrarla a Dios, al igual que ellos? La Cruzada de los Niños desaparece ya en la revuelta del camino; los últimos peregrinos se pierden bajo los árboles. La tierra ha quedado pisoteada, las matas tronchadas, el sendero borrado. Los cánticos se alejan. El mundo es un lugar vacío y sin sentido.

– Bien. Por fortuna han pasado de largo -dice el Maestro.

– Pobres desgraciados -dice Nyneve.

Sus palabras me encrespan:

– ¿Por qué pobres desgraciados? ¡Son mejores, más generosos, más puros que nosotros! Lo han dejado todo por seguir a Dios.

– No, Leola, no te equivoques. Lo han dejado todo por seguir a un loco. Han abandonado todo lo que tenían, que debía de ser bien poco, por una palabra mentirosa, por una promesa de salvación y de gloria divina, como si por el mero hecho de seguir al pastorcillo tuvieran resuelta la existencia y pudieran tocar el Cielo en la Tierra. Pero nadie puede resolver tu vida por ti, y para poder tocar el Cielo antes hay que morirse. Desconfía de aquellos que poseen más respuestas que preguntas. De los que te ofrecen la salvación como quien ofrece una manzana. Nuestro destino es un misterio y quizá el sentido de fa vida no sea más que la búsqueda de ese sentido.

Me ha dejado sin palabras porque no la entiendo. No sé qué contestarle y mi mudez me irrita.

– ¿Tú qué crees que va a suceder con ellos, Leo? -dice el Maestro suavemente-. Jerusalén está muy lejos y no creo que lleguen. En el camino morirán muchos y pasarán grandes penalidades. Y si por desgracia llegan, ya has visto cómo son: en su mayoría, niños sin armar. ¿Qué crees que harán los sarracenos con ellos? ¿Piensas que se dejarán convencer por sus salmos latinos? Hace años ya se organizó otra gran cruzada semejante. Yo les vi pasar, como ahora vemos a éstos. Igual de emocionados y de emocionantes. En aquella ocasión la predicó un monje llamado Pedro el Ermitaño y consiguió reunir a unas diez mil personas. Pues bien, después de sufrir muchas calamidades llegaron a Asia y allí los otomanos los degollaron y descuartizaron en una sola jornada. A todos. Dicen que la sangre corría como un río.

Esto sí lo comprendo. Me embarga la tristeza, porque quiero creer a los peregrinos. Pero no me atrevo a contradecir a Nyneve y al Maestro, Lamento ser joven e ignórame y no poseer palabras suficientes; pero sobre todo lamento no saber qué pensar. Mi cabeza bulle como un caldero al fuego.

Es una noche triste. Comemos sin hablar y luego me acuesto sola en el jergón mientras Nyneve se va a la cabaña grande, Intento dormir, pero el desasosiego me aprieta las entrañas. El rey Arturo, los Caballeros de la Mesa Redonda, los peregrinos de la Cruzada de los Niños, todos ellos han entregado su vida a una causa. Incluso el Maestro vive para su hijo. Era lo que decía el señor de Ballaine: es necesario comprometerse con un fin honroso. Con algo que engrandezca nuestras pequeñas vidas. Pero yo ni siquiera soy capaz de buscar a mi Jacques. Y ni siquiera sé dónde buscarle.

He debido de dormirme, porque Nyneve ronca junto a mí y por el ventanuco ya se cuela la claridad del día. Estoy sobresaltada. Algo me ha despertado, pero no sé qué es.

– ¡Abrid!

Es el Maestro: está golpeando la puerta. Me levanto atontada mientras Nyneve se despereza. Para mi sorpresa, la tranca está echada: nunca la ponemos. Tal vez Nyneve la colocó por miedo a que regresaran los peregrinos.

El gesto descompuesto del Maestro me asusta. Sus ojos color miel parecen negros y los surcos de su rostro enjuto son más hondos que nunca. Sólo viste la camisa y unos calzones.

– Guy se ha marchado. Se ha llevado mí caballo. Estoy seguro de que se ha ido detrás de los cruzados. Tengo que ir a buscarlo. Voy a prepararme.

Mientras se viste, Nyneve le llena una alforja con comida y yo le ensillo el viejo tordo. Regresa recubierto de hierro y con la espada al cinto. Su loriga es buena pero está muy gastada; algunos eslabones muestran melladuras y remiendos, las huellas de las antiguas heridas. Embutido en su armadura, con su cuerpo delgado y musculoso, el Maestro resulta un hombre imponente.

– Te esperaremos -dice Nyneve.

– Haced lo que queráis… En realidad tu instrucción ya ha terminado, Leo. Tal vez sea el momento de marcharos.

– Te esperaremos -repite Nyneve.

El Maestro cierra un momento sus ojos con pesadumbre:

– Tengo el presentimiento de que no vamos a volver a vernos… Pero quién sabe…

Se inclina un instante sobre el cuello de su caballo y roza con su dedo de hierro la mejilla de Nyneve. Y luego mete espuelas y se aleja colina abajo sin mirar atrás.

Le hemos estado esperando durante siete días. Pero esta mañana Nyneve se ha levantado con el rostro ensombrecido:

– Lo sé, no va a regresar. Es hora de que nosotras nos marchemos.

Hemos preparado unas alforjas con algunas provisiones, grasa de oveja, una lona encerada, una olla y las hierbas mágicas y curativas que Nyneve utiliza. Yo he guardado en el saco mi ropa de varón, camisa, jubón y calzas finas, y he vestido mi armadura. Nyneve se ha puesto su disfraz de escudero y ha cortado su abundante cabellera. Mientras lo hacía, descubrí con cierta inquietud que una de sus orejas está mutilada. Se las había arreglado para disimular la marca hasta ese momento.

– Tienes la oreja cortada…

– Es cierto. ¿Y qué?

– Es el castigo reservado a los ladrones.

– Te asombraría saber de cuántas maneras se puede perder una oreja, así como de cuántas maneras se puede acusar injustamente a alguien. Incluso también podría argumentarse que hay muchas maneras de robar, y que algunas están justificadas.

Una vez dicho esto, que, como suele suceder con Nyneve, es tan impreciso como si no hubiera dicho nada, mi amiga ha vuelto a cubrirse la cicatriz con sus rizos espesos. Hemos cerrado las cabañas lo mejor que hemos podido y nos hemos ido. Estamos yendo por el sendero polvoriento, por esa larga ruta que hasta hace muy poco me asustaba. Miro alrededor y respiro hondo: yo era otra, soy otra, alguien muy distinto a la indefensa Leola que llegó meses atrás a la escuela del Maestro. Ahora ni siquiera me tizno la cara para pasar más desapercibida. Ahora camino retadora, o más bien retador, dentro de mi nueva sobreveste azul, y los viandantes parecen reconocer esa diferencia que hay en mí. Me creen porque yo me creo. A mi lado, Nyneve acarrea todas las alforjas:

– Un caballero no debe llevar impedimenta.

Carga el peso con tanta facilidad que casi parecería cosa de magia, si no fuera porque su fortaleza es evidente. Con su cara ancha y sus manos cuadradas, resulta más convincente que yo como varón.

Hemos cubierto largas jornadas de camino, tranquilas y anodinas. A decir verdad, no sé hacia dónde vamos. Nyneve me dirige y yo no me atrevo a preguntar. Temo que su respuesta confirme lo que creo: que no vamos en realidad a ningún lado, que somos caballeros errantes, que hemos engrosado la variopinta marea de vagabundos que yo veía pasar, amedrentada, por delante de mí casa campesina. Atada a la tierra como estaba, siempre desconfié de esos inciertos personajes errabundos, saltimbanquis, turbulentos caballeros jóvenes, prostitutas, buleros, comerciantes, cómicos, clérigos oscuros, soldados de fortuna, frailes mendicantes, troveros, truhanes. Y ahora yo formo parte de ese río humano. Me inquieta, pero también me hace sentir una extraña ligereza que sube desde los pies al corazón. Sé que debería estar buscando a Jacques, pero esta ligereza me emborracha, igual que la áspera cerveza a la que me estoy aficionando. Pierdo la cabeza y el pasado se borra en la excitación de mi presente andarín.

Estamos entrando en Lou, un pueblo no muy grande en el que, sin embargo, reina una actividad inusitada.

Es día de feria y la plaza está repleta de vendedores. Muchos de ellos son comerciantes de armaduras, cosa sorprendente y poco usual en un villorrio de estas dimensiones.

– Estupendo. Vamos a ver si te encontramos el yelmo y el escudo -dice Nyneve.

Deambulamos entre los puestos, calibrando las piezas y preguntando precios. Todo el material que se ofrece es usado y de no excesiva calidad. Al cabo elijo un almófar y un casco que no son gran cosa, pero que resultan más ligeros y de tamaño más adecuado que los que llevo; además, el yelmo posee nariguera, lo cual contribuye a ocultar mi rostro. También he conseguido una adarga bastante buena, con la superficie abombada, como el Maestro decía. Entregamos mis piezas antiguas como parte del pago, pero aún tenemos que añadir siete sueldos.

– ¿Venís al torneo? -pregunta el comerciante.

– ¿Qué torneo?

– El del señor de Lou… Es la primera vez que se celebra.

Veo brillar el interés en los ojos de Nyneve y me echo a temblar: no puede ser que esté pensando en lo que creo… Pero mi amiga ya se ha lanzado a sonsacar todo tipo de información al vendedor. No, no es necesario presentar papeles heráldicos, es un torneo abierto. No, no es un combate á outrance, es decir, a sangre y con armas de verdad, sino a plaisance, con armas negras. Sí, aún estamos a tiempo de inscribirnos. Sí, podemos alquilar caballos y lanzas para la justa al fondo de la plaza, junto a la casa roja.

– Estás loca -le gruño a Nyneve mientras nos encaminamos hacia allá-. No pienso participar. Haré el ridículo.

– Te equivocas, mi Leo…, hemos tenido mucha suerte. ¡Es un torneo sin blasones! Todo torneo que se precie exige presentar documentos de nobleza, de modo que esto no es más que una pobre justa pueblerina. He estado en algunas y son lastimosas. Aunque debo reconocer que en ocasiones terminan siendo una verdadera carnicería, porque a veces se presentan los mayores bribones de la comarca y cometen todo tipo de tropelías.

Me detengo en seco. La nuca se me empapa de un sudor helado.

– Pero no te preocupes, porque por lo general son torneos de principiantes…, de burgueses tripudos que quieren jugar a caballeros y de jovenzuelos imberbes que apenas levantan la lanza del suelo. Vamos a inscribirnos: y, si veo que hay peligro para ti, nos retiramos. Puede ser un buen negocio para nosotras… Ya sabes que, además del trofeo, el vencedor se queda con las armas del vencido y, lo que aún es mejor, con su caballo.