XVI.
Me lo he preguntado con mucha frecuencia a lo largo de todos estos años, cada vez que presenciaba o descubría algo que me importaba mucho, cada vez que sentía rabia o entusiasmo por algo o abandonaba una opinión sostenida durante mucho tiempo o veía derrumbarse dentro o fuera de mí alguna de mis verdades más sagradas: qué habría pensado Pepe Rifón, cuál habría su actitud, cómo me habría juzgado, en qué medida y hacia dónde habría ido cambiando él también, cuánto se parecería a quien era a principios de la década, en el cuartel de cazadores de montaña de San Sebastián, cuando lo destinaron como nuevo escribiente a la oficina de la segunda compañía y nos hicimos instantáneamente amigos, y ya no dejamos de discutir acerca de todo y de disfrutar de la amistad hasta algún tiempo después de que nos licenciáramos.
He pensado muchas veces que lo más probable es que hubiéramos dejado de ser amigos: al marcharnos del ejército una parte de las cosas que más nos unían desaparecieron, no sólo la proximidad constante, sino también un cierto número de palabras y hábitos que al exagerar la identificación de quienes los comparten pueden sugerir afinidades engañosas. También yo cambié mucho más rápido de lo que seguramente él habría estado dispuesto a aceptar, no ya en los demás, sino en sí mismo, porque sus convicciones políticas eran mucho más precisas y más arraigadas que las mías, de una solidez inflexible, de un radicalismo que incluso entonces, en aquel tiempo de ideologías más firmes que las de ahora, me sorprendía por su integridad, y al principio hasta me hacía desconfiar y me daba algo de miedo: yo nunca había tratado a nadie que simpatizara abiertamente con ETA.
Su calma nunca alterada en el curso de una diatriba era la de quien descartó hace tiempo la posibilidad de la duda. A nadie aplicaba más estrictamente sus normas morales que a él mismo. Sus juicios políticos eran inapelables, de una fijeza en línea recta: como solía ocurrir, reservaba su desprecio más enérgico no para el enemigo frontal, el fascismo o el capitalismo, sino para las personas y las organizaciones de izquierda cuya tibieza él consideraba un signo de capitulación. La inteligencia y el sarcasmo, y también un instinto muy saludable de arraigo en las cosas reales, en la amistad y en los placeres de la vida, salvaban a Pepe Rifón de convertirse en un fanático, en uno de aquellos dañinos trostkistas y maoístas que a lo largo de los setenta habían exacerbado en la izquierda una tendencia universal al sectarismo y a la excomunión, y que en la década siguiente no tuvieron el menor escrúpulo en constituirse en intelectuales o ideólogos del PSOE, partido en cuyas jerarquías continuaron su vocación excomulgadora, sólo que ahora acusando de rojos más o menos a los mismos a los que llamaban revisionistas diez años atrás.
Uno de ellos era, en nuestro cuartel, el oficinista de la tercera compañía, un prochino con gafas y palidez eclesiástica que una vez nos citó con mucho misterio a Pepe y a mí para pasarnos unos panfletos a multicopista de lo que se llamaba entonces la Unión Democrática de Soldados (aún no habían empezado de verdad los ochenta: había muy pocas fotocopiadoras). Yo lo conceptué de simple cretino, por arriesgarse a un consejo de guerra guardando y difundiendo propaganda ilegal, soflamas de irresponsable mesianismo que animaban a la constitución en los cuarteles de soviets de soldados: Pepe, más resabiado y con más experiencia que yo, estaba seguro de que aquel oficinista era un chivato de la Segunda Sección al que habían encargado que nos tendiera una trampa.
Me explicó que en nuestra compañía, entre los soldados de nuestro propio reemplazo, había un grupo de confidentes que rendían cuentas a los sargentos Valdés y Martelo. A mí nunca se me había ocurrido pensar que soldados a los que yo conocía pudieran vigilarme: imaginaba, con una tendencia instintiva a las inexactitudes de la literatura, que los chivatos eran individuos desconocidos y exteriores, miembros de una especie de cofradía invisible, no soldados idénticos a mí que formaban a mi lado varias veces al día y se emborrachaban en el Hogar y gritaban ¡aire! al oír la orden de rompan filas. Pepe me señaló a algunos de ellos: Ceruelo, alias Ciruela, el homosexual pundonoroso y vindicativo de la compañía, que a mí hasta entonces me había resultado simpático; Martínez de la Cruz, un malagueño bronca y bocazas que se jactaba de haberse hecho una paja cada una de las noches que llevaba en el ejército, lo mismo en el campamento que en el cuartel, sobreponiéndose a pura fuerza de hombría al bromuro que según Radio Macuto se nos administraba en todas las comidas con la finalidad imposible de apaciguarnos la lujuria.
A mí siempre me engañaban las apariencias, pensé tristemente, viéndolo todo cada vez más siniestro a medida que Pepe Rifón me informaba de lo que hasta cierto punto yo también había tenido delante de los ojos: el capitán no era un oficial demócrata, o cuando menos descreído, sino un fascista tan peligroso como los sargentos o el teniente Castigo, sólo que más templado y con mejores maneras, sin la chulería legionaria y lumpen de los otros; no debíamos fiarnos de nadie, ni siquiera del brigada Peláez, que aun siendo un botarate no tendría el menor escrúpulo en sacrificarnos si obtenía a cambio algún beneficio.
Pepe me lo decía todo muy calmosamente, en voz baja, separando muy poco los labios, y no en el cuartel, donde temía siempre que nos espiaran, sino en los paseos por la Parte Vieja que enseguida empezamos a dar juntos, en las tabernas donde ya nos habíamos acostumbrado a beber con una velocidad vasca, a un ritmo itinerante: un pote de tinto bebido en dos tragos y cambiábamos enseguida de bar, sin apalancamos nunca en una sola barra, a la manera madrileña y andaluza.
Me decía nombres de chivatos y luego aludía con ecuanimidad y admiración al modo en que los etarras se deshacían de los traidores y los infiltrados. Yo me atrevía a comparar esos métodos con los de la Mafia, y entonces él se encolerizaba, aunque suavemente, dotado de esa extraña habilidad que tienen las personas del todo pacíficas y razonables para convertir el crimen en un accidente neutro y menor de la vida política. El verdadero terrorismo era la violencia institucional y metódica del Estado, que seguía manteniendo, bajo un simulacro de democracia formal, la misma policía y el mismo ejército de la dictadura; lo que sucedía en Euskadi era una guerra de liberación nacional, como la de Argelia en los años cincuenta, la de Vietnam del Norte y la de Nicaragua, que había acabado tan sólo unos meses atrás. Yo respondía que la violencia sanguinaria y metódica de los etarras acabaría encrespando del todo al ejército y nos devolvería al fascismo: él me recordaba la ilegalidad permanente e impune de la Guardia Civil y de la Policía, las torturas, la tolerancia y la segura complicidad del estado con los crímenes de la extrema derecha. Entonces, falto de argumentos o de ánimos para discutir, yo me callaba, y Pepe se me quedaba mirando con una sonrisa muy seria, como programática, apuraba su vaso de vino y esperaba a salir a la calle para hacerme una pregunta:
– ¿De verdad no crees que el sargento Valdés se merezca un tiro, no te alegrarías de que lo mataran? ¿Crees que él dudaría un momento en matarte a ti?
Pero estoy hablando de 1980, de lo que pensaba entonces alguien que lleva muerto doce años y a quien le fue negado el porvenir de madurez, de cinismo, de descreimiento o de gradual claudicación en el que todos los demás, los vivos, nos fuimos adentrando a lo largo de la década. Yo me pregunto siempre con una sospecha de remordimiento si he sido fiel a la amistad de entonces y si él aprobaría las cosas que he hecho y escrito a lo largo de estos años, pero tiendo a dar por supuesto lo que sin duda habría sido muy difícil, que él no hubiera cambiado, que hubiera mantenido invariable su marxismo-leninismo de entonces, su confianza práctica en la revolución cubana y en los países del Este. En el verano de aquel año, cuando empezaron a llegar noticias sobre las huelgas en los astilleros polacos y sobre el sindicato Solidaridad, él descartó velozmente cualquiera de las incertidumbres que a mí me sobresaltaban: aquellas huelgas, igual que los levantamientos de Berlín y Hungría en los años cincuenta y que la primavera de Praga, estaban alentadas y dirigidas por la CÍA y por el Vaticano. La legitimidad de las democracias populares no podía juzgarse por comparación con las formalidades de las democracias burguesas…
Lo más triste de los muertos, lo que más los aleja de nosotros, es también lo que nos hace sentir que continúan viéndonos y que pueden juzgarnos. La cara que petrifica la muerte, la fotografía congelada de una vida, se parecen a una especie de insobornable lealtad fantasmal. A diferencia de nosotros, los muertos no cambian ni envejecen, tan sólo se van desdibujando sin que nos demos cuenta, y esa inconsciencia con la que los vamos olvidando es el agravio más cruel, la impiedad más profunda que les infligimos.
Los muertos son lo que nosotros fuimos, los testigos traicionados, los portadores de una profecía que es la de aquello en lo que nos hemos convertido desde que ellos faltan. Pero también, si pudieran vernos ahora, es muy posible que no nos reconocieran: para crecer o para cumplir nuestra biografía huimos de nuestros muertos igual que a una cierta edad huimos de nuestros padres. Su fidelidad se la consagran a quien ya es un desconocido. Qué permanece de lo que yo soy si borran de mi vida todo lo que Pepe Rifón no pudo conocer, lo que me sucedió después de su muerte, a medida que pasaron los años y cambió el mundo y se me fue alejando el recuerdo del cuartel: en qué habría cambiado él, hacia dónde habría derivado. Era demasiado inteligente como para embalsamarse en el comunismo extraviado y fósil de los años ochenta, en las devociones rancias y los anacronismos empecinados y patéticos de una progresía residual cuyos últimos adeptos aún deambulan por ciertas calles y bares como fantasmas tristes o fugitivos de una reserva india. Pero también era demasiado honesto y tenía un sentido demasiado alto de la dignidad humana y de la justicia como para convertirse en un político profesional, en un triunfador o un negociante socialista, en uno de esos escualos con gafas de montura de metacrilato y trajes de Armani que saquearon la administración y conocieron sus días de máxima gloria en el final de los ochenta, que acabaron, por cierto, no en el último día de la década, sino el 12 de octubre de 1992.
Puedo imaginar la rabia creciente, el desengaño y el asco, casi las palabras que había dicho Pepe Rifón ante el espectáculo de la década que él no llegó a presenciar. Mi propia rabia, mi desengaño, el asco que puede seguir cada día creciendo, son en cierto modo herencia de los suyos, pues si nunca compartí la formulación política de sus ideales sí aprendí de él o recobré gracias a su amistad algo que casi había perdido en la confusión de aquellos tiempos, un sentimiento muy primario y muy fuerte de odio a la injusticia y de respeto y solidaridad hacia los débiles.