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XV.

Aún no se notaba mucho, ni en los cuarteles ni en la realidad, pero había empezado la década de los ochenta, al menos en los calendarios y en los escritos oficiales donde a continuación del obligatorio Dios guarde a V.E. muchos años Salcedo y yo mecanografiábamos la fecha, equivocándonos con frecuencia, poniendo todavía 1979, igual que nos equivocábamos, aunque con toda premeditación, en el encabezamiento de los oficios, cometiendo modestos sabotajes tipográficos que animaran el tedio de repetir siempre lo mismo. En lugar de Cazadores de Montaña escribíamos Catadores o Capadores, o Cazadores de Montana, errata esta última que era mi preferida, pues con la simple supresión de una tilde nos convertía casi en un regimiento de tramperos, y hasta nos atrevíamos a poner Sifilia 67 en vez de Sicilia 67, en la confianza, que el evangélico Matías nunca hubiera tolerado, de que nadie iba a leer lo que nosotros escribiéramos, nuestros copiosos oficios, informes y listas de soldados y de material, y menos aún nuestro superior inmediato en las tareas administrativas, el brigada Peláez, que apenas entraba en la oficina y se veía en la obligación de despachar o supervisar los documentos que nosotros le presentábamos los apartaba con un gesto rápido y disuasorio, exhausto de antemano, dándolos enseguida por buenos.

Una vez cumplida aquella tarea, que no le duraba mucho más de un minuto, el brigada Peláez ponía una expresión concentrada y reflexiva, encendía un cigarrillo y se acomodaba en el sillón para leer las listas de ascensos, traslados y condecoraciones que publicaba el Diario Oficial del Ejército, con la esperanza, siempre frustrada, de que su nombre apareciera en alguna de ellas, pero tampoco la lectura le daba para mucho, jamás lo ascendían ni lo trasladaban ni lo condecoraban, y él doblaba el diario y se frotaba las manos, maldiciendo el frío y la humedad de San Sebastián, y nos mandaba a Salcedo o a mí por cafés y copas de coñac, en virtud de un principio de saludable prudencia laboral o de equilibrio entre las obligaciones y el descanso que él resumía con un refrán de nuestro pueblo:

– En todos los trabajos se fuma. ¿Me ves la idea, paisano?

– Sí, mi brigada.

– Y tú, Salcedo, aunque no fumes, ¿me la ves también?

– Perfectamente, mi brigada.

Cada vez que nos explicaba algo o que decía una agudeza el brigada Peláez nos preguntaba si le habíamos visto la idea, que por el gesto que él hacía guiñando un ojo y señalando hacia arriba con su flaco dedo índice rubio de nicotina debía de ser una de esas ideas en forma de bombillas que se les encienden sobre la cabeza a los personajes de los tebeos. Me ordenaba que copiara una lista de altas y bajas en el almacén de vestuario, pero no contento con dictarme el nombre de la prenda y el número de unidades de que disponíamos se empeñaba en guiarme paso a paso en los pormenores de la mecanografía.

– A ver, paisano, escribe, a la izquierda, «gorras», entre paréntesis: «prendas de cabeza». ¿Lo has escrito ya? Bueno, pues ahora haces una línea de puntos, y luego escribes: treinta y siete. ¿Me ves la idea?

– Sí, mi brigada. Treinta y siete gorras.

– O lo que es lo mismo: prendas de cabeza.

Había empezado 1980, pero el brigada Peláez ni se enteraba, vivía en otra década, en los cuarenta o en los cincuenta, en la pobreza rural de la que había desertado para alistarse en el ejército y en los primeros años de su vida de soldado, en la penuria y en el miedo que le encanijaron el cuerpo y le modelaron para siempre el carácter, convirtiéndolo en un chusquero, en un pobre hombre corto de talla, de pecho y brazos débiles, que nunca había podido recobrarse del todo del raquitismo de la infancia ni de las hambres negras de su adolescencia cuartelaria. Tenía un aspecto como de otra época, como si no tuviera los treinta y seis años que acababa de cumplir, sino más de cincuenta, la cara chupada, de ojos vivos, desconfiados y húmedos, la barba escasa, el pelo ralo y como arratonado. Pero también tenía, cuando estaba tranquilo, cuando se ponía a gusto con un ducados y una copa de Magno, una expresión perfecta de bondad a la que él se complacía en agregar guiños pueriles de astucia, relumbres de su idea que compartía con nosotros, sus escribientes, como decía él, pero sobre todo conmigo, que para algo era su paisano, nacido en el mismo pueblo y casi en el mismo barrio, en la misma clase social.

Eran los ochenta, estaban empezando, pero ni el brigada Peláez ni nadie en el regimiento parecía haber notado su llegada, ni siquiera los miembros invisibles del servicio secreto que tal vez continuaban discretamente vigilándome, dado que aún no había transcurrido el plazo profiláctico de seis meses, y que de hecho aún me abrían de vez en cuando la taquilla, no fuera a ser que yo incurriese en el hábito de la propaganda ilegal, que era un anacronismo de los primeros setenta. Para el brigada Peláez, víctima de un traslado desde Andalucía que él consideraba tan vejatorio como una deportación, la década de los ochenta había empezado fatal, más o menos lo mismo que para la mayor parte de nosotros, si bien aquel era un comienzo falso, como de prueba, ya que las décadas, como los siglos, empiezan siempre con retraso, y se prolongan más allá de su terminación oficial.

En 1900, la reina Victoria y Jules Verne estaban vivos, y el siglo XX, que ya corría en los calendarios, no había empezado aún. El siglo XX, ya se sabe, empezó en 1914, con las matanzas industriales de hombres en los barrizales sangrientos de la Primera Guerra Mundial y con la introducción de los cascos de acero y del color caqui en los uniformes militares, que hasta entonces tendían a los rojos y azules de los casacones de opereta. El siglo XX empezó con la aplicación de los principios de la cadena de montaje a la fabricación de coches, de películas y de cadáveres humanos. Hasta entonces, las películas eran distracciones rudas de barraca de feria, los automóviles seguían pareciendo catafalcos o coches de caballos y los muertos, incluso los muertos de la guerra, eran muertos artesanales, de uno en uno, con nombres y apellidos, casi parroquianos de la muerte, como los parroquianos de las tiendas de ultramarinos.

Landrú, que actuaba en París durante la guerra europea, aprovechando una sobreabundancia excepcional de viudas con pensión, era un asesino como guardado en alcanfor, un donjuán calvo y bronquítico con pesadeces de cretona y de novelón victoriano, un contable mezquino del asesinato que apuntaba en un cuadernillo con las tapas de hule los beneficios ruines que obtenía envenenando, descuartizando e incinerando a sus víctimas. En 1918, cuando lo guillotinaron, Landrú era un hombre del siglo XIX. En 1980, casi todos nosotros, los jefes, oficiales, suboficiales y clases de tropa del regimiento de cazadores o capadores o catadores de montaña Sicilia o Sifilia 67, vivíamos todavía en la década anterior, salvo los que se habían quedado más atrás aún, en los sesenta o en los cincuenta, por no hablar de quienes respiraban el olor a rancho, a cárcel y a incienso de una posguerra acemilera y vengativa. ¿Sería tan retrógrado y tan polvoriento el ejército español porque al no participar en la guerra del 14 no había entrado a tiempo en el siglo XX? Tal vez entre todos nosotros el único que había entrado en los ochenta era la Paqui, que cruzaba el patio del cuartel moviendo las caderas como Marilyn Monroe, tirándoles besos a los soldados que rugían a su paso como si saludara en una apoteosis de vedette, instalado o instalada audazmente en una década de tolerancia y frivolidad que aún no había comenzado.

No era sólo otra década, era otra época en la que vivíamos, si uno lo piensa desde la distancia de ahora, lo mismo en los cuarteles que en el mundo exterior. No había ordenadores, ni cajeros automáticos, ni vídeos domésticos, ni enfermos de sida, ni diseñadores, ni divorcios, ni hornos microondas, ni chalets adosados. La idea que la mayor parte de nosotros teníamos de las computadoras procedía de aquella película ampulosa de Stanley Kubrick, 2001 una odisea en el espacio. Pedro Almodóvar era un auxiliar administrativo de la Telefónica que no había estrenado ninguna película, Juan Goytisolo era el héroe y mártir absoluto de toda disidencia gramatical, literaria o política, nadie había visto un cuadro de Miquel Barceló, casi nadie poseía o manejaba tarjetas de crédito, muy pocos intelectuales de izquierda, salvo Manuel Vázquez Montalbán, exhibían conocimientos gastronómicos.

Luis Buñuel, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Graham Greene y John Lennon estaban vivos. John le Carré acababa de publicar la más triste, la más enrevesada y sombría novela de espionaje, la culminación de George Smiley y de su propio talento de escritor. Yo me encerraba en la oficina para leer a gusto La gente de Smiley, y guardaba el libro en uno de los grandes bolsillos del pantalón de faena para apurar en su lectura cualquier minuto de escaqueo o de indolencia militar que se me presentara. Ni Gabriel García Márquez ni Camilo José Cela habían ganado el premio Nobel de Literatura. El nombre de Mijáil Gorbachov no le sonaba a nadie. Jorge Luis Borges viajaba por el mundo guiado por María Kodama y no sabía que iba a casarse con ella ni que moriría en Ginebra en 1986. Ronald Reagan no era presidente de los Estados Unidos y Felipe González, que no mandaba en nadie, se teñía de gris las sienes y las patillas demasiado pobladas en los carteles electorales. Pero Karol Wojtyla ya era Papa y Margaret Thatcher ya gobernaba en Inglaterra, y sin embargo nadie se daba cuenta aún del azote que iban a ser los dos para el mundo cuando la década arreciara de verdad.

El brigada Peláez y su mujer calculaban que hacia 1982 a él podrían darle el traslado a una plaza del sur, y que en menos de una década ascendería a subteniente. François Mitterrand no había ganado las elecciones en Francia y no parecía aún la efigie en cera de un cardenal francés o de un decrépito monarca absoluto. El ejército soviético llevaba varios meses en Afganistán. Leónidas Breznev era una momia con cejas de hombre lobo tan embalsamada como la momia de Lenin, pero movía débilmente los labios y agitaba la mano desde una tribuna con un temblor parecido al de la mano del general Franco en el palacio de Oriente. Las personas de izquierdas simpatizaban por igual con la revolución iraní y con la revolución sandinista. Nadie creía que el muro de Berlín fuera menos permanente que la cordillera de los Alpes ni que las dictaduras militares de América Latina se disolverían en corrupción, impunidad e ignominia al cabo de unos pocos años. Ningún profesor de instituto español con militancia sindical se había afeitado aún la barba ni imaginaba la posibilidad de vestir alguna vez camisas de seda ni de acudir a restaurantes de lujo en coche oficial. Ningún militante socialista había tenido aún en sus manos una tarjeta Visa Oro. Nadie de izquierdas fumaba otra cosa que Ducados ni veneraba fanáticamente más películas que las de Bernardo Bertolucci, hasta tal punto que muchos niños nacidos por entonces se llaman Olmo, en recuerdo del héroe de Novecento, que era un Gérard Depardieu de otra década y de otra época al que ahora nadie reconocería, un gañán joven y leñoso, con la mandíbula cuadrada y los antebrazos hercúleos de un héroe comunista, de un obrero en un grupo escultórico soviético.