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También ellos, los militares, respiraban miedo y claustrofobia, y el desequilibrio permanente entre sus fantasías verbales de heroísmo y la estrechez y la angustia de la vida real, entre las arengas de valentía de las que se alimentaban y el hecho nada heroico de que ganaban muy poco dinero y vivían encerrados en mediocres pisos de extrarradio, amenazados de muerte y dejándose matar, los sumía sin duda en un estado de enervamiento y alucinación, los empujaba a afirmarse en las certidumbres ilusorias pero inamovibles que aún poseían, que habían heredado de sus padres y de sus profesores y que transmitirían a sus hijos. Jamás sufrían la menor contaminación de desánimo ni de realidad, entre otras cosas porque no era muy frecuente que se aventuraran en ella: pertenecían a familias militares, habían vivido siempre en barriadas militares, habían ido a colegios donde todos los alumnos eran hijos de militares y desde ellos habían pasado a la academia militar, y cuando se casaban lo hacían con hijas de militares.

Su trabajo diario era una demorada representación teatral, una perpetua ceremonia. A las ocho en punto de la mañana se izaba la bandera en la puerta del cuartel, en un mástil más alto que los aleros y que las copas de los árboles, y mientras iba ascendiendo por la cuerda se oía el toque de homenaje, y todo el mundo, en el minuto largo que duraba la ceremonia, tenía que quedarse perfectamente firme, con la mano derecha en posición de saludo, y sólo podía moverse una vez que terminaba de sonar la trompeta. A las seis de la tarde, la guardia formaba en la puerta del cuartel, y el oficial de guardia la encabezaba en su desfile hacia el mástil, seguido por un soldado que llevaba un cofre abierto y forrado de raso. Sonaba la trompeta, la bandera empezaba a descender, y los soldados adelantaban los fusiles ante el grito de ¡A la bandera! Presenten… ¡Armas!, y de nuevo toda la actividad visible en el cuartel quedaba inmovilizada como por un conjuro, como esos reinos en los que el tiempo se detiene durante cien años. El oficial recogía la gran bandera roja y amarilla, la doblaba con un respeto litúrgico, la depositaba en el cofre, y el desfile se repetía de vuelta hasta el cuerpo de guardia: pero bastaba cruzar al otro lado del puente, al barrio de Loyola, para que nada de eso existiera, para encontrarse en otro mundo del todo ajeno a aquellas ceremonias y a aquella bandera, y cuando uno volvía a esa hora al cuartel y oía la trompeta y tenía que quedarse firmes y llevarse la mano a la sien en mitad de una acera lo veía todo menos ridículo que irreal, aunque la gente, desde el interior de los bares, se le quedara mirando con burla o malevolencia.

Aun a la luz del sol y en los días sin niebla bastaba mirar hacia el cuartel desde el otro lado del puente para advertir la fantasmagoría y la insularidad de aquel edificio con aleros mudéjares y torreones de ladrillo, con piezas de artillería decorativas e inútiles asomando sus cañones entre los árboles, con una bandera que a pesar de su tamaño y de la altura del mástil en el que ondeaba también tenía algo de bandera fantasma. Sólo al cruzar el puente se distinguía a los soldados de guardia, los que estaban apostados tras las verjas y entre los árboles, los que asomaban los ojos por las ranuras de las garitas: pero lo que fortalecía el cuartel, lo que irradiaba de sus muros, era la sugestión y la fuerza del miedo, el miedo de todos nosotros, el miedo particular y secreto de cada uno, el del centinela entumecido de frío que a las cuatro de la mañana temía dormirse y ser sorprendido por el oficial de guardia, el del capitán que revisaba todas las mañanas su coche en busca de una bomba o cambiaba el trayecto hacia el cuartel para evitar una emboscada, el del vecino de Loyola que imaginaba camiones y jeeps militares erizados de fusiles cruzando el puente en la noche de un golpe de estado.

Acaso era el miedo la fuerza verdadera que impulsaba aquella máquina a la que todos pertenecíamos y de la que todos formábamos parte, el impulso de gravitación que impedía que la vida militar se dispersara o sufriera un colapso, el miedo administrado a diario, igual que nos decían que nos administraban el bromuro en el campamento, repartido eucarísticamente en dosis reglamentarias, en soluciones químicas de diferente densidad, el miedo de los generales y el de los reclutas, el del sargento Martelo y el de los terroristas a los que soñaba con ejecutar, el mío y el del brigada Peláez, que me invitaba todas las mañanas a un café y a una copa de coñac y se olvidaba del tiempo acordándose de cosas de nuestro pueblo, preguntándome si conocía a gente a la que él llevaba años sin ver, contándome su llegada al ejército, a los dieciséis años, no sólo el miedo, sino el hambre de entonces, el hambre de la que huía al alistarse como aprendiz de corneta y la que encontró en los cuarteles sórdidos como internados de posguerra donde pasó su adolescencia.

Al brigada Peláez tampoco le hablé sobre el informe secreto, del que yo estaba seguro que no sabría nada, porque se vio desde el principio que entre los mandos de la compañía el pobre hombre era un cero a la izquierda. Habría sido inútil buscar apoyo en él porque el brigada Peláez aún me parecía más acobardado y vulnerable que yo. También él tenía miedo de todo, no sólo de un disparo en la cabeza o de una bomba terrorista, sino también de las arbitrariedades de sus superiores, de los embrollos administrativos, de cada uno de los peligros del mundo exterior, que eran infinitos y que a su juicio sólo se detenían en la puerta de su casa, cuando entraba en el piso diminuto que compartía con su mujer en una luctuosa barriada de Martutene y se ponía las zapatillas de paño y se tomaba una copita de fino mirando la televisión mientras ella le preparaba la cena, las frituras y guisos cuyo olor nada más ya lo consolaba de aquel destierro en el norte.

Pero el miedo estaba en todas partes, no sólo en las calles como túneles de Rentería ni en el barrio donde vivía entre la penuria y la clandestinidad el brigada Peláez, sino también en el centro mismo de San Sebastián, en los jardines con tamarindos que hay frente a la playa de la Concha, en el mediodía de la Avenida o del Bulevar, que tenían en las mañanas de domingo una claridad de lujo, un brillo de escaparates de tiendas de joyas o de pieles y de cafeterías con grandes ventanales donde las señoras donostiarras de mediana edad tomaban té y tostadas y sandwiches de jamón y queso después de la misa de mediodía en el Buen Pastor.

San Sebastián, en las mañanas dominicales iluminadas por un tibio sol de invierno, era una ciudad balnearia y burguesa, una ciudad de orden, de derechas de toda la vida, con su casino y su Sagrado Corazón en el pico del monte Urgull y aquel palacio gótico tudor con céspedes ondulándose frente a la bahía del que contaban que fue construido para endulzarle las nostalgias inglesas a la reina Victoria Eugenia. San Sebastián tenía como una calma de veraneo antiguo, monárquico y eterno, el veraneo heráldico de los años veinte y el de los veranos fascistas de la guerra civil, cuando los ricos de Madrid, en lugar de volver a la ciudad en septiembre del 36, como habían hecho siempre, prolongaron las vacaciones indefinida y perezosamente esperando a que Franco se la devolviera recién conquistada.

San Sebastián, el San Sebastián de la Concha, de la Avenida de la Libertad (antes de España), del Bulevar, era una ciudad con perspectivas arboladas y ambiciones francesas, con opulencias de repostería y de gastronomía, una postal algo desvaída de la costa azul en el Cantábrico, y uno se paseaba por ella vestido de soldado, con el tres cuartos y la gorra, con los bolsillos y el estómago vacíos, con un desamparo casi de clochard o de inmigrante magrebí.

Pero de pronto, en medio de aquella calma, de los domingos lujosos y católicos, con escándalo de campanas en la catedral y rumor de cucharillas, porcelanas y pulseras de oro en las cafeterías, el miedo irrumpía igual que una inundación, al principio invisible, difícil de advertir para quien no conociera la ciudad, para quien no estuviera acostumbrado a ciertos cambios bruscos que se producían en el aire. Era como una onda opresiva de silencio que se abatiera sobre la ciudad dejando vacía una acera o las esquinas de una calle. Se cerraban puertas, se oía un eco de cortinas metálicas, se quedaban desiertos los veladores de una cafetería. Era el aviso del miedo, la pujanza de su onda expansiva, las décimas de segundo entre el estallido de un relámpago y la llegada del trueno.

Sin darse cuenta, sin saber qué había ocurrido, uno se encontraba atrapado en medio de una contienda de pedradas, de botes de humo y de pelotas de goma, en una discordia de sirenas y gritos, de vidrios rotos y golpes secos de disparos, y la humareda negra de una barricada de neumáticos daba una opacidad de eclipse a la mañana de domingo. Me acuerdo de los autobuses atravesados en los puentes del Urumea y de las siluetas veloces y jóvenes que se tapaban las caras con pañuelos negros y volcaban latas de gasolina sobre las ruedas y las carrocerías para levantar luego murallas de fuego y humo negro contra el avance de los furgones policiales. Saltaban de ellos los policías antidisturbios, con los uniformes marrones que llevaban entonces, algunos protegidos por cascos y escudos y otros a cuerpo limpio, con boinas ladeadas, con las guerreras abiertas, con pañuelos de colores fuertes al cuello, avanzando con el fusil de arrojar pelotas de goma apoyado chulescamente en la cadera, disparando contra cualquier cosa, histéricos de furia y de miedo, apuntando hacia las siluetas embozadas que les lanzaban piedras o hacia los balcones donde les parecía distinguir la figura de alguien. Solían llevar el pelo inusitadamente largo aquellos policías, y los que no se habían dejado barba tenían anchas patillas que les llegaban a la altura de la boca, y que acababan dándoles, junto a los pañuelos rojos o verdes y las camisas abiertas, un aire temible de bandolerismo.

Yo corría sujetándome la gorra para no perderla en la contienda y las piernas se me enredaban en los faldones del tres cuartos, me aplastaba contra una pared, me escondía en un portal abierto, y el olor del humo y el escándalo de las sirenas y de las consignas, la opresión en el pecho, el sobresalto del corazón, me devolvían al miedo de la primera y única manifestación ilegal de mi vida, al espanto de verme esposado en el interior de un furgón, esposado y sangrando por la nariz, mirando hacia la calle a través de una celosía de alambre.

Al cabo de unos minutos, confiado en la duración del silencio, abandonaba mi refugio y los encapuchados y los antidisturbios ya habían desaparecido, pero casi nadie se aventuraba aún en la avenida desierta, y entre los veladores volcados de una cafetería quedaban vidrios de vasos y de botellas rotas. En el aire flotaba todavía un residuo de pólvora y de gas lacrimógeno, y en la perspectiva afrancesada y dinástica de un puente fin de siglo seguía ardiendo un autobús con llamas rojo oscuro y humaredas densamente negras que nublaban el sol.