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XIII.

Quiero acordarme de la textura peculiar del miedo, de su cualidad del todo física, a la vez una punzada como de vértigo o de náusea y un peso sobre la respiración, una suma instantánea de todas las formas del miedo a la autoridad que uno había conocido en su vida, en su infancia escolar y franquista, el estremecimiento en la nuca una décima de segundo antes de que un cura me golpeara en ella con los nudillos secos y cerrados como un garfio, el sobresalto de oír pasos y cerrojos viniendo por el corredor de un sótano de la Dirección General de Seguridad, el terror ante la posible irrupción nocturna de la policía en un piso que compartí con militantes comunistas en el siniestro invierno entre 1976 y 1977, cuando había empezado a llegar la libertad sin que se retirase todavía la dictadura y vivíamos en una confusión turbia y asustada, en oscilaciones de alegría en el fondo cobarde y aluviones de pavor, de oscuridad y de sangre.

De nuevo habitaba yo en aquella clase especialmente afilada del miedo, lo respiraba como un aire muy enrarecido, el aire rancio de las dependencias militares que la Constitución de 1978 ni siquiera había empezado a ventilar, igual que nadie había cambiado aún los escudos en las banderas, que seguían luciendo el águila negra del franquismo, ni descolgado los retratos de Franco ni los carteles con su testamento, ni modificado la leyenda escrita con letras doradas en el monolito, Caídos por Dios y por España en la Cruzada de Liberación Nacional.

Faltaban unos días para que empezara la década de los ochenta, tan trepidante y celebrada luego, pero en alguna oficina militar de Burgos con muebles viejos de madera, tampones de almohadilla y retratos sepia del general Franco alguien había recibido y enviado luego una información secreta que concernía a un estudiante detenido en marzo de 1974 en la Ciudad Universitaria y encerrado durante algo más de cuarenta y ocho horas en una celda de la DGS. Pero la militancia antifranquista que seis años después me deparaba aquella notoriedad confidencial en el ejército había durado aproximadamente unos veinte minutos, los que transcurrieron entre el comienzo de la primera manifestación ilegal en la que participaba en mi vida y el momento en que fui tundido a golpes y amontonado junto a otros estudiantes en el interior de un autocar gris que tenía las ventanillas cubiertas por una celosía de alambre.

Me tomaron las huellas digitales, me hicieron fotos de perfil y de frente en un sótano con azulejos, me quitaron los cordones de los zapatos, el cinturón y el reloj antes de encerrarme en una celda casi a oscuras, hasta la que llegaban, por una tronera enrejada, los gritos de los vendedores de lotería y los pasos de las mujeres que taconeaban en la acera de la Puerta del Sol. Me interrogaron con más desgana que sadismo policías con gafas oscuras y trajes marrón claro, me soltaron dos días más tarde tan sin preámbulo como me habían detenido, después de inocularme un pavor que me duró mucho más que la dictadura, y que me inhabilitó para conspirar seriamente contra ella; la primera manifestación ilegal a la que asistí fue también la última, y mis raptos más febriles de antifranquismo se ciñeron desde entonces al ámbito inocuo y no muy arriesgado de la imaginación, de las conversaciones con amigos y de las asambleas tumultuosas y disparatadas de la Facultad: que el servicio secreto del ejército, a finales de 1979, me considerara un elemento potencialmente peligroso no sé si atestiguaba su aterradora omnisciencia o su desatada estupidez.

Pero no era posible entonces una ironía que me entibiara el miedo, la sensación súbita de que me vigilaban, de que todo se me hacía hostil de nuevo, la dificultad de respirar, viendo aquella hoja mecanografiada sobre la mesa del capitán, con el sello melodramático y rojo de alto secreto, sello que al capitán, por cierto, no debía de impresionarle mucho, pues no se había molestado en guardar bajo llave el informe, como si se hubiera olvidado de él nada más leerlo: el sobre que lo contenía, con el lacre abierto, también estaba encima de la mesa, todo lo cual le mereció a Salcedo un comentario terminante sobre la eficacia del espionaje militar español:

– Te cagas.

Sin tocar nada salimos de la oficina del capitán y la cerramos con llave. Era mejor no contarle nada a Matías, me dijo Salcedo, ni a nadie, seguro que aquello no tenía importancia, que el capitán no haría ni caso, bastaba ver el descuido con que había dejado el informe encima de la mesa y se había marchado sin echar siquiera la llave. El capitán era un hombre alto, delgado, con barba, con una expresión nada agresiva o soberbia, con largos apellidos que lo vinculaban a las castas más privilegiadas de la oficialidad y de la diplomacia. Yo había observado que pedía las cosas por favor y que daba las gracias, sin duda en virtud de esa buena educación cuyas maneras de respeto hacia los subordinados proceden de una conciencia indisputada y absoluta de superioridad.

Los que me daban más miedo eran los otros, el teniente Postigo o Castigo y los sargentos, Martelo y Valdés, que entraban siempre tan bruscamente en la oficina, como queriendo sorprenderme en algo, que registraban con cualquier pretexto mis cajones y que según supe muy pronto eran quienes me habían reventado la taquilla, buscando qué, me preguntaba, qué podían imaginarse que introduciría yo clandestinamente en el cuartel y escondería en ella. En sus miradas habituales de desdén ahora descubría un matiz de vigilancia y amenaza: ten cuidado, parecían decirme, ahora sabemos quién eres.

Yo era, o volvía a ser, lo que había sido como tantos otros, un huésped y un rehén del miedo, de un miedo inmediato y práctico, recobrado, irrespirable, el miedo de los recuerdos y el de la imaginación agudizado por los rigores inhumanos del Código de Justicia militar, que permitía a los mandos disponer de nosotros casi tan impunemente como de los súbditos de una tiranía asiática. Cualquier cosa podía ser considerada insubordinación, y bastaba la palabra de un superior para arrojarlo a uno a un calabozo inmundo o al espanto de un consejo de guerra. Era mentira la desahogada lentitud que aparentaba la vida en el cuartel, pensaba yo ahora, sintiéndome espiado y amenazado, acordándome de aquella frase, discreta vigilancia durante seis meses: cualquier paso en falso o equivocación mínima, cualquier apariencia de indisciplina, podían hacer que el mundo se trastornara a mi alrededor, igual que ya les había ocurrido a otros; el ejército era una maquinaria de un herrumbroso anacronismo y de una lentitud mineral que seguramente no habría podido ganar ninguna guerra, pero que podía aplastarlo y triturarlo a uno bajo la pura inercia de crueldad de sus normas. Por las tardes, hacia las seis y media, salían un rato al patio los castigados al calabozo, barbudos, muy pálidos, con una palidez blanda y como húmeda, arrastrando los pies, con los uniformes muy sucios, las guerreras desceñidas y las botas sin cordones, vigilados de cerca por soldados de guardia que esgrimían los cetmes en dirección a ellos: al menor gesto sospechoso tenían orden de disparar.

De un soldado vasco de la compañía contaban los veteranos que estaba preso en un castillo militar por culpa del sargento Valdés. Muerto de sed, durante unas maniobras de verano en Jaizkibel, el soldado se había salido de la formación unos segundos para beber de un botijo, y el sargento Valdés, de un puñetazo, se lo había roto en la cara. En un acceso instintivo de ira el soldado había alzado el puño contra el sargento, sin llegar a tocarlo: el consejo de guerra lo había condenado a un año de cárcel por agresión grave a un superior. Cuando lo cumpliera tendría que continuar en el cuartel los meses de mili que le faltaban en el momento de su arresto, durante los cuales lo humillarían y lo vejarían con más saña que antes y lo seguirían amenazando con una nueva prolongación de la mili.

Eso era tal vez lo que daba más pavor, la posibilidad de que el tiempo por algún motivo se dilatara o se detuviera volviendo vanos nuestros cálculos, nuestra paciencia, las tachaduras que cada noche hacíamos en los almanaques, los rectángulos de los meses ya cumplidos furiosamente aniquilados con tinta, como para prevenir su regreso. Entre los atributos de la autoridad militar se contaba también el de detener el paso de los días, y cuando a los veteranos les faltaba poco para licenciarse los sargentos y el teniente practicaban con ellos una forma particular de chantaje que consistía en amenazarlos con arrestos que les impedirían marcharse junto a los demás: en el último día, en las últimas horas, imaginaba uno, la angustia habría de ser tan insoportable como la necesidad de no manifestar abiertamente la alegría de estar a punto de irse de allí para siempre. Un minuto antes de salir con permiso a uno podía sobrevenirle un castigo, y esa noche, en lugar de en el tren, la pasaría en el calabozo o en los bancos de la prevención. Todo podía quebrarse, lo mismo mi destino de oficinista que la democracia española, casi a diario estallaban bombas y eran asesinados militares, policías y guardias civiles, se hablaba en los periódicos de la inminencia de un estado de excepción, de una nueva sospecha de complot militar, siempre desmentida por el gobierno, siempre renovada al cabo de una semana o de un mes. La irascible tensión física y la violencia mal dominada de los sargentos de la compañía eran para mí la forma visible de un peligro demasiado cierto como para no consumarse en desastre. Al general gobernador militar lo habían matado de un tiro en la cabeza el verano anterior mientras caminaba de paisano bajo las farolas blancas del Paseo de la Concha. La planta baja del gobierno militar estaba protegida con sacos terreros, y los soldados que hacían guardia en la puerta iban sin armas, para que no se las robasen a cara descubierta los gudaris de la goma dos, como ya había ocurrido varias veces, para desgracia de aquellos soldados, a quienes la mala suerte de estar de guardia durante la hazaña de los etarras les había costado un consejo de guerra.

Furgones blindados de la policía por cuya portezuela trasera asomaba el cañón de un fusil recorrían lentamente en fila las avenidas burguesas de la ciudad. Los oficiales llegaban al cuartel vestidos de paisano, y procuraban que en el vecindario donde vivían, si no era de casas militares, nadie supiera a qué se dedicaban. Si tenían que desplazarse a otras instalaciones del ejército lo hacían en convoyes con escolta: al bajarse del coche los rodeaban soldados con subfusiles y cetmes. Casi todos ellos habían sido enviados forzosamente al País Vasco y es probable que contaran los días que les faltaban para irse con la misma avidez que nosotros. Casi todos, salvo unos pocos que habían pedido aquel destino en el norte, por impaciencia de ascender o por heroísmo o por chulería o desesperación: Martelo y Valdés estaban allí voluntarios, desde luego, con dos cojones y a mucha honra, según solían repetir, y cada vez que el periódico traía la noticia de un atentado maldecían y juraban que si a ellos los dejaran con las manos libres iban a salir ahí afuera y a matarlos a todos, no sabía uno si a todos los terroristas o a todos los vascos, o incluso a todos los civiles, porque Valdés y Martelo habitaban un heroísmo imaginario que excluía del honor o de la simple decencia a quien no llevara uniforme, una valentía entre deportiva y etílica, de exhibición de musculaturas y de armas de fuego en los desfiles de los viernes y en las barras acolchadas de los bares de alterne.