XI.
Una mañana de niebla, en Jaizkibel, durante la formación posterior al desayuno, fue leído mi nombre, y al oírlo me dio el corazón un vuelco, de ansiedad sobre todo, porque a aquellas alturas yo ya no creía que me fueran a seleccionar para ningún destino, aunque había escrito muy rápido y con muy pocas faltas en la prueba de mecanografía que hicieron recién llegado al cuartel, y aunque muchas veces, en todos los formularios que llenaba, repetía mi titulación superior, el número de mis pulsaciones en la máquina, el catálogo exagerado de los idiomas que hablaba.
También rellenábamos, con igual frecuencia, misteriosos tests psicológicos, en los que se nos solicitaba que averiguáramos secuencias de fichas de dominó o que atribuyéramos significado a vagas manchas de tinta, y yo temía siempre que de mis respuestas se dedujera algún maleficio para mí, un testimonio sobre las inestabilidades ocultas de mi carácter, sobre mi ateísmo o mis ideas políticas. Más que nunca comprobaba mi convicción antigua de las afinidades entre la Psicología y la Policía: en los formularios de test, junto a las preguntas de apariencia neutra, se ofrecían tres posibilidades a cuál más baladí, pero al tachar con el bolígrafo uno de los tres cuadritos en blanco yo siempre tenía la sospecha de haber elegido la opción más funesta, y de haber firmado con aquella cruz la prueba irrebatible de mi imbecilidad o la exacerbación de mi infortunio. Imaginaba insomnes psicólogos y grafólogos militares escrutando mis respuestas y deduciendo de ellas lesiones cerebrales o rebeldías o instintos conspiratorios, y como después de la primera prueba de mecanografía nadie me comunicó ningún resultado supuse que mi mala suerte y mi pusilánime activismo político en la universidad se aliaban para negarme el destino ansiado de oficinista y arrojarme sin remisión al pozo más negro de la mili y de San Sebastián, la segunda compañía, en la que por lo pronto, aunque de manera provisional, aseguraban, me habían encuadrado.
Inesperadamente, en Jaizkibel, a las nueve de la mañana, entre la niebla fría de diciembre, que borraba el paisaje de las montañas y el mar y afantasmaba los volúmenes de los barracones y las siluetas de los soldados inmóviles, un cabo primero dijo mi nombre y me ordenó salir de la formación, y los demás soldados me miraron de reojo, con una mezcla de alivio y de curiosidad, como se mira a quien va a ser castigado o excluido sin que se sepa aún por qué. Me latía muy fuerte el corazón y me temblaban las piernas cuando fui conducido al barracón de los oficiales. La mera proximidad de aquellos hombres nos amedrentaba, sobre todo en el espacio que sólo pertenecía a ellos, y que para nosotros tenía algo no sólo de prohibido, sino también de remoto, como las expresiones de sus caras o la altivez de sus modales: aquella manera, por ejemplo, de mirar hacia un punto más bien elevado del aire, de modo que sus pupilas nunca se encontraban del todo con las de un inferior, aunque se cruzaran fugazmente con ellas.
Al entrar en la barraca prefabricada donde un oficial me estaba esperando me quité la gorra, según prescribían las ordenanzas, sosteniéndola sobre el brazo derecho, doblado a la altura del codo, en ángulo recto con la vertical de mi figura. Me cuadré, la barbilla alzada, apretando las mandíbulas, los talones juntándose sonoramente, pero no tan fuerte como para que el capitán que había sentado detrás de una mesa, fumando abstraídamente un cigarrillo, se volviera hacia mí o diera alguna prueba de haberme visto. Antes de hablar me aclaré la garganta:
– A la orden de usted, mi capitán. No dijo nada, siguió mirando hacia afuera, por el cristal medio empañado, apartando exageradamente de la cara la mano que sostenía el cigarrillo cada vez que le daba una calada, como si en realidad le molestara el humo y sólo fumara por sentido del deber. Tenía una cabeza más bien pequeña, pero de ángulos muy poderosos, con la nariz curva y afilada y los pómulos agudos, la frente calva y la nuca alta y rapada, y el cuello musculoso y muy ancho en proporción a la cabeza. Sobre la mesa, delante de él, había algo que parecía un expediente, y en un carrito metálico, contra la pared, una máquina de escribir portátil. Afuera sonaba el toque de llamada, y los soldados corrían a formar con los cetmes al hombro. Por primera vez lograba escaquearme de algo. Hacía calor en aquella oficina, sobre todo viniendo de la intemperie helada y sabiendo que iba a volver muy pronto a ella: el capitán tenía cerca de los pies una pequeña estufa eléctrica. Sin darme cuenta debí de relajar mi postura, porque mis aptitudes para la marcialidad eran muy limitadas, y porque el capitán no parecía reparar en mi presencia. Pero justo entonces se volvió hacia mí y detuvo la mirada no exactamente en mis ojos, sino un poco más arriba, tal vez no más de unos milímetros.
– ¿Te he ordenado descanso?
– No, señor -volví de golpe a la posición de firmes, sin reparar en que había cometido otro error, y no pequeño. Por equivocaciones menos graves lo arrestaban a uno.
– «No, mi capitán» -me corrigió-. En el ejército no hay señores.
– No, mi capitán -repetí: la barbilla alzada, el codo contra las costillas, el brazo derecho en ángulo recto, la visera de la gorra hacia afuera, justo encima de la palma de la mano-. A la orden, mi capitán.
– Descansa.
– A la orden.
Las piernas ahora separadas, las manos juntas a la altura del vientre, la derecha apretando la izquierda, nunca al revés: también, me acuerdo ahora, el pie derecho tenía que estar un poco más adelantado que el izquierdo, detalle éste que durante las formaciones del campamento los instructores solían encargarse de recordarnos a patadas. El capitán tiró al suelo el cigarrillo y lo aplastó con el tacón de la bota, y luego se puso en pie y dio unos pasos hacia mí, mirándome a los ojos, aunque no a la altura que a mí me habría permitido devolverle la mirada, esquivando los míos. En la mano derecha sostenía un papel en blanco.
– ¿Sabes escribir a máquina?
– Sí, mi capitán.
– Pues demuéstramelo -señaló hacia la máquina de escribir, tendiéndome la hoja en blanco.
– A la orden, mi capitán.
Tenía las manos ásperas, rojas y torpes por el frío, endurecidas por los ejercicios con las armas. Aquellas manos de uñas sucias que habían empuñado un fusil y una pistola y manejado una granada no eran del todo las mías, y el nerviosismo me las volvía aún más ajenas, pero era preciso que recobraran su antigua habilidad, su rapidez en el teclado, y al apoyarlas sobre él, después de haber introducido la hoja de papel en el carro, mientras esperaba a que el capitán me diese la orden de empezar a copiar un decreto o una lista de ascensos o condecoraciones del diario oficial del ejército, reconocí en ellas un gesto antiguo de expectación tensa y gusto de escribir. A través de mis manos, del tacto de las yemas de mis dedos sobre las teclas de aquella máquina, me reconocía o me recobraba en parte a mí mismo.
El capitán, en pie detrás de mí, mirando el carro y el papel por encima de mis hombros, dijo ya, como si diese la señal de salida en una carrera, y yo me puse a copiar y me olvidé de todo, o fueron mis manos y una parte automática de mi inteligencia las que emprendieron por su cuenta aquel ejercicio de mecanografía, aquel galope asustado y furioso de los dedos que saltaban sobre las teclas al mismo tiempo que mis ojos leían sin comprender nada las palabras y los nombres escritos en el diario oficial.
Detrás de mí el capitán fumaba y observaba, con el humo del cigarrillo subiendo a un lado de su cara de cera, y al cabo de no más de un minuto dijo basta y yo separé las manos del teclado y las posé en el filo de la mesa, mirando el folio que no había completado, descubriendo tachaduras, equivocaciones y faltas, notando todavía un cierto temblor en las puntas de los dedos.
Me puse de pie, me hice a un lado para que el capitán se acercara sin rozarme a la máquina, lo vi arrancar la hoja del carro con una especie de brusca exactitud y revisarla muy de cerca, aunque sin comparar lo escrito por mí con el modelo del diario. Ahora pienso que le habría correspondido llevar un monóculo: me doy cuenta retrospectivamente, o tan sólo lo imagino, que aquel capitán afectaba una distinción austrohúngara, una suficiencia como de deportista de los tiempos en que sólo los aristócratas y los militares de carrera practicaban deportes. Había al mismo tiempo en su cara una lisura de cera y una dura angulosidad de pedernal. No me dijo nada, no manifestó satisfacción ni fastidio, y si me miró directamente a los ojos al ordenarme que me fuera la mirada duró menos de una fracción de segundo.
Unos días más tarde, ya de regreso en el cuartel -después de los barracones y del frío de Jaizkibel el cuartel era de pronto un hogar recobrado-, mi nombre fue pronunciado de nuevo al final de la lista de retreta, y yo temí que fuera para comunicarme un castigo por alguna falta que desconocía haber cometido, o para asignarme una de aquellas tareas humillantes que según el folklore soldadesco se ganaban sin remisión los que decían poseer estudios o saber mecanografía o idiomas.
Llovía mucho esa noche, como tantas de aquel invierno y de los meses que le siguieron, y estábamos formados bajo los soportales, amontonándonos los unos encima de los otros, casi en la oscuridad, oyendo apenas, por el ruido de la lluvia y el ronroneo irrespetuoso de los veteranos, los turbulentos bisabuelos, la voz del sargento de semana, que después de pasar lista leía los servicios y los arrestos. A mí me ordenó más bien amenazadoramente que no me marchara después del rompan filas, así que cuando los demás gritaron aire, como todas las noches, y salieron corriendo como en una estampida hacia las escaleras de los dormitorios, yo permanecí quieto y asustado, igual que cuatro o cinco soldados a los que también se les había prohibido marcharse. El sargento vino hacia mí, con el cuaderno de la lista bajo el brazo y la gorra caída sobre los ojos, y me dijo en un tono de perfecto desprecio:
– Mañana a las ocho en punto te presentas en la oficina de la compañía. Te han nombrado escribiente.
Ahora me parece algo ridículo, pero aquella fue una de las grandes alegrías de mi vida, no mucho menos intensa que la que recibí años más tarde cuando el redactor jefe de un periódico me dijo que iba a publicarme mi primer artículo. Para sobrevivir uno acomoda siempre sus sueños a sus posibilidades, se cobija como puede en cualquier resquicio tan sólo un poco hospitalario de su malaventura, y eso son incapaces de advertirlo o de aceptarlo los doctrinarios del sufrimiento, que siempre exigen para ennoblecerse o para ennoblecer a otros desdichas absolutas, obras maestras de la amargura o del fracaso. En el campamento y en el cuartel yo había conocido a alguno de aquellos héroes ostensibles del dolor, que no por casualidad solían tener estudios universitarios, y que precisamente por eso estaban convencidos de sufrir más que la soldadesca iletrada que los envolvía: lo que les molestaba del servicio militar parecía que no era su sinrazón permanente y su inútil barbarie, sino el hecho de que ellos se vieran obligados a cumplirlo.