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Y ocurría, para nuestra sorpresa, que el grito acababa convirtiéndose en un rugido de gozo y casi deliberación, y que uno, al gritar, se lanzaba contra el adversario empuñando el cetme y apuntándole al estómago con la bayoneta, sobre todo si se daba la circunstancia de que ese adversario era un poco más bruto que uno y ya lo había derribado previamente en el simulacro de lucha cuerpo a cuerpo, entusiasmándose tanto que le había dado un culatazo: nos levantábamos del suelo, me levantaba yo, apoyándome en el fusil, jadeando, trastornado de rabia y de agresividad, de bochorno y ridículo, y entonces el grito era más fuerte aún, y los ojos que se clavaban en las pupilas del otro ya no reflejaban burla ni complicidad, sino odio, y el alma de uno era sustituida por la ira cruel de un desconocido que hasta ese momento uno mismo ignoraba que formara parte de él.

Era como pelearse con diez años, como traspasar sin darse cuenta, igual que hacen los niños, la frontera entre el juego y la agresión, entre el desafío y la crueldad. Nos ordenaban alinearnos en el punto más bajo de una ladera, y cuando sonaba un silbato teníamos que tirarnos cuerpo a tierra y ascender reptando con el casco y la mochila y los cuatro kilos y medio del fusil en la mano, reptando sin levantar la cabeza, sin incorporarnos ni un centímetro, porque una ametralladora disparaba ráfagas entrecortadas hacia nosotros. Sonaba otra vez el silbato, nos incorporábamos, echábamos a correr, y al cabo de unos segundos había que arrojarse nuevamente a tierra porque las ráfagas de ametralladora iban a empezar otra vez.

Aplastado contra el suelo notaba uno la lisura, casi la curva del mundo, lo excitaba y lo colmaba el olor de la hierba, de la tierra húmeda y oscura, más intenso que el de la pólvora, como un paréntesis íntimo y fugaz de absolución, y el ritmo entrecortado de los disparos le impedía oír el de su propio corazón, los latidos excitados del miedo.

Había de pronto algo ignorado hasta entonces, la fascinación de las armas, la ebriedad del ejercicio y de la fuerza física, que para los débiles puede alcanzar paroxismos de delirio, sueños de vengativa arrogancia. Lo que más miedo había dado, una vez vencido, se convertía en motivo de euforia, y había como una alucinación de volver al límite de lo que hasta entonces aterraba, el instante en que se arrancaba el seguro a una granada de mano y se contaban los tres segundos justos que se podía tardar en lanzarla, o aquel otro en que el dedo índice, que había rozado el disparador del fusil, que sólo se había atrevido a pulsarlo en golpes sucesivos, de pronto se quedaba como aferrado a él, y en vez de tiro a tiro disparaba a ráfaga, y el cuerpo entero era sacudido por el temblor y la convulsión del retroceso.

La granada era un cilindro de plástico negro, que por lo demás no se parecía en absoluto a las granadas de las películas y de los tebeos. La granada de mano era un mecanismo que nos había dado terror cuando nos mostraban sus diagramas, la simpleza letal de su funcionamiento, y luego era algo que uno sostenía en su mano derecha, una cosa neutra, vulgar, que no pesaba nada, un cilindro de plástico que se apresaba entre los dedos y del que se retiraba en décimas de segundo un detonador, y luego se arrojaba al vacío de un barranco y enseguida se tiraba uno al suelo y se tapaba la cabeza con las dos manos y vibraba la tierra y se escuchaba muy lejos una explosión trivial. Aquella cosa negra de plástico contenía una carga inconcebible de muerte y destrucción, y mientras a uno le llegaba su turno en la fila de soldados le temblaban las manos y tenía encogido el estómago, y a mí casi me fallaban las piernas cuando un capitán me entregó la granada que me correspondía y apuré los últimos segundos de plazo para arrojarla, pero en el instante en que me puse en pie después de percibir en todo el cuerpo la vibración de la tierra sentía una excitación parecida a la de la cocaína, una mezcla de euforia y de alivio, la sensación de haberme salvado y de deseo de volver a exponerme al peligro.

Era ese límite el que traspasábamos en Jaizkibel, tan sólo al cabo de uno o dos días, el del agotamiento físico y moral y el del peligro y la excitación de las armas de fuego, la ofuscación de la pólvora, los espasmos de una ráfaga de subfusil, el retroceso violento de un disparo de cetme, el de una pistola de calibre nueve largo, que era el mismo que usaban los terroristas, y que yo descubrí que me gustaba disparar, sin duda porque lograba el alivio de algunos impactos en el blanco. Lo que sorprendía de aquellas pistolas era su peso y su materialidad, su rudeza de hierro, la dificultad de sostenerlas antes del disparo y de resistir luego el retroceso. Por culpa del cine, de las películas del oeste y de las de Humphrey Bogart, casi todo el mundo imagina que una pistola es tan liviana y personal como una estilográfica. Las pistolas, en realidad, son herramientas pesadas, de manejo difícil, y para apuntar con ellas hace falta sostenerlas entre las dos manos y separar bien las piernas y no soltarlas después de la deflagración que atruena los oídos.

Yo disparaba una pistola y veía con sorpresa y con un sobresalto de orgullo que en la silueta humana que había frente a mí se dibujaba la mancha oscura de un impacto. Me colgaba del hombro un subfusil, me alineaba en un pelotón de soldados, empezaba a avanzar y a disparar al oír un silbato, muy cerca de los blancos, porque el subfusil es una arma tan cruel como inexacta, de modo que sólo sirve para matar a un enemigo próximo, para segar vidas tan indiscriminadamente como se siegan los tallos de un trigal. A diferencia de la pistola y del cetme, el subfusil no pesaba nada, no requería precisión, ni siquiera era preciso apretar el gatillo. Bastaba una presión muy leve del índice sobre el metal curvado del disparador y de pronto era como si delante del pelotón que avanzaba un viento mortífero fuera derribándolo todo, una guadaña invisible y aniquiladora, objetiva, manejada sin ningún esfuerzo, sin premeditación ni maldad.

A lo lejos se veía siempre el Cantábrico, y en esa distancia parecían perderse los tableteos de los subfusiles y los cetmes, los disparos secos de pistola, la explosiones hondas de las granadas de mano. Veíamos la bruma húmeda y malva de los amaneceres sobre las montañas de Francia, el esplendor dramático de las puestas de sol, un disco rojo que se hundía lentamente en el mar, todo muy lejos siempre, como la vida real en la que no vestíamos uniformes ni manejábamos armas de fuego. Nos repartían la comida en bandejas de aluminio y la devorábamos sin levantar la cabeza ni mirar a nuestro alrededor, y cuando se hacía de noche, después de la bajada de bandera y de la formación de homenaje a los Caídos, deambulábamos una o dos horas en la oscuridad, muy abrigados contra el viento, las gorras sobre los ojos, ahuecando las manos para proteger las brasas de los cigarrillos, conversando en grupos pequeños, viendo luces remotas de barcos, luces inciertas de ciudades o puertos a donde ya nos parecía improbable que regresáramos alguna vez.