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Capítulo VII

El japonés inquisitivo

Al cerrarse definitivamente, la puerta del Corral de la Fandanga retumbó como un eco de aquellas últimas palabras que había pronunciado el flamenco Bocarrape: ¡Al Japón! Lorencito Quesada no sólo se sentía idiota y engañado: también se sentía desleal. Matías Antequera se encontraba en peligro, acudía desesperadamente a él y él aceptaba con balbuceos cobardes los notorios embustes de dos flamencos desalmados. Se quedó un rato mirando la puerta del tablao, que ya reputaba de timba clandestina y tapadera de negocios ilícitos, tal vez de tráfico de opio o de trata de blancas. En un balcón del primer piso vio descorrerse una cortina. Una mujer con el pelo rubio y muy largo lo espiaba: era la misma con la que se cruzó unos minutos antes en la calle. Le pareció que le hacía señas agitando una mano, pero en seguida dejó de verla, porque la cortina se cerró.

Echó a andar, cojeando, la cabeza caída sobre el pecho y las manos a la espalda, sin saber dónde estaba ni a dónde lo llevaban sus pasos. Un turista japonés filmaba con una cámara de vídeo la persiana metálica de un restaurante clausurado que se llamaba la Fonda de la Torería. Movía acompasadamente la cabeza y la cámara, como si ésta formara parte de su organismo. Se inclinaba mucho para filmar con detalle la mugre que cubría la persiana metálica, se echaba hacia atrás, se acercaba de nuevo casi tocando la pared con el objeto, cuyo regulador automático producía un zumbido persistente, como de chicharra. Cuando Lorencito Quesada pasó junto a él, la cabeza y la cámara del turista giraron para filmarlo, y un indicador rojo se encendió junto a la lente. Tuvo la impresión de que la cámara no tapaba el rostro oriental, sino que surgía directamente del cuello, como una cabeza ortopédica de plástico negro y con un solo ojo de cristal.

La calle Yeseros terminaba frente a una ladera por la que descendían las terrazas y los árboles de un parque público con escalinatas. No se veía a nadie y casi no se escuchaba el ruido del tráfico. Lejos, sobre las grandes copas de los árboles, se distinguía un paisaje ondulado y boscoso, la línea azul de una sierra. A su espalda, sin volverse aún, Lorencito Quesada oyó un zumbido familiar y estuvo seguro de que lo vigilaba alguien. Dio unos pasos y el zumbido se desplazó tras él, perfectamente audible entre los trinos de los pájaros y el rumor del viento en las hojas de los árboles. Miró hacia atrás, primero de soslayo, y luego abiertamente, con una expresión que imaginó retadora. A menos de dos metros, el japonés lo seguía filmando con su cámara de vídeo. Llevaba pantalón corto, gorra de béisbol y una camiseta en la que ponía: Soberano. Osborne.

Lorencito se movió hacia un lado: la cámara lo siguió, y el japonés dio un saltito, como para cortarle el paso. Con la mano libre le hacía señas, igual que un fotógrafo, y le decía en un lenguaje de cortos gorjeos. Ahora Lorencito tenía el objetivo tan cerca de la cara que podía vérsela en él como en un espejo diminuto y convexo. Pensó que la afición del pueblo japonés por el vídeo alcanzaba extremos irritantes. Sintiéndose acosado y ridículo dio un salto hacia la izquierda: más rápido, el japonés lo atajó, hipnotizándolo con el zumbido y con el brillo del pilotito rojo. A Lorencito Quesada volvía a temblarle el labio superior, y le picaban las axilas. Entonces el japonés se apartó la cámara de vídeo de la cara y se lo quedó mirando, los ojos como dos rayas convergentes tras los cristales de las gafas. ¿No era el mismo oriental que le había entregado unas horas antes el sobre con la uña del Santo Cristo de la Greña? Imposible saberlo, dado el parecido casi exacto entre los miembros de la raza amarilla.

Pero la sonrisa del japonés se desvaneció mientras levantaba otra vez muy despacio la cámara y volvía a apuntarla como un revólver hacia Lorencito, lanzando una especie de chillido que a nuestro corresponsal le heló la sangre en las venas. Retrocedió unos pasos, y la cámara y el zumbido lo seguían, dio un traspiés, se apoyó en el tronco de un árbol, empezó a caminar colina abajo, por la escalinata, y el japonés descendía a un paso idéntico, echó a correr oyendo que el otro lo llamaba con una voz muy aguda, corrió luego entre matorrales, perdió pie y rodó por una pendiente de tierra húmeda que olía a hierba y a bosque, escuchando ahora, cada vez más cerca, motores y claxons, dejó súbitamente de caer y de recibir golpes, se quedó a gatas, entre unos arbustos, palpándose la ropa, limpiándose de tierra los ojos y la cara.

Aún no se levantó: primero quiso asegurarse de que la cámara y el japonés ya no lo seguían. Cautelosamente miró a su alrededor, alzando apenas los ojos sobre los arbustos, con el sentimiento de haberse sumergido en una selva tropical. Su cazadora, sus zapatos nuevos, su pantalón de los domingos, el que se ponía para ir a misa, el único que había considerado digno de llevar a Madrid, se hallaban en un estado lamentable. Pero no estaba en una selva, descubrió en seguida: la pendiente por la que había rodado terminaba unos pocos pasos más abajo, en una carretera donde bramaba el tráfico más velozmente aún que en la calle de Santa María de la Cabeza. Decidió que Madrid era una ciudad incomprensible. Sobre él vio ahora unos inmensos arcos de cemento, más abrumadores que los de una catedral. Agotado, perdido, subió por una escalinata que no terminaba nunca, recelando siempre de que el japonés volviera a sorprenderlo. Subía junto a los pilares y los arcos de cemento, bajo tremendas bóvedas que le recordaban las arquitecturas de aquella película en la que Sansón derribaba el templo de los filisteos. Emergió a una calle muy despejada y muy ancha que parecía un puente extendido sobre el vacío: comprendió entonces que se encontraba en el célebre Viaducto. Vio frente a él la Casa de Campo y la sierra de Guadarrama, que le gustó mucho menos que la de Mágina, y al otro lado, a su derecha, los edificios escalonados de la calle Segovia, los tejados del caserío antiguo de Madrid, las cúpulas de pizarra y las veletas de las iglesias.

Le daba miedo asomarse a la barandilla y ver pasar los coches y la gente a una distancia de acantilado o de abismo. Había leído que aquel era el lugar que preferían los suicidas de Madrid. Una pareja bien vestida y de edad madura que pasaba se lo quedó mirando, y el hombre se inclinó para decirle algo en voz baja a la mujer, que volvió la cabeza y lo examinó de arriba abajo con aire de disgusto. ¿Tan mal aspecto tenía que lo tomaban por pordiosero sospechoso, por un posible suicida? Buscó el peine, se humedeció el pelo con saliva y se peinó a tientas, como pudo. Padecía el mismo desconsuelo que si llevara años en Madrid. El día anterior, a esa misma hora, a las tres cero siete, él estaba confortablemente en su casa, sentado junto a su madre en la mesa camilla, viendo el Telediario mientras degustaba uno de sus potajes preferidos, habichuelas con chorizo y arroz. Después de comer, mientras llegaba la hora de regresar a El Sistema Métrico, solía adormecerse dulcemente en el sofá durante cuarenta minutos, arrullado por el calor del brasero y de la digestión, oyendo las voces cansinas de la telenovela que veía su madre. Su madre no se enteraba nunca de los argumentos, en parte porque era algo sorda, y en parte también por la extrema dificultad de aquéllos, de modo que lo sacudía con frecuencia para preguntarle quién era hijo o padre o amante de quién. Lorencito entreabría los ojos, miraba el televisor, decía, por ejemplo, “de Juan Gustavo”, y en menos de un segundo volvía a dormirse, pero eso sí, despertaba como un reloj a las cuatro y veinte, y a las cinco menos diez ya estaba peinado e impoluto en la acera de la calle Trinidad, frente a la iglesia, esperando que abrieran El Sistema Métrico, a donde no había llegado tarde ni una sola vez en treinta y un años.

Casi borradas por el ruido del tráfico las campanadas de las tres sonaron en una torre próxima, y Lorencito Quesada, deshecho de cansancio y nostalgia, se acordó del reloj de la plaza del General Orduña. Qué pintaba él en Madrid, cómo iba a dar con el paradero de Matías Antequera o de la imagen del Cristo de la Greña si no conocía a nadie, si cualquiera podía engañarlo, si no se atrevía ni a cruzar un semáforo en verde por miedo a que se pusiera rojo cuando él estuviera indefenso en mitad de la calzada. Apoyado aún en la barandilla del Viaducto, consideró que podría describir su estado de ánimo diciendo que lo asaltaban sombríos presagios. Y entonces ya no tuvo tiempo de pensar nada más: una mano le tapó los ojos, otra le torció férreamente el brazo derecho contra la espalda, una rodilla se le hincó en la columna vertebral, la ruidosa respiración de una boca abierta le humedeció el cogote mientras él trataba en vano de soltarse y sólo lograba que le crujieran las articulaciones del brazo apresado. Sus pies se levantaban del suelo, su cuerpo se inclinaba en el vacío sobre la barandilla, la mano que le tapaba los ojos estaba sudada y se escurrió y cuando pudo abrirlos los volvió a cerrar apretando los párpados para no ver el precipicio que parecía subir hacia él y atraparlo en el vértigo de una caída vertical.