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Capítulo VI

Los flamencos alevosos

Ni a tapar la fiambrera de carne con tomate se detuvo Lorencito Quesada. Comprendía, y así pensó escribirlo más tarde, que hay momentos en la vida en que un hombre debe jugárselo todo a una sola carta. Le pareció que aún seguía escuchando la súplica desesperada de Matías Antequera. Salió disparado de la habitación eludiendo por unos milímetros los barrotes de la cama, habiéndose olvidado incluso de poner polvos de talco en los lamparones de su pantalón y de su cazadora. Al fondo del pasillo se veía una claridad que atribuyó a la puerta de salida: se encontró en lo que había sido el comedor de la pensión en los tiempos dorados del señor Rojo. En lugar de los nobles tapices con escenas pastoriles que recordaba y de los sillones forrados de terciopelo había una caótica especie de bazar en el que se mezclaban los elefantes de madera, las máscaras y los tambores de la artesanía africana con los últimos adelantos en radiocassettes, linternas intermitentes, alfombras musulmanas y cajas de herramientas. Dos negros vestidos con túnicas blancas guisaban algo sobre un infiernillo situado en un rincón del comedor. Un humo grasiento enrarecía el aire, en el que retumbaba un escándalo de tambores tribales, y las paredes, de las que colgaban desgarrones de papel pintado, estaban ennegrecidas de hollín. Uno de los africanos le ofreció a bajo precio, “barato, barato”, una caja de destornilladores con los mangos fluorescentes. “No comprar, paisa”, dijo Lorencito, al objeto de ser comprendido por el aborigen, aunque cada vez que rechazaba las menesterosas mercancías de un negro o de un marroquí se le partía el corazón.

Encontró al fin de la puerta de salida, se lanzó escaleras abajo, estuvo a punto de caerse encima de un joven que parecía dormitar en el primer rellano, y que debía de ser un practicante, ya que sostenía entre los dedos una aguja hipodérmica, y al llegar a la calle levantó la mano con un gesto enérgico, porque había visto venir un taxi libre. Tomar taxis a toda velocidad le había parecido siempre un hábito admirable de los reporteros más audaces.

– Rápido, -dijo, al desplomarse en el asiento trasero-. Al Corral de la Fandanga. Calle de Yeseros.

Había pensado añadir, con autoridad y misterio: “Dése prisa, por favor. Está en peligro la vida de un hombre”, pero se sentía enjaulado tras la mampara de cristal antibalas, consecuencia, sin duda, de la tremenda inseguridad ciudadana que se vive en Madrid. ¿Cómo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos? Al menos el taxista pertenecía a la minoritaria raza blanca. Como suele predicar a Mágina el párroco de la Trinidad, que está enfrente de El Sistema Métrico, el hombre blanco se extingue por culpa de la píldora, de la sodomía y del aborto. Lorencito Quesada, cuando subió en el taxi, había imaginado una vertiginosa carrera con semáforos en rojo pasados a cien kilómetros por hora y chirridos de neumáticos en las curvas. ¡En ese mismo momento Matías Antequera podía encontrarse en peligro de muerte! Pero el taxi se había empantanado en un atasco de tráfico y el conductor, mascando uno de esos cigarrillos falsos con que se alivian los ex fumadores, murmuraba en voz baja venenosos juramentos contra las autoridades o prorrumpía en carcajadas al oír los chistes que alguien contaba en la radio con acento gallego.

En el taxímetro digital una cifra alarmante. ¿Estaría trucado, a fin de jugar con la inexperiencia y la buena fe de los usuarios de provincias? Hacía un calor excesivo para el mes de marzo, y a Lorencito Quesada lo agobiaban la ropa interior de felpa, la camisa de franela y la cazadora. En las aceras y en los pasos de cebra se veían mujeres con las piernas desnudas y las faldas muy cortas, con zapatillas blancas, como de verano, con blusas y vaqueros ceñidos que resaltaban lo que un poeta de Mágina ha llamado sus formas turbadoras . Cuando el taxi frenó a la altura de un quiosco, en la glorieta de Embajadores, Lorencito Quesada aguzó la vista automáticamente para distinguir las portadas de las revistas eróticas, que eran casi todas, y pensó, con reprobación hacia sí mismo, que se distraía de su tarea y ponía en peligro la salud de su alma por culpa de aquella feraz proliferación de anatomías femeninas. ¿Iba a volver a las andadas, a aquella época bochornosa y secreta de su vida en que empezaron a proyectarse en Mágina películas clasificadas S, cuando en las noches de invierno, al salir de El Sistema Métrico, se deslizaba como un reptil hasta las últimas butacas del Ideal Cinema para ver por sexta o séptima vez Emanuelle Negra II o Soy ninfómana, mi cuerpo es mi tormento ?

El taxi frenó de pronto en una calle estrecha y en cuesta y Lorencito Quesada se dio un golpe en la frente contra el cristal de la mampara. Más despiadado que un salteador de caminos, el taxista se rió de él mordiendo la boquilla de plástico con sus dientes de hiena y le cobró mil doscientas pesetas, no sin injuriarlo previamente por haberle pagado con un billete de cinco mil. Le consoló algo, sin embargo, encontrarse en una calle adoquinada, silenciosa, con un letrero de cerámica en la esquina. Siempre sensible, incluso en la adversidad, se dijo que la calle poseía todo el encanto del viejo Madrid. Una señorita a la que calificó de escultural se cruzó con él taconeando por la acera, y Lorencito no supo contener la tentación de volverse: la señorita también se había vuelto y lo miraba. Lorencito se puso colorado y fingió un interés turístico por los balcones de la vecindad, pero tuvo tiempo de verla desaparecer en un portal: así fue cómo descubrió, sobresaltándose, el anuncio del Corral de la Fandanga.

Era de hierro forjado y tenía forma como de pergamino artístico, y sobre las letras destacaba una pequeña escultura representando a una bailadora. A lo largo de la fachada colgaban faroles con cristales blancos en los que había dibujadas pintorescas escenas de flamenco y de toros. La puerta parecía más bien el arco de entrada a una bodega. Junto a ella había un cartel impreso en varios idiomas, incluidos el ruso y el japonés, donde se anunciaban las atracciones de la casa. Encima del nombre que estaba escrito con caracteres más grandes alguien había pegado una franja de papel adhesivo: fácilmente se traslucía que ese nombre era el de Matías Antequera.

Tragando saliva, ajustándose el elástico de la cazadora juvenil al perímetro más bien opulento de su cintura, Lorencito Quesada golpeó la puerta con un pesado aldabón. Se preguntó si en caso de necesidad sería capaz de derribarla. Volvió a llamar y al oír una voz y unos pasos notó una molesta presión en la vejiga y se dio cuenta de que el labio superior le temblaba. La puerta se abrió unos centímetros con gran ruido de goznes y cerrojos y en el hueco apareció una cara amarillenta, con arrugas y chirlos, con un copete de pelo negro y aceitoso entre los ojos guiñados.

– Abrimos a las diez de la noche, -dijo aquel individuo, con un habla cazallera y cerrada de la bahía de Cádiz-. Domingos y festivos último pase madrugada a las dos. Bonificación especial para grupos de más de diez personas previa reserva telefónica. Plazas limitadas.

El hombre terminó de recitar con un aire de abatimiento absoluto y cuando iba a cerrar la puerta Lorencito Quesada se lo impidió con terminante energía.

– Busco a Matías Antequera, -había sacado su tarjeta de visita y se la puso al otro delante de la cara. Estaba claro que era tuerto, pero no se sabía de cuál de los dos ojos-. Soy amigo y paisano suyo. Periodista.

– ¡Bocarrape! -una voz gritó dentro-. ¿Quién es?

– Nadie, Bimboyo, -dijo el tuerto, torciendo el cuello para volverse, como si estuviera a punto de escupir-. Uno que busca razón de no sé quién.

Otra vez iba a cerrar: Lorencito Quesada introdujo el pie derecho entre el escalón y la puerta, obteniendo un crujido de huesos y un dolor alarmante.

– Matías Antequera, -repitió, entre dientes, conteniendo la respiración mientras oía al tuerto reírse de su desgracia-. No me negará usted que actúa aquí todas las noches.

– Actuaba, -dijo con una entonación siniestra la voz que había sonado antes. Pero ahora Lorencito Quesada pudo ver de quién era: un hombre enorme, con la cara hinchada y roja, con una papada tan rotunda como la panza que ceñía una faja negra con borlas laterales. El llamado Bocarrape apenas le llegaba a la pechera abierta de la camisa, de la que brotaba una pelambre ensortijada y selvática, cruzada por una cadena de oro. Con los brazos en jarras el grandullón se encaró a Lorencito Quesada, que ya descartaba a duras penas la vergonzosa tentación de sugerir un malentendido, o de retirarse pidiendo disculpas…

– Matías Antequera no está -dijo el Bimbollo: tenía un acento aún más exagerado que el otro, y miraba de arriba abajo a Lorencito, como miraría a un insecto-. Ha salido de gira con la compañía de Lucero Tena.

– ¿Y se ha ido muy lejos? -Lorencito Quesada se oyó una voz ignominiosa.

– Ahí mismito, -Bocarrape guiñó el que en ese momento parecía su ojo sano-. Al Japón.