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Capítulo IX

Asechanzas carnales

“En el coche de San Fernando”, pensaba Lorencito compadeciéndose a sí mismo, con el ánimo caído y los pies deshechos de tanto caminar, “unos ratos a pie y otros andando”. Había llegado a la Puerta del Sol, y no tenía la menor idea de cuánto le faltaba todavía para encontrar el amparo de su pensión, donde al menos contaba con la esperanza de un descanso reparador y de la hogaza y la fiambrera de carne con tomate, que ahora se presentaban a su hambrienta imaginación como un festín alcanzable. ¿Era posible sobrevivir mucho tiempo en una ciudad donde la gente sólo se alimentaba de comidas chinas, insalubres guisos africanos y tapas insustanciales y carísimas? Sin ir más lejos, la cuenta en el Café de Oriente había ascendido a la suma aterradora de nueve mil seiscientas pesetas, lo cual añadido al precio del taxi y al de la pensión, fatalmente lo abocaba a la quiebra, dado lo escaso de los fondos con que lo había provisto don Sebastián Guadalimar. Había pensado volver en Metro, pero nada más que imaginarse perdido en los túneles y arriesgándose a introducir el pie entre el vagón y el andén le daba sudores fríos. ¿Y si lo atracaban en alguno de aquellos corredores, y si se equivocaba de línea y aparecía en una de esas barriadas periféricas en las que los delincuentes y los drogadictos tienen su medio natural y campan a sus anchas?

Temió que se le estuviera hinchando el pie dolorido por el portazo en el Corral de la Fandanga. Ni siquiera lo animaba encontrarse en la Puerta del Sol, frente al reloj de Gobernación, que tradicionalmente marca con sus campanadas la ceremonia de las doce uvas cada Nochevieja. Fue a sentarse en el brocal de una de las fuentes que adornaban la plaza, pero observó que estaba erizado de pinchos, sin duda con la finalidad encomiable de que los muchos maleantes de diversas razas y temibles cataduras que merodeaban por allí no encontrasen acomodo para sus tareas ilícitas. Cada poco tiempo Lorencito Quesada se llevaba la mano al corazón para auscultarse la cartera: estaba en el centro de Madrid, en el kilómetro cero, en el corazón mismo de España, y sólo veía a su alrededor mendigos, tullidos, negros, marroquíes, indios de América del Sur que tocaban bombos y flautas, gente patibularia que trapicheaba en las esquinas, asesinos y salteadores en potencia. Al dependiente de un quiosco le preguntó por dónde se iba a la calle de Santa María de la Cabeza. El quiosquero lo miró primero con desconfianza, y luego con lástima y tal vez algo de burla, y le dijo que el camino más corto era subiendo por Carretas hasta Jacinto Benavente y luego torciendo a la izquierda por Atocha.

No quería mirar, pero el desconsuelo y el cansancio debilitaban sus defensas morales, y los ojos se le iban hacia las portadas de las revistas. ¡Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, incluso mujeres desnudas que acariciaban lúbricamente a cabras o a burros! Y si apartaba la vista de las fotografías del quiosco era peor, porque en la tarde calurosa de primavera había como una densidad de perfumes femeninos que dejaban al pasar las mujeres de carne y hueso, un sobresalto despiadado y continuo de anatomías opulentas, de escotes, de faldas apretadas a los glúteos, de labios rojos de carmín, tacones altos, sujetadores de encaje, corseletes ceñidos que dejaban al descubierto ombligos y cinturas, caras de todas las edades, desde jovencitas ya señaladas por los estigmas del vicio que fumaban y mascaban chicle con la boca abierta hasta señoras de bandera que movían con majestad sus grandes culos cincuentones.

Recordó lo que decía varios años atrás un sacerdote que dio en Mágina un cursillo titulado “Los seglares y la vida sexual”: que en el Padrenuestro no se pide a Dios que nos evite la tentación, sino que no nos deje caer en ella. Para darse ánimos y edificar su espíritu se esforzó en acordarse de la imagen del Santo Cristo de la Greña, que tantas veces lo había consolado en la tribulación, y que ahora, preso de otros sayones, estaría arrumbado quién sabía en qué sótano o zahúrda de Madrid, sin que él, Lorencito, hubiese hecho nada aún para rescatarlo de su cautiverio. Sacó escrupulosamente el bote de sus lentillas donde había guardado la uña venerable, y cuando estaba mirándola al trasluz un individuo de raza blanca, aunque de tez negruzca y rictus amenazador, se aproximó a él y le puso en el costado una navaja de muelles.

– O te abresh o te rajo, -declaró, con un acento incomprensible que a Lorencito le recordaba no obstante el del clásico chulapón de zarzuela, pinchando no su piel, sino la de su cazadora, en la que produjo un notable desgarrón-. En ejte seztor no parte el bacalao nadie más que el chache, oshea : menda. Rigurosha ejlusiva .

Lorencito Quesada no entendió ni una sola palabra, pero tuvo que juntar las piernas para no orinarse y se alejó tan rápidamente como pudo, sin volverse hacia atrás, por miedo a ver de nuevo la cara del delincuente y el brillo de su navaja. Por fortuna, se dijo, no sin modesto orgullo, había sabido dominar la situación: también había cruzado por primera vez en su vida un paso de peatones sin tomar la precaución de mirar a un lado y a otro, y ahora estaba a la entrada de la calle Carretas, todavía nervioso, desconfiado, alerta, diciéndose que no iba a permitir que le tomaran más el pelo y que Madrid era una ciudad deshumanizada, una selva en la que o comes o te comen. Calle arriba, meditabundo, cabizbajo, pasó junto al vestíbulo de un cine, del que salía una mezcla de olor a desinfectante y a pies que le recordó los gallineros de los cines de su juventud. En éste observó que no había letrero luminoso, ni cartelones exteriores que anunciaran las películas. Una emoción incómoda lo embargó: ¿no sería uno de esos cines en los que se proyectan no ya películas S , sino X , y que él sólo conocía de oídas, dado que en Mágina no hay ninguno?

En el vestíbulo no había nadie. Nada más que de pensar en lo que podría ver si entraba, a Lorencito Quesada le latía más rápido el corazón y la saliva le faltaba en la boca. Un caballero mayor, con traje oscuro y corbata, con una pequeña insignia patriótica o religiosa en el ojal, se acercó a él y le preguntó educadamente la hora. Lorencito, a quien nada más que la presencia de aquel hombre irreprochable ya lo había disuadido de entrar en el cine, consultó su reloj, y cuando miró otra vez al caballero le pareció que en un segundo había cambiado de cara, porque ahora le guiñaba pícaramente un ojo y se acercaba tanto a él que le rozaba la bragueta con un muslo, diciéndole en voz baja algunas palabras que Lorencito no tuvo esta vez la menor dificultad en comprender: aquel señor tan educado, que le había inspirado tanta confianza, le estaba proponiendo lo que él mismo, valientemente, sin tapujos, llamó después un acto sexual contra natura…

Se alejó de allí, contaría luego, como alma a la que lleva el diablo. ¿No le sería ahorrada en Madrid ni una sola lacra de la condición humana? Frente a él, en la otra acera de la calle, un grupo de turistas japoneses filmaba en vídeo la fachada del cine, coreando a carcajadas que sonaban como trinos de pájaros las explicaciones del guía. Estaba seguro de haber visto en el grupo a una camiseta negra con el letrero Soberano. Osborne . Hasta el final, en la aciaga calle Carretas no había más que escaparates de bazares médico-ortopédicos, con una tal variedad y abundancia de artículos que Lorencito, al fin y al cabo hombre del comercio, no dejó de admirarse: fajas lumbosacras, cojines de silicona, collarines de viaje, sillas de bañera, sondas esofágicas, peras de irrigación, bragas para la incontinencia, cuñas de evacuación y micción, bragueros, coches de inválidos, brazos y piernas articulados, zapatos con plataforma para cojos, muletas, suspensores, audífonos de color carne adheridos a orejas de goma, postizos para operados de laringe… En la plaza de Benavente pensó que si el inmortal autor de Los intereses creados se levantara de la tumba volvería a toda prisa a ella para no ver el espectáculo que sucedía bajo los letreros que llevaban su nombre. Señoras gordas con bolsos de la compra que parecían esperar el autobús se alternaban en las aceras con mujeres de cuerpos jóvenes y flacos y caras como máscaras que llevaban faldas obscenamente cortas y fumaban con los brazos cruzados, en los que no faltaban los tatuajes ni las marcas como de picaduras de insectos. Lorencito Quesada no tardó ni un minuto en comprender que aquellas desgraciadas practicaban el oficio más viejo del mundo… Al objeto de escapar cuanto antes de allí, porque si se quedaba no respondía de su fortaleza moral, cruzó en línea recta la plaza por unos jardinillos decrépitos, oliendo no a vegetación, sino a gasolina y a respiradero del Metro, procurando no pisar a los desechos humanos que bebían a morro botellas de cerveza sentados en el suelo.

Mientras esperaba a que se pusiera en verde el semáforo de la calle Atocha vio al otro lado un letrero que le llamó la atención: Creacines Dilaila. La boutique del cabello. En el escaparate se exhibían pelucas y peluquines que iban del rubio platino al naranja eléctrico y fotos de hombres antes y después de someterse a tratamiento capilar: en las primeras eran calvos y tenían aire de tristeza y vejez; en las segundas sonreían con una juvenil mata de pelo sobre la frente. Pero lo que hizo detenerse en seco a Lorencito Quesada fue descubrir que en la foto más grande, la que presidía el escaparate, en el interior de un marco dorado, estaba la cara morena y varonil de Matías Antequera, con el caracolillo azabache en la frente y el lunar en la mejilla…