Изменить стиль страницы

Capítulo XXVI

El millonario idólatra

Aquel hombre que poseía, y posee, una fortuna valorada por el Financial Times en dos mil millones de dólares; que cotiza las acciones de sus empresas en los mercados financieros de Wall Street, de la City de Londres, de la despiadada Bolsa de Tokio; que compra y vende solares y manzanas enteras de rascacielos como si jugara al Monopoly ; que fue recibido en audiencia privada por el Papa a los pocos días de su segunda boda, en compañía de su joven esposa, vestida para la ocasión con un ondulante traje negro y una clásica mantilla española, entregándole de paso el Sumo Pontífice un mensaje secreto de nuestro monarca; que ejerce una influencia al parecer terminante en varios gobiernos sudamericanos y africanos; que es confidente, amigo y asesor de las más altas jerarquías de la nación: aquel plutócrata, supo Lorencito, con asombro, incluso con terror, porque se veía claro que tras su voz tan suave y sus maneras delicadas se ocultaba una ambición sin límites, era también un ferviente y desatado católico, un buscador y coleccionista implacable de cuantas imágenes y reliquias milagrosas podía comprar o robar, sin importarle el precio o los medios necesarios para lograr sus fines. En las cátedras de Economía y en las revistas financieras se analizan sus operaciones inmobiliarias o especulativas con la misma admiración con que puede estudiarse en una Facultad de Arquitectura el Partenón de Atenas o la basílica del Valle de los Caídos: él, con una mezcla de soberbia y piedad, atribuyó ante Lorencito Quesada todos sus éxitos a la intercesión divina y de los santos, así como al efecto multiplicado y prodigioso de su colección de reliquias.

Uno por uno les fue mostrando a Lorencito y a Olga sus tesoros, entre los cuales el brazo incorrupto de Santa Teresa ocupaba un lugar secundario. Para tocarlos se puso unos guantes blancos de seda: vieron la pluma del arcángel San Gabriel y el fragmento de la roca donde se sentó la Virgen María durante la huida hacia Egipto que se veneraron en la Capilla Real de Granada hasta que desaparecieron tras un robo nunca esclarecido; se les permitió rozar con las puntas de los dedos las tres piedras que expulsó del riñón San Alfonso María Ligorio después de un cólico nefrítico; vieron las últimas gafas graduadas del Papa Pío XII, un trozo de siete centímetros del Lignum crucis , la cuchara con la que Santa Lucía se sacó los ojos, un alzacuellos usado de San Juan Bosco, una de las treinta monedas que recibió Judas, que era un denario con la efigie del emperador Augusto, la caña de una escoba de San Martín de Porres, la reja de hierro con la que fueron torturados los mártires San Bonoso y San Maximiano, así como una urna con los huesos de ambos, un peine de carey, con algunos cabellos, del beato José María Escrivá de Balaguer, una bolsita con serrín de la carpintería de San José, un paño de la Santa Faz que al parecer es el verdadero, a diferencia del que se venera en la catedral de Jaén, una cosa seca y negruzca que a la luz de las más modernas técnicas de investigación resultaba ser el auténtico Santo Prepucio, el único, entre los muchos que se disputan la adoración de la Cristiandad, que resistía satisfactoriamente la prueba incontrovertible del carbono 14…

– A los hombres de empresa se nos acusa siempre de materialismo -dijo JD, aún con los guantes blancos, uniendo las dos manos junto a la barbilla, bajo el labio inferior-. Yo le puedo decir, humildemente, que todo se lo debo a mi fe. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? A la hora de tomar una decisión, el índice Dow Jones, las tablas input-output , sin la ayuda sobrenatural, son vanidad de vanidades. La descristianización, el paganismo, avanzan. Presidentes de gobiernos y hasta testas coronadas no dan un paso sin recurrir a las supersticiones de la quiromancia y el tarot. Si yo le contara… ¡Pero nada hay más eficaz que las reliquias certificadas por los rigurosos doctores de nuestra Iglesia Católica!

Lorencito no decía nada: lo miraba todo con los ojos y la boca muy abiertos, sin acordarse de que se había prometido a sí mismo no repetir más esa expresión. La mirada de Olga buscaba la suya: también se le había olvidado su voluntad de despreciarla. JD, tan ensimismado que parecía no verlos, circulaba entre sus tesoros frotándose suavemente las manos. Ahora había elegido una pequeña ampolla de cristal que tenía en su interior un líquido oscuro. La alzó ante los ojos de Lorencito y la luz del sol dio al líquido una tonalidad rojiza.

– Le concederé un privilegio, -declaró-. Mire atentamente esta sangre. Como todos los años por estas fechas, desde hace exactamente seiscientos dieciséis, se ha licuado. Pero ya no está en la capilla de Santa Cunegunda, mártir, donde recibía hasta hace poco la iletrada y bárbara adoración de multitudes ignorantes. Ahora me pertenece únicamente a mí… En todo el orbe de la cristiandad, como usted sabe, sólo hay otras dos reliquias que obren regularmente el mismo milagro. Pero la sangre de San Pantaleón y la de San Gennaro no tardarán mucho en reunirse aquí con la de Santa Cunegunda de Antioquía…

El piadoso multimillonario puso devotamente la ampolla sobre un paño blanco. Luego invitó a Lorencito y a Olga a sentarse en un mullido sofá, debajo de un cuadro con fondo de oro que según les dijo era el retrato de la Virgen María pintado del natural por San Lucas, la vera icon de la que han derivado a lo largo de dos mil años las únicas representaciones legítimas de la Reina de los Cielos. Rigurosos estudios de espectrografía, dendrología y parapsicología así lo demostraban, explicó. A continuación dio una palmada, y un sigiloso camarero filipino, que llevaba un escapulario sobre la chaquetilla blanca, les trajo en una bandeja de plata tres botellines de agua fresca de Lourdes. Lorencito, al beber, tan callado como si hubiera perdido el uso del habla, miraba de soslayo las piernas de Olga, que las tenía cruzadas, y que al cambiar de postura rozó las suyas, apartándolas en seguida, como temiendo herirlo en su recobrada castidad.

– De modo que así están las cosas, -con la cabeza inclinada y las manos junto a la barbilla, otra vez sin los guantes, JD dedicó a Lorencito una mirada escrutadora, aunque no tan fija que no se desviara hacia las rodillas de Olga-. Claras: como a mí me gusta. Como a nosotros nos gustan. La entrega de la imagen, con sus correspondientes reliquias, será el principio de nuestro acuerdo. El primer paso. Hay otra posibilidad. No le oculto que es más dolorosa. En mi equipo de seguridad cuento con un capitán de navío retirado. Argentino. Exiliado en la madre patria. Cultiva una especialidad muy valorada allí hasta hace poco tiempo. Picana. Un hilo de cobre se introduce en el glande, con perdón. Corriente eléctrica. Doloroso: también inútil. Preferible hablar antes. Consúltelo con la chica. Siempre más práctica, la mentalidad femenina.

– Usted no es un buen cristiano, -ni Lorencito se creía que quien hablaba de repente era él-. Usted es un ladrón y un sacrílego. Antes prefiero la muerte que el baldón.

Esta última frase pertenece al himno de los Luises de Mágina. Lorencito se había puesto en pie, sin que la mano de Olga pudiera retenerlo. JD permanecía inmutable, aunque las puntas de sus dedos habían subido hasta la nariz. Hizo un gesto leve con la mano, como quien saca un pañuelo. Las puertas de aluminio se abrieron y cuatro guardaespaldas entraron en silencio en la habitación. Uno de ellos, que era rubio y de piel sonrosada, se dirigió a Lorencito.

– Vení conmigo, pibe, -le dijo-, que recién te preparé el electrodo. Vas a tostarte doradito como asado criollo. Le garanto al patrón que con jarabe de voltio vos lo tumbás cantando al gordo Pavarotti.

Ni la cara afable ni el típico acento porteño del guardaespaldas tranquilizaron a nuestro corresponsal, para quien sus palabras fueron tan incomprensibles como las letras de los tangos, aunque no por eso menos amenazadoras. Cuatro sicarios berroqueños se le aproximaban en círculo, ajustándose, con sincronizados ademanes, aros metálicos en los nudillos, mientras el impasible plutócrata, balanceándose con las piernas cruzadas en su sillón giratorio, se olía pensativamente las puntas de los dedos y bisbiseaba un Padrenuestro, que a Lorencito le sonó como un responso anticipado. Notaba, sin embargo, la novedad sorprendente de que no le sudaban las palmas de las manos ni le temblaba el labio superior: iba a ser torturado, tal vez asesinado, y no tenía miedo. Se volvió hacia Olga y no la vio en el sofá: pensó melancólicamente que en aquellos momentos finales de su vida le perdonaba todo el mal que le había hecho. El capitán de navío argentino lo tomó del brazo, diciéndole, “venga, che, apurate”, y él sintió que sus pies se afirmaban obstinadamente sobre el suelo: para moverlo tendrían que arrastrarlo. Entonces la voz de Olga sonó a sus espaldas.

– Suéltelo, -dijo-. Apártense todos de la puerta. Él y yo saldremos ahora y ninguno de ustedes va a detenernos.

Todos se volvieron, incluso el implacable multimillonario, cuya serenidad se descompuso con un gesto de estupor y de alarma. En la mano izquierda Olga esgrimía su pistola. En la derecha, entre el pulgar y el índice, agitaba como una ampolla medicinal la reliquia de Santa Cunegunda mártir.

– Déme eso inmediatamente, -el magnate extendía hacia ella una mano temblorosa-. Démelo. Ahora. Es muy frágil. Extremadamente.

– No se acerque, -tampoco Olga levantó la voz, pero sí el cañón de la pistola-. Sería muy fácil que se me cayera. Imagínese, se rompería en este suelo de mármol, y adiós sangre licuada de Santa Cunegunda. Lauren, ponte a mi lado. Estos señores tan amables van a dejarnos salir hasta la calle, sin un mal modo ni una mala palabra, no vaya a caérseme este frasco de cristal tan delicado.