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Capítulo XXIII

De nuevo acorralado

Es inútil rogarle que cuente con detalle lo que sucedió después: su caballerosa discreción, acrisolada en el ejercicio del secreto profesional, que es el primer mandamiento del periodismo, en este punto se vuelve inconmovible. En su cara llena, habitualmente muy seria, sobre todo desde que volvió de Madrid, se le dibuja una sonrisa, y su mirada, a un tiempo risueña y melancólica, se pierde en el infinito, o en el fondo de la copa de vino quinado que sigue tomando con puntualidad cada noche a las nueve. Desde entonces, las canciones más tontas que escucha en la radio le ponen en el pecho una congoja de felicidad, como la de un muchacho de dieciséis años. Sólo cuenta que se durmió muy tarde, que Olga no quería apagar la luz, a causa del miedo, que al cabo de un rato de compartir el angosto dormitorio en el altillo ya se tuteaban, que ella empezó a llamarle Lauren, que durmió como un tronco, -aunque esa comparación le parecía vulgar-, más de ocho horas, y que al despertarse recordaba haber tenido vívidos sueños en color y sentía en los miembros una paz balsámica y una ligereza como de recobrada juventud, así como un orgullo muy semejante a la vanidad que al parecer se iba cimentando en el repaso maravillado de algunas evidencias numéricas.

Al despertar, la cama grande y baja, el suelo de madera, el techo tan inclinado sobre él, le dieron la confortadora sensación de encontrarse en el escenario de un cuento. Observó que aquella había sido la primera noche de su vida que dormía sin pijama, y eso le hizo acordarse de su madre y de que llevaba casi dos días sin hablar con ella por teléfono. Pensar en llamarla delante de Olga lo avergonzó: pero Olga, advirtió entonces, con tardanza excesiva, porque sólo en ese momento despertó del todo, no estaba en la cama. Quedaba en las sábanas su olor y la huella caliente de su cuerpo, pero su ropa había desaparecido del suelo, igual que su reloj, sus gafas y sus pulseras de la mesa de noche, que era un cesto de mimbre.

Pensó, para no alarmarse: “Estará abajo, haciendo el desayuno”. ¿No había en el aire un perceptible olor a café? Al sentarse en la cama se dio un golpe contra el techo inclinado. Ya se imaginaba bajando la escalera envuelto en su albornoz, silbando algo camino de la ducha, mientras en la cocina ella preparaba unas ricas tostadas, de la parte de arriba del pan, que son las más sabrosas, y batía para él una taza de Cola-Cao bien espeso, con la leche caliente, como a él le gusta, tan caliente que le dan sudores cuando empieza a beberla. Se puso el albornoz, que estaba tirado en un rincón, se calzó las pantuflas. Pensó llamarla en voz alta y decidida, pero a pesar de toda la confianza íntima atesorada a lo largo de la noche no se atrevía. Una molesta inquietud lo sobresaltaba, como el miedo que tiene uno a despertarse en medio de un sueño demasiado feliz: que Olga se hubiera ido, que lo hubiera engañado. Al fin y al cabo, ¿de qué se conocían? ¿No tenía constancia él, gracias a la lectura de algunos libros, de la amargura y el vacío que son secuelas de los amores superficiales de una noche?

Olga no estaba en la habitación del sofá. De la mesa morisca habían desaparecido el servicio de té y la bandeja de dulces, y el cenicero, obra de la alfarería portuguesa, estaba limpio de colillas. Lorencito apartó con mano trémula la cortina de cuentas y detrás de ella tampoco estaba Olga. La cocina, tan estrecha como el cuarto de baño, empotrada en un rincón de la pared, había sido recogida muy poco tiempo antes, pues aún olía a detergente y los platos goteaban en el escurridor. En aquella segunda habitación se terminaba la buhardilla: había muebles antiguos, una alfombra rústica, cientos de libros y objetos de cerámica en las estanterías. Comparar aquella biblioteca con la suya, tan escuálida a pesar de la Gran Enciclopedia de las Ciencias Ocultas , le produjo a Lorencito un vivo complejo de inferioridad cultural que acentuó su abatimiento. Miró con tristeza la mañana nublada por un balcón desde el que se veía el campanario y el jardín de un monasterio. Ideas lúgubres se apoderaban de él sin que el recuerdo de la dicha, -y del acto , según dice con pudoroso tecnicismo-, bastase para reanimarlo. Un traje y una camisa de hombre, perfectamente planchados y doblados sobre el respaldo de una silla, llamaron su atención. Fue entonces como si hubiese estado ciego y recobrara por milagro la vista: el traje y la camisa eran los suyos, y también la camiseta y los calzoncillos de felpa que estaban al lado, y los calcetines limpios, y los zapatones negros que relucían de betún, y la nota que había sobre la mesa, junto al termo de café con leche y el plato de pastelillos, estaba dirigida a él:

Querido, apoteósico, salvaje Lauren: he tenido que salir, pero no tardaré. ¿Serás capaz de esperarme? Te dejo preparada tu ropa. En el cuarto de baño tienes espuma y cuchillas de afeitar. No te vayas, please. O.

Postdata: Mmmmmmm…

Lorencito desayunó opíparamente: ni siquiera el café le provocaba palpitaciones esa mañana memorable. Llamó a su madre por teléfono y se las ingenió para cortar en seguida la comunicación, diciéndole que estaba en la sala de prensa del Congreso Eucarístico y que justo en ese instante pasaba por allí el Nuncio de Su Santidad, al que iba a solicitarle unas palabras. Su higiene personal y el cuidado de su ropa y de los detalles de su presentación alcanzaron perfecciones de dandismo: más de media hora dedicó a esculpirse la onda del tupé y a conseguir que la línea de sus patillas corriera exactamente a la altura de los lóbulos. En cuanto al estado de su traje, lo conceptuó sin vacilación de impecable: la doble raja de la chaqueta, tan difícil de planchar, tenía una lisura tan perfecta como la raya del pantalón, y la camisa, los calzoncillos y la camiseta parecía que hubieran sido almidonados por una experta oficiala. Se dijo que Olga, joven moderna, como de capital, desenvuelta, independiente, sensual, espontánea, era al mismo tiempo muy mujer de su casa, y que eso desmentía la opinión pesimista que impera en los círculos tradicionales de Mágina sobre las nuevas generaciones, y muy en especial sobre sus componentes de sexo femenino.

Se ajustaba la corbata silbando ante el espejo. Sólo echaba de menos su refrescante colonia Varón Dandy. En cuanto Olga volviese irían juntos a buscar la imagen del Santo Cristo de la Greña, y luego… Pero no quería pensar en el día de mañana, que además, recordó con un acceso de tristeza, era lunes, un lunes rutinario y tenebroso de Mágina en el que se levantaría a las ocho en punto para estar a las nueve a las puertas de El Sistema Métrico, esperando que abrieran, oyendo las campanadas del reloj en la plaza del General Orduña, frotándose las manos en un penoso silencio mientras sus compañeros, a los que llevaba viendo día tras día durante los últimos treinta y tantos años, comentaban los resultados del fútbol o se gastaban bromas soeces sobre los respectivos débitos conyugales del fin de semana, sin que faltase alguno que ponderando con fingida envidia la soltería de Lorencito le atribuyera costumbres de promiscuidad.

Para distraerse de la melancolía que otra vez lo estaba venciendo se puso a ordenar metódicamente en los bolsillos cada una de sus pertenencias, que la noche anterior había depositado en una repisa del cuarto de baño: el pequeño frasco de Oraldine, la cartera, en la que revisó cada uno de sus documentos y su ya menguada provisión de dinero, el bolígrafo Bic, el cuaderno de notas, el admirable cassette Sanyo, no más voluminoso que un mazo de naipes, el sobre con el retal de hábito, el bote de lentillas donde guardaba la uña del Santo Cristo… Pero también, ahora se acordaba, había guardado allí la llave que perteneció a Pepín Godino, la del almacén donde éste tenía escondida la imagen venerable.

La llave no estaba. Y si no estaba donde él la puso y de donde él en ningún momento la sacó era porque alguien se la había quitado. Y de nadie podía sospechar más que de Olga. Pero sospecha no era la palabra exacta. Las palabras justas, una vez más, como desde el principio de su estancia en Madrid, eran engaño y traición. Y esa joven, a la que un minuto antes había idolatrado, conjeturando con insensata candidez la posibilidad de proponerle un noviazgo formal, ahora se le presentaba como una mujer fría y calculadora, una loba con piel de cordero, una Eva que le había ofrecido sin que él se resistiera la fruta prohibida, aunque suculenta, de la perdición y la mentira, seduciéndolo como una aventurera sin escrúpulos.

Todo el cuerpo le temblaba en sacudidas de blandura y despecho mientras bajaba atropelladamente los cinco pisos de escaleras. Tal vez aún estaba a tiempo de evitar que la viciosa bailaora le arrebatara con sus malas artes el Santo Cristo de la Greña. “Ésa a mí no me conoce”, pensaba con rencor, “ésa no sabe todavía quién soy yo”. En la calle, frente al portal, dos hombres fornidos, con trajes oscuros, con gafas de sol y bigotes negros, con auriculares para sordos, lo miraron por encima de sus periódicos abiertos y sin ningún disimulo echaron a andar tras él, cada uno por una acera. Un coche los seguía despacio, los adelantaba, se iba aproximando a Lorencito, ya le pisaba los talones. Pero en el semáforo de una calle transversal estaba detenido un taxi y Lorencito, con premura y arrojo, abrió la puerta trasera y se lanzó a su interior diciendo en voz clara y terminante:

– Rápido. A la Ribera de Curtidores. A las Galerías Piquer.