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Capítulo XIX

El arrabal de los muertos vivientes

Le faltaban las fuerzas para intentar otra huida, las fuerzas y las ganas, y además estaba prácticamente cojo, y mareado, y desorientado, y hambriento, y su aspecto general no debía de ser mucho menos lastimoso que el de aquellas siluetas de hombres o de mujeres que erraban entre los montones de tierra, de escombros, de basuras humeantes, siluetas flacas y extenuadas como las que veía la noche anterior por las calles del centro de Madrid, más desarboladas ahora, a la luz cruenta del día, menos amenazantes, con pantalones vaqueros, con viejas zapatillas de deporte, con los brazos huesudos y pálidos, con las habituales bolsas de plástico llenas de desperdicios en las manos, con las cabezas bajas, arrastrando los pies, pasando a su lado sin verlo, con los ojos fijos y vidriosos, como en aquella película de los muertos vivientes, vestidos con sucios harapos, como los leprosos en el lazareto de Ben-Hur : de lejos no se distinguían los hombres de las mujeres, y cuando se acercaban no podía saberse si eran viejos o jóvenes, porque caminaban tan encorvados como ancianos, pero algunos llevaban cabellos largos, cazadoras de cuero, camisetas con dibujos psicodélicos. Se recostaban contra alguna pared en ruinas, se sentaban en círculos junto a un arroyo de aguas sucias, entre papeles de periódicos y desechos de plásticos, y Lorencito observó que prendían mecheros y calentaban con la llama exangüe una sustancia marrón sobre trozos arrugados de papel de plata, y que luego se ataban al codo una goma o una cuerda que mantenían tensa mordiéndola por un extremo y se administraban inyecciones con mano temblorosa, no sólo en los brazos, sino también en las venas descarnadas del cuello, en los muslos, junto a los tobillos.

El humo hediondo de las basuras quemadas le irritaba los ojos, y conforme se iba acercando a las chabolas oía una confusión de gritos infantiles, músicas emitidas por enormes radiocassettes y sintonías de programas y anuncios de la televisión. Sobre los tejados de cartones y de chapas brillaba al sol un bosque metálico de antenas, algunas de ellas parabólicas, y por las calles desiguales y polvorientas, trazadas al azar o al antojo de sus pobladores cimarrones, corrían niños desnudos, de piel oscura y barriga hinchada, como en los documentales misioneros sobre el África negra. En las puertas de las chabolas permanecían sentadas, con la costura o el rosario en el regazo, gitanas viejas con refajos de luto y pañolones negros a la cabeza, algunos de ellos ceñidos por los auriculares de un walkman , y del interior venían gritos destemplados de mujeres y atronadoras voces y melodías de los mismos seriales sudamericanos a los que tan aficionada es la madre de Lorencito.

Se acordó de los arrabales de Mágina de hace treinta años, de las casuchas insalubres que había en la calle Cotrina y en la Redonda de Miradores: más de una vez, él mismo los había visitado en su juventud, cuando militaba en Caritas, en los grupos parroquiales de apostolado social a domicilio: pero entonces no había en las barriadas humildes electrodomésticos tan grandes como aparadores, ni antenas de televisión, ni relucientes automóviles de lujo aparcados inexplicablemente en las puertas de las chabolas, mezclados con los montones de desperdicios, con las carrocerías de coches abandonados o quemados, sin cristales, sin neumáticos, con las tapicerías reventadas, habitados a veces por despojos humanos que yacían entre la chatarra con los ojos turbios y los brazos amarillentos y manchados de sangre.

El miedo se le había olvidado: lo sustituía la sensación de haberse vuelto invisible. Los muertos y las muertas vivientes que surgían de los desmontes como si brotaran de la tierra se rozaban con él sin que sus ojos alucinados y brillantes lo vieran y entraban encorvándose en el interior de las chabolas, apretando billetes sudados de mil pesetas en las manos, y salían un minuto después con un paso más vivo y un aire de furtiva avidez. Lo seguían niños desnudos y perros famélicos: los perros le ladraban, los niños le gritaban insultos nada propios de sus voces infantiles o se arracimaban en torno suyo jugando a que lo asaltaban con un trozo herrumbroso de tubería o pidiéndole limosna. Luego, inopinadamente, se volvían atrás para tirarle desde lejos terrones secos o bolas de excrementos.

Había llegado al final de las chabolas: más allá, al otro lado de la autopista, se veía una línea de árboles escuálidos y una colonia en construcción de chalets adosados. Milagrosamente, su reloj digital continuaba funcionando, lo cual constituía una prueba nada desdeñable de la perfección de la industria relojera japonesa: eran las dieciocho treinta y tres, el sol empezaba a volverse rojizo en la llanura del oeste, sobre los chalets de ladrillo y los cerros estériles. Bocarrape y Bimbollo ya habrían descubierto su fuga, Pepín Godino ya estaría tramando otra manera de involucrarlo en el asesinato de Matías Antequera, con la ayuda inestimable de la confesión que tan cobardemente él había firmado. Incluso era posible que la policía lo estuviera buscando como sospechoso de la muerte del sicario oriental…

Le entró de golpe toda la pena que solía afligirlo los sábados por la tarde, arreciada por la desolación del lugar donde estaba y por el espectáculo, desconocido hasta entonces, de una miseria degradada y febril. Pensó que el Domund, en cuyas cuestaciones había participado tantas veces cuando era más joven, venciendo su timidez para apostarse en la plaza del General Orduña con una hucha de porcelana en forma de cabeza de negro o de chinito, debía celebrarse no en beneficio de las tribus paganas de África ni para remediar el hambre crónica en la India, sino con la imperiosa finalidad de darles una vida digna a nuestros compatriotas más necesitados. Imaginó el titular de un valiente artículo de denuncia que escribía para Singladura en cuanto regresara a Mágina, si es que regresaba vivo: El Tercer Mundo, entre nosotros . Y como cada vez que le viene el gusanillo de la vocación periodística se abstrae de lo que tiene alrededor, y ya no piensa sino en la emoción de ver su nombre y sus palabras en una página impresa, -es el mezquino reproche que suele hacerle el jefe de personal de El Sistema Métrico-, no oyó las sirenas que se acercaban ni vio los coches y furgones de la Policía que abandonaban la autopista con espectaculares chirridos de neumáticos y subían hacia las chabolas dando saltos sobre las zanjas y los montones de basura como lanchas motoras en un mar embravecido.

“Vienen por mí”, pensó al verlos: sobre los coches blancos y azules y los furgones celulares que rodearon instantáneamente el poblado centelleaban luces giratorias, y de las portezuelas abiertas con violencia salían policías de paisano con gafas de sol, cazadoras y revólveres que echaban a correr hacia los muertos vivientes, y también guardias de uniforme, con gorras de visera, chalecos antibalas y largos fusiles terminados en botes de humo o en dispositivos para el lanzamiento de pelotas de goma.

Las apacibles ancianas enlutadas perdieron su inmovilidad y se desgañitaban gritando: “¡Agua! ¡Agua!” Los perros sarnosos ladraban con furia unánime y los niños lanzaban sus proyectiles pestilentes contra los policías, que avanzaban en un frente curvo hacia las chabolas y se protegían levantando escudos de plástico transparente sobre sus cabezas. Los ladridos, los gritos, los disparos, el estampido de las pelotas de goma y de los botes de humo se confundían con las rumbas flamencas y con las canciones de la televisión en una algarabía que Lorencito definió después como ensordecedora, y cuya única víctima tangible parecía ser él, pues fue acertado, sucesivamente, por una boñiga, que le dio en la cara, por una pelota de goma que lo golpeó exactamente en la boca del estómago, por el zurriago negro de un guardia, por una lata machacada de cerveza cuyo contenido, caliente como orines, le bañó la nariz y los ojos.

Un policía con la visera del casco levantada sobre la cara como un morrión lo perseguía esgrimiendo sobre su cabeza una pértiga de caucho, y le habría medido las espaldas de no ser porque en su ceguera tropezó con una muchacha de pelo tieso y sienes rapadas que gateaba sobre un charco de cieno llevando hincada todavía una aguja hipodérmica en el antebrazo: mientras Lorencito escapaba, el policía reparó en ella, prorrumpió en maldiciones y no cesó de golpearla hasta que un compañero suyo, de paisano, le gritó: “¡Cuidado, idiota, que viene el juez y te va a empapelar por malos tratos!” Mujeres gordas y greñudas chillaban en las puertas de las chabolas y tiraban certeramente contra los policías los más variopintos proyectiles: macetas, santos de escayolas, platos de macarrones con tomate, guijarros que se cruzaban silbando con las pelotas de goma, ladrillos rotos, botellas de cerveza. Los muertos vivientes deambulaban impávidos entre los disparos y las humaredas, caían al suelo como muñecos de trapo cuando los golpeaban, ascendían con lentitud de quelonios por las laderas agrietadas de tierra sin abandonar nunca sus miserables bolsas de plástico.

“¡El gordo de la corbata, que se naja!”, oyó gritar Lorencito a su espalda: había escalado afanosamente un terraplén, y un par de guardias, desde abajo, apuntaban contra él sus fusiles. Los botes de humo y las pelotas de goma lo rozaron cuando echó cuerpo a tierra, y bajó rodando hasta el arcén de la autopista, donde había una parada de autobús. Las siluetas armadas y los cascos relucientes de los guardias aparecieron en lo alto del cerro al mismo tiempo que el autobús frenaba junto a él. Lorencito subió sacudiéndose la ropa, intentando en vano sonreírle con dignidad al conductor.