Al oír la sirena del tren que al devolverlo al tiempo lo revivía de su fatigado letargo se levantó de la cama y tomó la vela que lo alumbraba para bajar a la cocina, porque había terminado una botella de vino y no se resignaba a no prolongar la solitaria celebración del final de su libro, tan dulce como el último día de la escuela y la estufa encendida en una esquina del aula, cuando miraba el patio nevado tras los ventanales del invierno y sabía que a la mañana siguiente su padre no iba a gritarle que se levantara antes del amanecer porque estarían cegados todos los caminos por la nieve. «Es él», dijo Beatriz, fija en la luz que ahora se apartaba de la ventana y oscilaba para perderse y regresar luego, más opaca y lejana, a un balcón de la fachada, a la puerta del zaguán, que la derramaba sobre el empedrado al entreabrirse. «Estoy segura de que es él», repitió, como si los otros no la hubieran oído o no creyeran lo que les decía. «Pero habrá más gente en esa casa tan grande. Habrá perros, supongo», dijo el hombre del traje claro, junto a ella, sin levantar los ojos, sin incorporarse en el asiento de cuero contra el que yacía su cara sin afeitar, como si hubiera renunciado a todo deseo o impulso no de sobrevivir, sino de prolongar la huida que transitoriamente habían detenido ante las vías del ferrocarril como ante un obstáculo definitivo y banal. Tras ellos, en el asiento posterior, el pasajero más joven se mordía los labios y jadeaba en voz baja asiéndose el muslo herido con las dos manos, derribado por la fiebre, por la certeza absurda de que la noche iluminada de luna y la casa donde los otros hablaban vagamente de encontrar un refugio eran la trampa última que les tendía la muerte. Fumaron, sin salir del coche, escondiendo cada uno de ellos la brasa de su cigarrillo en el hueco de la mano, como si esa precaución menor pudiera librarlos de los guardias civiles que indagaban el rastro del automóvil por las carreteras próximas o fuese ineludible aun entre la espesura de los olivos y la niebla. Tenían subidos los cristales de las ventanillas, y el humo, al adensarse, arrancó una tos lóbrega de la garganta del hombre herido, que se recostaba en el respaldar de su asiento con la boca abierta y el costado derecho del pantalón empapado en sangre, las pupilas brillantes bajo los párpados casi cerrados, un cigarrillo adherido al labio inferior como un hilo de baba. «Vamos», dijo Beatriz, tanteando en la penumbra para quitar la llave de contacto, «él nos ayudará. A lo mejor conoce algún modo de cruzar la sierra sin volver a la carretera general». Era ella quien conducía el automóvil, anotó luego Solana, quien había desgarrado una de sus camisas de seda para obtener vendas que detuvieran la hemorragia en el muslo, quien tomó el volante cuando el otro, el hombre del traje claro cuyo perfil vio Solana en la ventanilla de ese mismo automóvil seis meses atrás, rompió a llorar sin dignidad ni lágrimas en la cuneta de una carretera perdida y vomitó doblado sobre sí mismo al ver y oler la sangre y recordar el sonido seco y temible de los disparos que rasgaron como cornadas la cadera y el muslo del pasajero cuyo nombre no supo nunca. «Un camarada, dice, perfectamente seria», escribió Solana, «un fugitivo del Valle de los Caídos con documentación falsa y bigote postizo y el pelo de las sienes tintado de gris como para una mala función teatral, un muerto tan prematuro e indudable como ella misma o ese tipo de manos blancas y uñas rosadas y brillantes que les ha entregado su automóvil y ha venido con ellos no porque crea en la República ni en el Partido y ni siquiera en la posibilidad de que puedan terminar vivos su viaje, sino por la simple y obscena razón de que está enamorado de Beatriz y quiere casarse con ella aunque sabe que eso es imposible mientras yo esté vivo, que lo fue, incluso, durante los años en que pareció que yo estaba muerto. "Le pedí que me dejara el coche unos pocos días", dice Beatriz, revindicando ante mí como un reproche no formulado la abnegación, la caballerosidad del otro, su probable amante, "le dije que era un viaje muy largo y tal vez peligroso, y que no quería enredarlo a él en un asunto así, pero se empeñó en venir con nosotros, hasta llegó a decir que me denunciaría si no lo dejaba acompañarnos. Ahora está muerto de miedo, le da náuseas el olor de la sangre". Enamorado, de antemano rendido, dispuesto a esconder en el almacén de su tienda de modas paquetes de periódicos clandestinos o a llevarla en su propio automóvil a una ciudad lejana y a la puerta de la cárcel de donde iba a salir el fantasma sombrío que estuvo alguna vez casado con Beatriz y cuyo rostro sólo ha visto de cerca esta noche, enamorado y ávido de cumplir todo deseo de ella, de adivinar y adelantarse a cualquier deseo que Beatriz no le haya confesado aún, sea un pañuelo como los que ahora usa para limpiar la sangre y el sudor del herido o un perfume extranjero o un viaje temerario y letal a esa ciudad de la costa cuyo nombre ella no ha querido decirme donde los espera la barca de contrabandistas que pasará a Gibraltar o al norte de África al fugitivo, si es que le alcanza la vida para llegar allí o no caen antes en una emboscada de la policía. Muy pálido, con su entallada chaqueta de lino sucia de sangre como el mandil de un carnicero, me mira con rencor, con la parte de miedo que no pertenece a su huida o al recuerdo de los disparos y la sangre, sino a la evidencia de que es por mí por quien Beatriz le ha sido negada y de que un solo gesto mío o una palabra bastarían para que ella se marchara de su lado con la misma serena resolución con que aquella mañana de enero, frente a la cárcel, salió del automóvil y caminó con sus altos tacones sobre el barro de la carretera para entrar en la taberna donde yo bebía junto a la ventana empañada y lo miraba a él, que fumaba y contaba cada minuto apoyado en el volante y no podía vencer el miedo a que ella se hubiera ido para siempre».

«Vamos», dijo Beatriz, y abrió la puerta del automóvil, pero ni el herido ni el otro parecieron oírla, como si no creyeran en el espejismo que ella les anunciaba al señalarles la casa. Salió con la cabeza baja para que las ramas del olivo no se le enredaran en el pelo, y cuando buscó otra vez la luz que había visto deslizarse de ventana en ventana, como los fantasmas del cine, ya no pudo encontrarla, pero había una figura inmóvil en la mitad de la explanada, al filo del terraplén del río, y aunque desde tan lejos le era imposible descifrar su rostro, reconoció melancólicamente, como quien al oír una música recobra una íntima sensación olvidada, la forma de los hombros, el modo en que Jacinto Solana miraba a veces las cosas con la cabeza vuelta a un lado y las manos perezosamente hundidas en los bolsillos. «Iré yo sola», dijo entonces, «vosotros esperáis aquí». Cruzó las vías, el puente, se perdió en la niebla, emergió de ella al otro lado del río y desde allí se volvió para comprobar con alivio que el automóvil se disolvía en la sombra de los dos olivos que lo ocultaban. Indiferente y quieto como un árbol mineralizado por la luna, Solana no advertía su avance, y únicamente vio a Beatriz cuando ya casi al final del camino ella dijo su nombre, en voz baja, primero, como si temiera que aquella luz, que dilataba las formas y les otorgaba una dureza como de figuras de sal, pudiera también agrandar y desfigurar el sonido de las voces, gritando luego o tal vez oyendo su propia voz como los gritos pálidos de los sueños, porque el rumor del agua la borraba, y se desvanecía en el brillo de la luna y en el combado espacio de los olivares y la sierra líquida y azul, leve y tendida como la niebla. «Jacinto», dijo otra vez, más alto, pero a él su voz no le sonó como un grito, «soy yo, Beatriz».

«Están muertos los tres», escribió unas horas más tarde en el cuaderno azul, después de dejarlos escondidos en la bodega y de bajar la pesada trampilla con la sensación de que estaba ajustando la losa de un sepulcro, «están muertos y lo saben y tal vez yo mismo lo estoy, porque la muerte es una enfermedad contagiosa. Cuando guardaron el automóvil en el cobertizo y los llevé a la cocina daban vueltas como en una celda de condenados y comían con la misma agria codicia que yo vi tantas veces en aquellos hombres que sabían que a la madrugada siguiente los iban a fusilar. El herido tirita y suda de fiebre y Beatriz le pasa un pañuelo húmedo por la frente y luego vuelve a escarbar el fondo de una lata de sardinas con sus dedos sucios de aceite, con sus largas uñas pintadas. Me dicen que llevaban veinticuatro horas sin comer, que anoche, después del encuentro con los guardias civiles, huyeron por carreteras que no conocían y no se detuvieron hasta el amanecer, en una casa abandonada, en medio de una llanura rojiza en la que no había nada ni nadie, ni un árbol, ni un animal, ni un hombre, ni una sierra o una ciudad en la lejanía. Cuando anocheció partieron otra vez hacia el sur, y de pronto, dice Beatriz, cuando había perdido la conciencia de las horas que llevaba conduciendo, vio en la luz de los faros el cartel de una ciudad, Mágina, y luego una gasolinera iluminada y desierta donde tal vez habría un teléfono público. Como otras veces, en los años pasados, cuando no le bastaban las cartas y llamaba a Manuel para preguntarle si sabía algo de mí, pidió su número a la telefonista y aguardó largamente hasta oír la voz alarmada y entorpecida por el sueño que pronunció el nombre de " La Isla de Cuba" y le explicó el modo de llegar hasta aquí. " La Isla de Cuba", me dice, con fatigada ironía, "únicamente tú podías terminar viviendo en un sitio que se llamara así"».

Estaban muertos, aunque nadie viniera para descubrirlos en la bodega durante todo el día que pasaron allí, y lo seguirían estando si a la noche siguiente, cuando ya el herido había perdido el conocimiento y deliraba y gemía revolviéndose sobre los almohadones y las mantas que pusieron para él en el asiento posterior del automóvil, lograban cruzar la sierra por el camino que les señaló Solana desde «La Isla de Cuba», la vieja ruta de los arrieros que quedó abandonada cuando asfaltaron la carretera general, porque llevaban a la muerte consigo igual que fugitivos de una ciudad tomada por la peste. Estaban muertos desde el instante justo en que el pasajero, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Madrid, como si el silencio formara parte de su identidad clandestina, les pidió que detuvieran el automóvil en medio de una llanura por donde la carretera avanzaba ilimitadamente en línea recta hacia una oscuridad cuyo último límite no parecía que fueran a alcanzar nunca, y bajó de él, calándose el sombrero sobre los ojos, deteniéndose luego en la cuneta, de espaldas a ellos, como si buscara algo en el horizonte oscuro, con una mano en el bolsillo de la chaqueta donde probablemente guardaba una pistola. Beatriz vio en el espejo retrovisor unos faros amarillos que se fueron agrandando hasta cegarla y alumbraron de costado al hombre todavía inmóvil y más alto contra la línea de la oscuridad. Oyó puertas que se abrían y luego una voz lejana, un grito, una orden, y el pasajero se volvió hacia la luz y echó a correr resbalando sobre la grava de la cuneta, y cuando ya entraba en el automóvil quedó por un momento paralizado contra la ventanilla, estremeciéndose una vez, y luego otra, sujetándose al filo de la portezuela abierta cuando sonó el segundo disparo, cayendo derribado en el interior como un soldado herido cuando abandonaba la trinchera.