Francisco se revolcaba en su celda, irritado por la secuencia de azotes. Los silbidos violentos zumbaban cerca. Y sus nervios se retorcían al oír los quejidos. Se paró, dio vueltas en torno a las paredes húmedas, pateó una rata con tanta ira que la aplastó en las cañas del techo. Su chillido convulsionó a las demás. Francisco salió corriendo. Los bloques negros de plantas y muros le impidieron llegar en un instante al improvisado cadalso. Martín yacía de bruces sobre la tierra. El indio seguía descargando los golpes con regularidad. Francisco lo empujó violentamente y casi lo derribó.

– ¡Basta!

El indio se asustó; retrocedió unos pasos. Francisco le hizo soltar las varas y ordenó que se fuera. Tras una corta vacilación se esfumó por la grieta del muro.

Martín, entre los vahos de la semiconciencia, farfullaba automáticamente:

– Más, más…

– Soy yo, Francisco.

Interrumpió la retahíla. No lo conectaba con el indio. Se esforzó en unirlos. Despertaba de un pesado sueño. Giró la cabeza. De pronto se avergonzó.

– Cúbreme -dijo.

Le tendió el sucio hábito sobre la espalda florecida de sangre.

Después pidió que lo ayudase a ponerse de pie. Sus miembros se doblaban como hojas de lechuga. Francisco lo cargó sobre su espalda. A medida que lo aproximaba a su celda el mulato recuperaba las energías. Empezó a caminar. Abrió la puerta, trepó a su lecho fúnebre y se tendió boca abajo.

– Gracias.

Francisco le alcanzó una jarra de agua.

– Y perdóname -agregó-. No tenía derecho a ofenderte.

– Ya te he perdonado.

– Yo tenía bien merecida esta flagelación.

Pocas horas más tarde el hermano Martín apareció con entusiasmo en el hospital. Su rostro no traslucía los desmesurados ejercicios nocturnos. Era un lirio despojado de mácula [29] .

89

– ¿Te has dado cuenta, Francisco -dijo su padre-, de que me las arreglo para permanecer menos tiempo en el hospital?

– Solamente cuando estoy yo, supongo.

– Supones bien -se acomodó el sambenito que el viento del mar empujaba hacia un hombro.

– Estas caminatas benefician tu salud.

Don Diego sonrió melancólicamente.

– Recuerdo de salud, querrás decir -corrigió.

– Estás mejor que cuando vine.

– Sólo en apariencia. No sirve engañarse. Mis bronquios han envejecido demasiado.

– Mientras permanezca en el Callao, haremos este paseo por la playa todos los días. Te pondrás fuerte, papá. Cuando estuvieron suficientemente lejos de espías y delatores, Francisco entró a saco:

– En la Universidad encontré un libro importante -hacía rato que ardía por compartir su turbación.

– ¿Sí? -los ojos endrinos del padre se iluminaron. ¿Cuál?

– El Scrutinio Scripturarum .

– Ah -volvió a ensombrecerse.

– ¿Lo conoces?

– Sí, por supuesto.

– ¿Sabes que me parece falso? -aventuró un calificativo.

Su padre cerró los ojos. ¿Le había entrado arena? Empezó a restregarse.

– Sentémonos aquí -propuso aparentando dispersión.

– ¿Has escuchado? -reclamó Francisco.

– Que te pareció falso, dijiste… -tendió el sambenito como una alfombra. Sus articulaciones dolían.

– Saulo, el judío que defiende la ley de Moisés -contó exaltado-, se deja ganar como un idiota. Desde la primera página está condenado a perder. Sólo habla para que el joven Pablo le salte encima y lo refute.

– Tendrá más razón Pablo -lo consoló.

– Pablo tampoco me convence. No escucha -Francisco se enardecía-. No es un diálogo. Todo está escrito para demostrar que la Iglesia es gloriosa y la sinagoga un anacronismo.

– La Iglesia valora mucho esta obra. Se ha distribuido por doquier.

– Porque le rinde pleitesía -se llevó la mano a la boca al advertir la temeridad de sus palabras; trató de corregirlas-. No la defiende con las armas de la verdad, papá.

Don Diego intuyó que su hijo se deslizaba hacia una pendiente.

– ¿Cuáles son las armas de la verdad? -su respiración también se agitaba.

Francisco miró hacia atrás, hacia el acantilado ocre con salteadas guedejas verdes y hacia el Norte y el Sur de la playa vacía. Nadie lo escuchaba: podía seguir abriendo sus dudas, su fastidio y rebelión.

– ¿La verdad? -sus ojos refulgían-. Responder si a partir de Jesucristo vivimos realmente en los tiempos mesiánicos que anunciaron los profetas. La Biblia asegura que los judíos dejarían de sufrir persecución tras la llegada del Mesías y ahora no sólo la sufren, sino que ni tienen derecho a existir.

Diego Núñez da Silva lo miró con susto.

Francisco le apretó su arrugada mano.

– Papá. Dímelo de una vez…

Las olas se desenrollaban sobre la arena con un rumor caudaloso y dibujaban a su término una larga serpiente de espuma.

– No quiero que sufras lo que yo he sufrido -respondió quedamente.

– Ya lo dijiste. Pero el sufrimiento es misterioso, depende como lo sientas -Francisco lo alentaba a sincerarse.

– Yo no creo en la ley de Moisés -afirmó de súbito don Diego.

Francisco abrió grande los ojos, azorado.

– No es verdad…

Su padre se mordía los labios. Masticaba vocablos y pensamientos.

– No lo creo en lo que no existe -añadió.

– ¿Dices que no existe la ley de Moisés?

– Es un invento de los cristianos -agregó-. Desde su visión cristocéntrica han armado algo equivalente para los judíos. Pero para los judíos sólo existe la ley de Dios. Moisés la ha transmitido, no es el autor de ella. Por eso los judíos no adoran a Moisés, ni lo consideran infalible, ni absolutamente santo. Lo aman y respetan como gran líder, le dicen Moshé Rabenu , «nuestro maestro»; pero él también fue castigado cuando desobedeció. En la Pascua judía, cuando se narra la liberación de Egipto, Moisés no es mencionado nunca. Quien libera es Dios.

– En esa ley crees, entonces -Francisco lo encerró para aclarar sus dudas de una buena vez.

– En la ley de Dios.

– ¿Eso es la horrible inmundicia que llaman judaizar? -su insistencia era implacable.

Don Diego lo miró a los ojos.

– Efectivamente, hijo: respetar la ley de Dios escrita en las Sagradas Escrituras.

El fragor de las olas contribuía a la soledad del ambiente. El rodar de las aguas magnificaba la quietud de la arena, del acantilado, de la atmósfera. Francisco estudió la leñosa cara y los dedos sarmentosos que jugaban con un montículo blanquecino. Eran el rostro y las manos de un hombre justo. Sintió arrebato.

– Quiero que me instruyas, papá. Quiero convertir mi espíritu en una fortaleza. Quiero ser el que soy, a imagen y semejanza del Todopoderoso.

El viejo médico sonrió.

– Lee la Biblia.

– Sabes que lo vengo haciendo desde hace años.

– Por eso me entiendes en seguida, Francisco.

Francisco se sentó junto a su padre, también de cara al océano. Sus hombros se tocaban. Sentían un íntimo regocijo por la explicitación de la alianza. Al padre le encendía un inefable orgullo: la calidad de su simiente. Al hijo le embargaba una intensa emoción: la integridad de su ascendencia. Por fin consiguieron transmitirse el tenaz secreto. Por fin se confiaban por entero.

– Siento que no estoy solo, papá -extendió sus manos hacia adelante, hacia el índigo con resplandores de plata; luego hacia arriba, hacia las gaviotas que navegaban sobre ondas invisibles-. Pertenezco a una familia llena de poetas, príncipes y santos. Mi familia es innumerable. Así me enseñaste desde niño.

– Perteneces a la antigua Casa de Israel, a la sufrida Casa de Israel, que es también la Casa de Jesús, de Pablo, de los apóstoles.

– Mi sangre abyecta es igual a la de ellos. Tan digna como la de ellos.

– Eso no lo pueden aceptar. No lo quieren ver. Trazan una frontera alucinada entre los judíos a quienes veneran y los judíos a quienes desprecian y exterminan.

– El Scrutinio pretende agrandar esa frontera, precisamente -Francisco no podía quitarse la acidia del libelo-. Saulo y Pablo: los pinta próximos, pero tan distintos. El apóstol San Pablo había sido el rabino Saulo antes de la conversión, como Pablo de Santamaría había sido el judío Salomón Halevi. Halevi se olvidó de su origen; su ambición lo llevó a tanta indignidad, papá.

– Su miedo, hijo… -le corrigió-. El miedo es peor que la muerte. Yo he tenido ese miedo.

Francisco asintió con pena. Era el punto más doloroso.

– Por miedo abjuré, lloré, mentí, confesé -murmuró el padre-. Se desintegró mi persona… Decía lo que me ordenaban.

– Papá, por favor, dime: ¿en algún momento volviste a la fe católica?

Abrió las manos, repentinamente sorprendido. Se mesó la barba.

– Preguntas si volví… Pero ¿alguna vez estuve en ella? Para los católicos, basta recibir el bautismo. Pero eso lo fuerzan. El proselitismo así es fácil. Pero quien es bautizado contra su voluntad no cree con el corazón. Es como si te pidiesen que jures lealtad a alguien pero otro lo hace por ti; luego te llaman traidor por no ser leal a quien jamás juraste lealtad… Un mecanismo que haría sonreír, si no fuese trágico.

– ¿El bautismo no derrama la gracia?

– La gracia llega con la fe. Hijo: muchas veces he deseado tener fe en los dogmas de la Iglesia para dejar de ser un perseguido. Me has visto en los servicios y las procesiones: no siempre concurro para simular. Me concentro, escucho, rezo, trato de sentir. Pero sólo veo una ceremonia ajena.

– ¿Dejarías de ser judío, papá?

– Como tantos. Como millones. Pero también tendría que dejar de ser quien soy. Olvidar a mis padres, mi historia, la llave de hierro. Pensar de otro modo. Se quiere, pero no se puede.

– No es sólo la religión, entonces.

– Por supuesto. Es algo más profundo.

– ¿Qué?

– No lo consigo atrapar. Quizá sea la historia. O el destino común. Los judíos somos el pueblo de la Escritura, del libro. La historia es libro, letra escrita… ¡Qué paradoja!, ¿no? Ningún otro pueblo ha cultivado tanto la historia y, al mismo tiempo, es tan obstinadamente castigado por ella.

Al rato, el padre murmuró:

– No es fácil ser judío como no es fácil el camino de la virtud. Ni siquiera eso: no está permitido ser judío.

– ¿ Entonces?

– O te conviertes de corazón…

– El corazón no responde a la voluntad -lo interrumpió Francisco-, lo acabas de reconocer.

[29] El barbero, enfermero, sirviente, mulato y bastardo Martín de Porres fue propuesto para su beatificación por el papa Clemente IX. La causa, sin embargo, fue detenida en el procedimiento vaticano durante una centuria. En 1763 fue proclamada la heroicidad de sus virtudes por un decreto apostólico. Pero su aprobación recién tuvo lugar en 1936 por el papa Gregario XVI, quien avanzó más aún, y lo reconoció Bienaventurado. El papa Juan XXIII, en mayo de 1962 -sobre las vísperas del Concilio Vaticano II- en una emotiva ceremonia, elevó al hermano San Martín de Porres a la veneración de loa altares. Es el primer santo negro de América.