A los pocos días empezó el temido proceso biológico. Una fetidez insoportable salía por las ranuras del cofre. Lo envolvieron con mantas. El capitán insistió en que no podrían conservado hasta el término del viaje. Lo cubrieron con cebollas. Inútil. El olor se expandía a todos los rincones del barco. Decidieron ponerlo en un rincón de la bodega por cuyo ojo de buey se vaciaban las bacinas: los excrementos amortiguarían la hediondez del cadáver.

Una noche la tripulación fue despertada por una explosión. Estallaron las maderas como si hubiese encallado la nave. No obstante, ella proseguía deslizándose sobre las aguas. Era el cofre que había reventado por la presión del cadáver descompuesto. El capitán, furioso, ordenó arrojarlo inmediatamente al mar. El comisario lo agarró con ambas manos, desmayándose de náuseas, y amenazó al capitán con la hoguera si se animaba a cometer tal crimen. Acordaron ponerlo en cubierta, atado al palo mayor. Su podredumbre sería arrancada por el viento.

Las mantas que cubrían el cofre se abrieron como banderas. Voló la tapa. El cuerpo del otrora enteco sacerdote se elevó como un gigante. Su abdomen era un globo fantástico que crecía diariamente y sus ojos desorbitados un par de braseros que espantaban a las nubes. La nave recorrió el Pacífico sostenida por un monstruo inverosímil. En el puerto del Callao hicieron falta muchos cargadores para descenderlo.

Fray Bartolomé Delgado partió en seguida a Lima escoltado por oficiales de la Inquisición. Varios bueyes arrastraron la colina pestilente en que se había transformado Isidro Miranda.

86

En el convento de Lima hubo consternación -contaría Francisco-. No sólo se lamentaba el fallecimiento del prior, sino que se hablaba excitadamente sobre el inesperado arresto de Bartolomé Delgado y el inexplicable crecimiento posmortem de Isidro Miranda. El hecho trastorno en particular a fray Manuel Montes, quien se convirtió en un definitivo muñeco de cera. Permanecía inmóvil en la galería azulejada; y sus ojos ausentes (los labios no se movían) reiteraban una frase enigmática: «Han tocado el Mal.» Le pregunté si podía ayudarlo. No contestó. Ni siquiera pareció reconocerme. Me enteré de que era medio hermano de fray Bartolomé.

El cadáver de Isidro Miranda fue inhumado en una fosa gigantesca. Parece que el Santo Oficio apreció los esfuerzos realizados para ponerlo a su disposición. Si cometió una herejía imperdonable, los huesos serían oportuna mente desenterrados para que la hoguera los castigase y devorara. Era su destino casi seguro. La monstruosa deformación no podía ser sino obra del demonio. En vida fue un ser pequeño y frágil. Pero tenía ojos desproporcionados: signo turbador. Según las versiones callejeras, Satanás engañó al exorcista: jamás salió del viejo cuerpo, ni huyó en forma de ráfaga ni se metió en el aljibe. El Maligno se quedó tranquilo en la sangre del fraile. Por eso, cuando expiró en alta mar, todo el cuerpo se transformó en un caldero de pestilencia, una guarida de Belcebú. Sus vísceras hinchadas albergaron un aquelarre. Su carne no se sometió a las leyes de la muerte, sino a los caprichos obscenos de las bestias infernales. Sólo las llamas pondrían fin a tanta subversión.

Me impresionó enterarme del parentesco que unía al gordo comisario de Córdoba con fray Manuel Montes. Ahora podía entender la delegación de su severa paternidad postiza: fray Bartolomé quiso que yo fuera vigilado de cerca y, al mismo tiempo, ayudado en mi carrera. Fray Manuel aceptó su pedido y lo cumplió a conciencia. Ni uno fue tan malo ni el otro tan frío.

El convento aún permanecía envuelto por el aire fúnebre. La muerte del prior había empapado de amargura todos los rincones. Se activaron los sentimientos de culpabilidad. A toda hora se oían los chicotazos de las flagelaciones. Martín estaba más ojeroso y acelerado que dos semanas atrás. Fray Manuel deambulaba como Lázaro antes de sacarse las telarañas de ultratumba. Lo crucé al salir para mi clase de filosofía. Seguía repitiendo: «Han tocado al Mal.» No respondió a mi saludo. ¿Qué quería decir?

En la biblioteca encontré a Joaquín del Pilar. Leía y tomaba apuntes. Lo acompañaban gruesos volúmenes de Galeno y Avicena. No era un sitio para conversar y menos aún, contarle que mi padre conoció al suyo. Le hice un saludo con la mano y fui hacia los cargados anaqueles en busca de la Summa Theologica .

Mientras recorría las letras doradas de los lomos con creciente deseo de zambullirme en sus contenidos, leí Pablo de Santamaría : El burguense . Empecé a jadear. ¿Esta era la famosa obra del rabino Salomón Haleví que se bautizó durante las matanzas de 1391, cambió su nombre, vistió los hábitos y ascendió meteóricamente a arzobispo de Burgos? ¿Éste era el texto que funcionaba como una espada invencible? Lo copiaban con ahínco los amanuenses de España y se distribuía por todas las ciudades para quebrar el espinazo de los judíos. La inteligencia que había estado al servicio de la sinagoga se transformó en inteligencia al servicio de la Iglesia. Releí su título. Era el célebre libro, indudablemente: Scrutinio Scripturarum (Examen de las Escrituras ). Miré hacia Joaquín. Tuve un acceso de vergüenza. Saqué el volumen. Estaba escrito en elegante latín. Polemizaban dos personajes: Saulo y Pablo. Uno (judío) representaba la sinagoga, el otro (cristiano) la Iglesia. Uno defendía la ley de Moisés, el otro la de Jesucristo. Cada uno argumentaba con erudición. Saulo era viejo que se resistía a ver la luz del Evangelio y Pablo el joven que se la proveía a chorros. Leí agitadamente.

Olvidé que las horas corrían. Una mano se apoyó en mi hombro. Era Joaquín, haciendo señas de que estaban por cerrar. Levanté el libro y lo devolví al anaquel que compartía con otros grandes como San Agustín, Santo Tomás, Duns Scoto y Alberto Magno. El denso texto me había mareado. Cada página era un torrente de citas. Sólo un hombre que había recorrido muchas veces la Sagrada Escritura podía hacer tantas acrobacias con los versículos. El autor la había estudiado a fondo como rabino y luego luego, otra vez, como canónigo y obispo. Nadie podía ser más ducho. Sus páginas me atraparon, los argumentos y las refutaciones eran brillantes. Tenía que seguir hasta el final. Algo se acomodaba en mi interior. En el Scrutinio casi siempre triunfaba el joven Pablo. Sus razones eran más fuertes. Pero su éxito sobre el apabullado Saulo no me daba tranquilidad.

Fuimos a la taberna de la vuelta. Allí se reunían los estudiantes. El bullicio retumbaba en los muros pintarrajeados caricaturas e inscripciones. En un rincón humeaban los calderos. Circulaban negros y mulatos de ambos sexos con bandejas. Distribuían jarras de vino, botijas con aguardiente y cazuelas llenas de guisados. En torno a las mesas se hablaba a los gritos y cantaba. Algunos estiraban la mano para pellizcar a las mulatas y hacerles volcar las fuentes. El tabernero, rubicundo y sudado, impartía órdenes desde el mostrador. Nos hicieron lugar al reconocernos. En el estrecho banco nos palmeamos y empujamos como niños. Necesitábamos desentumecernos de las clases y lecturas. Durante todo el día escuchábamos al solemne y monótono profesor o estudiábamos en la biblioteca.

Atrapé un pedazo de pan y lo devoré antes de que llegara el guiso. Un compañero se burló de mi hambre y otro me hundió el codo en el estómago. Bebí vino, le devolví el codazo y amenacé con estamparle la cazuela en la jeta. Cantamos. Me lastimé la boca mientras bebía: un condiscípulo hizo caer a una mulata encima nuestro. El tabernero vino con los puños en alto. La mulata se reincorporó trabajosamente mientras le manoseaban las tetas. Joaquín ordenó otra vuelta de aguardiente.

Una hora más tarde me encaminé solo y algo mareado hacia el convento dominico. El bullicio de la taberna y los efectos del alcohol alternaban con el grotesco fin de Isidro Miranda, el arresto de Bartolomé Delgado y la ardiente disputa del judío Saulo y el católico Pablo en el Scrutinio Scripturarum . La acequia de aguas servidas serpenteaba por el centro de la calle con brillo de espejos rotos. Exhalaba un olor inconfundible, casi un rasgo identificatorio de esta Ciudad de los Reyes. Para que la gruesa penumbra no me hiciera trampas, marché rozando los muros de adobe encalado. Llegué al portón del convento. Me apoyé en su jamba. El cielo seguía cubierto por una tapa de nubes.

Atravesé un corredor, Poco después quedé espantado.

87

Fray Manuel Montes, ahíto de culpas, arrastró hacia su celda el ancho brasero que sirvió para calentar los cauterizadores quirúrgicos. Lo llenó de tizones incandescentes hasta que se transformó en un fantástico recipiente lleno de rubíes. Emitían una luz sanguínea. Rezó a la imagen que sacralizaba su cubículo. Levantó las manos y mostró sus palmas a la Virgen. No pensaba en Bartolomé, su medio hermano arrestado por el Santo Oficio: pensaba en sus propios horribles pecados. Volvió a decir: «Han tocado el Mal. Estas manos han tocado el Mal.»

Se incorporó, tragó las lágrimas y caminó tres pasos hasta el brasero. Se arrodilló nuevamente. La luz púrpura pincelaba su rostro huesudo. Esa lumbre fascinaba. La ceniza afelpaba los carbones que se iban desgranando lentamente en guijarros vivos como ojos. Otra vez levantó las manos y con una violenta flexión las aplastó sobre las brasas. El chamuscamiento de carne asada rebotó en los muros. Por entre los dedos abiertos se elevaron culebras de humo. Fray Manuel tiritaba: «Han tocado el Mal.» El dolor insoportable lo estimuló a hundir más aún sus falanges y destrozadas con el filo de los carbones ardientes. Le chorreaba el sudor. Una mueca de placer deformaba su rostro seco. Entraba en un espasmo convulsivo. Aún pudo sumergir más las extremidades entre los rubíes despiadados. Pegó un grito de victoria y cayó desvanecido.

Las quemaduras le habían llegado al hueso y con sumieron articulaciones, nervios, venas. Le quedaban dos muñones desprolijos. Cundió la alarma. Lo trasladaron al hospital. Despertaron a Martín, al boticario, a los sirvientes. Entre las pesadas sombras chocaban los cuerpos apurados. Unos buscaban a otros farfullando plegarias y mea culpas. Martín le aplicó los primeros cuidados. El corazón latía débilmente; podía morir.

Francisco fue llevado en seguida junto a su benefactor. El cuadro era horripilante. De los flacos antebrazos salían dos ovillos negros con trozos de mica. Martín insistía en que era un santo.

– Lástima que no podrá usar sus manos para otras obras de caridad -replicó Francisco con repugnancia.