– Eso no es pecaminoso.

– ¿Pecaminoso, dices? No, no es un pecado aislarse. Quizá algunos interpreten como indicio de herejía leer las Sagradas Escrituras sin la orientación de la Iglesia.

– ¿Eso confesaste a la Inquisición?

– Sí. Pero no quedaron satisfechos.

– Querían algo más grave, ¿no?

– Ahá.

– Que esa docena de hombres se aisló para judaizar. ¿Eso querían que dijeras?

Un trémulo resplandor le agitaba las órbitas.

– ¿Qué es para ti judaizar, Francisco? -lo miró rectamente a los ojos.

Tras un instante de dudas, el joven espetó provocativamente:

– Ofender a Nuestro Señor. y a la Iglesia. Un crimen.

– No lo especificas. Tu acusación es muy vaga.

– Es la práctica de ritos inmundos -añadió con voz insegura.

– ¿Qué ritos?

– Agraviantes para Nuestro Señor.

– Así se afirma, en efecto. Pero ¿cuáles son esos ritos? Precísalos.

– Ya me explicaron que no adoran una cabeza de cerdo -esbozó una sonrisa.

– Te has puesto muy nervioso… -le tomó la mano-. Francisco: cuando judaizaba -acentuó el carácter pasado-, nunca agravié a Jesucristo ni a su Iglesia. Eso suponen quienes se la pasan agraviando a los judíos.

– Me tranquiliza oírtelo decir.

– Esos ritos inmundos consisten en respetar el sábado vistiendo camisa limpia, encendiendo luces y dedicando la jornada al estudio y la reflexión. Otro rito inmundo es celebrar la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ayunar en septiembre para que Dios perdone nuestros pecados. Leer la Biblia. ¿Dónde está lo inmundo? ¿Dónde las ofensas al cristianismo? El judaísmo es una religión basada en la solidaridad. Por eso se reúnen varias personas para rezar, para estudiar, para pensar. Por eso fuimos en grupo al desierto.

– ¿También esto confesaste?

– A medias. Procuré confundirlos. Cada palabra podría convertirse en un agravante. Convenía retacear información, cualquier dato. Nunca se podía saber qué conexión harían. Pero cuando me enteré de que habían arrestado a Diego, se derrumbaron mis defensas. Me abrí como una sandía. Les hablé sin freno. Esperaba que reconociesen mi honestidad, mi transparencia.

– ¿Comprendieron?

– Se les ablandó el rostro. Parecía que mis palabras llegaban a su alma tan severa. Dije muchas cosas. El notario rompió plumas en su precipitación. Dije que los ritos inmundos no eran más que ésos. Y era verdad. Y que, buscando nuestra unión con Dios, en realidad buscábamos nuestra paz en la tierra, recuperar y valorar nuestra identidad. Porque, ¿quiénes éramos?: despreciables portadores de sangre abyecta, herederos de la perfidia e instrumentos del diablo.

Don Diego miró hacia la lejanía. Una embarcación se aproximaba lentamente al Callao.

– ¿Sabes cómo terminó mi confesión?

– Dando nombres -murmuró Francisco.

La tez cenicienta de su padre se tornó perlada, azulina, cadavérica.

– Los inquisidores no me comprendieron -carraspeó-; no estaban ablandados y satisfechos por mi sinceridad, sino porque las testificaciones que habían recogido previamente resultaban ciertas. Yo había judaizado, realmente; y los hombres denunciados que me habían acompañado a la montaña, habían judaizado conmigo. Eso era lo único que les importaba: su máquina era perfecta. Las acusaciones que habían recogido se confirmaban. Mi desamparo, desesperación y razones profundas no llegaban ni a la cera de sus oídos.

– ¿Entonces?

– Con lágrimas confesé haber leído la obra edificante de Dionisio Cartujano. Dije que me instruí con ella y que, gracias a ella, retorné a la religión católica. Aseguré que nunca volví a judaizar.

Francisco lo observó en silencio. Sus ojos preguntaban: «¿dijiste la verdad, acaso?».

Tras la nubosa cortina, un semicírculo de azogue penetraba en el océano. El viento tenue exigía desocupar la playa; empujaba el cabello sobre la nariz. Decidieron regresar.

– Juan José Sevilla, Gaspar Chávez y Diego López de Lisboa sienten mucha gratitud por ti -comentó Francisco.

Su padre asintió.

– No fueron denunciados, felizmente -suspiró-. Espero que sigan a salvo. Este asunto, que podría ser rotulado «peregrinaje al desierto», ya se cerró.

Una postrera pincelada carmesí daba carácter espectral a los apesadumbrados caminantes.

– Estoy al final de mi vida, Francisco. Quiero recomendarte algo -le puso la mano en el hombro-: no repitas mi trayectoria.

Después añadió otras palabras. El viento las estiraba como un elástico.

– Mi final es peor aún. Lo estás viendo.

Francisco se quitó el pliegue de su manta que le subía a la boca.

– No quieres que judaíce. ¿Es eso?

– No quiero que sufras.

Advirtió la ambivalencia de su padre.

Entraron en las callejuelas del Callao. Junto a la puerta de su casa los esperaba un negro provisto de una linterna. Había amarrado un galeón de Valparaíso con algunos enfermos -informó-. Debía ir inmediatamente al hospital. Entre los viajeros venía el comisario de la Inquisición en Córdoba, fray Bartolomé Delgado.

85

En la lejana Córdoba el delirio de Isidro Miranda había podido ser ocultado por más de un lustro en el convento de La Merced, donde el viejo clérigo de ojos saltones fue encerrado por orden del comisario inquisitorial. Pero trozos de ese delirio se escaparon como lagartijas. Sus locuras sobre judaizantes infiltrados en el clero asustaron a todas las órdenes religiosas y urgía hacerla callar. Las denuncias fueron consideradas falsas, aunque peligrosas. Seguramente el diablo o uno de sus sirvientes se introdujo en la cabeza decrépita.

El comisario Bartolomé Delgado decidió hacerlo exorcizar. Había que sacar el demonio de su cuerpo. Isidro Miranda no era el sumiso fraile de otros tiempos, sino un espantajo en llamas que escupía barbaridades por su desdentada boca. Fray Bartolomé consiguió traer un dominico precedido por la reputación de exorcista enérgico. Le pidió que actuase de inmediato. Y si para arrancar a Satanás de sus entrañas era preciso arrancarle también la lengua y hasta sus inservibles testículos, que procediera sin contemplaciones.

El exorcista era un hombre de fornida complexión y voz potente. Se encerró con fray Isidro en una pequeña celda y le blandió la cruz delante de los ojos saltones como si fuese la espada del Cid Campeador. Pronunció fórmulas y ordenó al diablo que abandonase el cuerpo del anciano. Satán debió haber sentido el golpe porque fray Isidro empezó a correr en redondo. Sus piernas eran ente ágiles, como las del Maligno. Huía de la voz atronadora, pero sin dejar de hablar. Ambos hombres compitieron en el volumen de sus gritos y la velocidad de la carrera. La cruz del exorcista perseguía la flaca nuca de Isidro Miranda haciendo movimientos de vaivén como si le descargara hachazos. El demonio se aprovechaba de las últimas energías del viejo, obligándole a resistirse. Pero las débiles extremidades cedieron y fray Isidro se derrumbó. Entonces el hercúleo exorcista estrujó, tironeó, cortajeó y finalmente arrancó del castigado cuerpo al demonio: lo oprimió sobre la mesa asperjada con agua bendita y lo encegueció con el resplandor de la cruz.

Fray Bartolomé Delgado recibió un prolijo informe del operativo. «Acabamos con la pesadilla», suspiró aliviado.

La ponzoña que se consiguió derramar a través del enclenque fray Isidro, no obstante, fue registrada por las antenas del Tribunal inquisitorial. En Lima se consideró que el asunto no era tan simple. Se puso en duda la demonización del viejo fraile.

Y toda la historia sufrió un vuelco inesperado.

Uno de los inquisidores -se insiste en Andrés Juan Gaitán- interpretó que las denuncias del escuchimizado fraile eran verosímiles. Y que los afectados dieron impulso al cuento de la posesión diabólica para impedir que se los arrestase. Resultaba inaceptable que un hombre perspicaz como Bartolomé Delgado hubiera perdido el tiempo haciéndolo callar con un exorcismo, en vez de convocar a su notario y consolidar el torrente de información.

La orden inquisitorial partió en seguida. Ambos frailes -el destrozado fray Isidro y el atónito fray Bartolomé- debía viajar a Lima y someterse a juicio. Uno daría cuenta de los judaizantes que dice conocer y el otro de su gravísima negligencia encubridora. Ambos incurrieron en faltas groseras. Isidro Miranda no se dirigió con la debida contrición de espíritu a un representante del Santo Oficio para testificar, sino que transformó sus datos en escándalo público: aparentó locura. Bartolomé Delgado desperdició la información que se derramaba a sus pies y (¡peor aún!) la quiso destruir con un exorcismo como si temiese quedar también involucrado: aparentó eficiencia.

Fray Bartolomé sufrió varios desvanecimientos en su viaje al puerto chileno de Valparaíso, donde debía embarcar. No lograba conciliar su nueva situación de arrestado con su carácter de funcionario del Santo Oficio. Le costaba reconocer en los oficiales que lo vigilaban día y noche una autoridad superior a la suya. Le asaltaban chuchos de frío en días calurosos. Su otrora turgente papada se convirtió en un pingajo. Durante el cruce de la cordillera de los Andes murió de frío su enorme gato blanco. Lo enterró en la nieve y durante días alucinó sus ojos de oro entre las cumbres heladas.

Fray Isidro llegó al puerto colgado de una mula. Cuando el galeón estuvo en alta mar pidió a fray Bartolomé la extremaunción. El obeso sacerdote se conmocionó ante la inminencia de otra muerte. Con arcadas y visión trémula se puso la estola, preparó el óleo sagrado y dijo las palabras sacramentales. El consumido misionero, maestro y delator sintió la cruz sobre su frente y voló al otro mundo. Pero sus ojos de espanto y asombro no pudieron ser cerrados: emitían una llamada siniestra.

El capitán del barco ordenó arrojar el cadáver al mar, Fray Bartolomé recuperó entonces su aguda lucidez y entendió que el Tribunal del Santo Oficio no toleraría un segundo despilfarro. El primero fue no indagar el nombre de los presuntos judaizantes que deliró Isidro Miranda; el segundo sería perder el cuerpo de Isidro Miranda. Si el Santo Oficio decidía que este finado merecía la hoguera, no perdonaría que lo hubiera regalado a los peces: su cadáver debería sufrir la depuración del fuego en un Auto de Fe. Por consiguiente, el comisario enfrentó al capitán y logró que vaciaran un cofre para guardar los restos del finado. Recién en Lima sería enterrado, después de que el Tribunal decidiera qué hacer.