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Si Deimos parecía un huevo desde el espacio, Fobos parecía una patata. Pero, al contrario que Deimos, Fobos daba una impresión de abandono desolado. No había luces de navegación ni instalaciones visibles. La superficie era tan oscura como el carbón, con un aspecto verdaderamente ominoso.

El trípode de aterrizaje del saltador la tocó.

– ¿Cuánto mide de altura? -preguntó Casanova.

– Un metro sesenta y cuatro -dijo Susana-. ¿Vamos a salir al exterior?

– Sí. Este espaciopuerto no es un sitio tan importante como para tener un tubo de desembarco. Y en el lugar al que vamos necesitaremos trajes.

Abrió el guardarropa y seleccionó un par de trajes de entre varios de diferentes tallas. Cuando ambos se hubieron embutido en su interior, Casanova vació el aire de la cabina y salieron afuera, a una especie de balcón que la rodeaba.

– ¿Vamos a viajar en eso? -preguntó la mujer, con suspicacia.

Eso era una plataforma en la que dos hombres podían ir de pie, uno delante, pilotando, y otro detrás, sujeto a unas anillas como el pasajero de un autobús. Entre ambos se hallaba la propulsión cohete y sus tanques de propelente. Las toberas orientables se encontraban al extremo de dos largos brazos semejantes a los de un manillar, que sobresalían del centro, a la altura de los hombros de un ser humano.

– Creí que utilizaríamos mochilas impulsoras…

– Y lo es. Una mochila tándem, llamada familiarmente una alfombra voladora. Lo considero preferible a una individual; hace falta cierta experiencia para volar sobre Fobos. No se debe sobrepasar los veinticinco kilómetros hora…

– Ya.

– No se preocupe, Susana. Sujete su cinturón a la estructura, cójase de las anillas y disfrute del paseo.

Susana hizo lo que le decía, no muy segura de la última parte. Había unos enganches para el cinturón y estribos para asegurar los pies. Cuando se sintió firmemente sujeta, dijo adelante.

Los cohetes silbaron a través de la suela de sus botas y la alfombra voladora se alzó, a una velocidad prudente, aunque algo inquietante para Susana. Iba paralela al suelo, ascendiendo en ángulo de cuarenta y cinco grados. Pronto el saltador quedó atrás. La terrestre se alegró de que la oscuridad le impidiese ver el suelo.

El silbido de los cohetes se redujo en volumen. Ahora se limitaban a compensar la insignificante atracción de Fobos y se mantenía la velocidad horizontal adquirida, como mandan los cánones newtonianos.

El Sol había empezado a trepar poco a poco por el cielo, seguido de la enorme hoz anaranjada de Marte en cuarto menguante. Era mucho más imponente que visto desde Deimos. Desde aquella corta distancia, Marte era ochenta veces más ancho que la Luna de la Tierra, cubriendo un cuarto de cielo. Cuando estuviese en la fase de Marte lleno, los rasgos superficiales serían visibles a ojo desnudo, e iluminaría el terreno como un gigantesco plafón.

– ¿Ve esa mancha? -El brazo de Casanova señaló a Marte. Susana logró distinguir una brillante mancha blanca en la oscuridad de la noche marciana, cercana al lado diurno.

– La veo.

– ¿Sabe qué es? Es el Olympus Mons. Es tan alto, que su cima es iluminada por el Sol al amanecer y al atardecer, mientras es de noche en el terreno circundante.

Susana no habló, impresionada por el fantástico panorama.

Miró hacia el enorme y cambiante mundo rojo. La hoz iluminada se ampliaba poco a poco… pero no, comprendió, era Fobos quien creaba este efecto. Marte tiene un día de poco más de veinticuatro horas, pero Fobos giraba en torno a él tres veces y media cada sol, un día marciano. Era eso lo que creaba las fases.

– Estamos llegando.

La voz de Casanova le trajo de nuevo a la realidad. Susana bajó la vista hacia el suelo. Ante ella se erguían las imponentes murallas de un enorme cráter.

– El cráter de Stickney. Situado en el ecuador de Fobos y casi en el centro de la cara que mira a Marte -explicó Casanova, manipulando los controles.

La alfombra voladora se dirigió vertiginosamente hacia la superficie. Cuando los cohetes se apagaron, Susana se soltó con precaución y flotó hasta el suelo.

– Diez kilómetros de ancho -dijo Casanova abriendo los brazos-, el cuarenta por ciento del diámetro de Fobos. Cubre prácticamente este extremo. ¿Qué le parece?

La etóloga echó una ojeada en torno; al hallarse cercanos a su muralla, el circuito completo de la misma era invisible. En aquel pequeño mundo, el horizonte estaba a trescientos metros. Las paredes del Stickney se perdían tras él.

No lejos habían máquinas. Se trataba de aparatos mineros, la mayoría robotizados, algunos con cabina a presión. Al parecer, habían estado ocupados en alguna clase de excavación cerca de los muros.

El Sol se estaba ocultando tras Marte: Fobos empezaba uno de sus frecuentes eclipses de sol. La hoz luminosa del planeta se reducía más y más.

– Pues… impresionante.

– No digo eso -fue la réplica impaciente-. Me refiero al tamaño del cráter. ¿Se imagina qué clase de impacto tuvo que crearlo? Un poco más y pulveriza Fobos.

– ¿Dónde quiere ir a parar exactamente?

Casanova encendió un foco de la alfombra voladora, iluminando un sector de la ladera cercano a las excavadoras. Le hizo una señal a Susana y ambos se acercaron allí.

El hombre señaló la zona excavada. La cicatriz dejaba al descubierto un material parecido a la cera, que parecía formar el núcleo de la pared del cráter.

– ¿Qué es?

Casanova dijo:

– Fibra de monocarbono, dispuesta en red cristalina, fundida…

«Artificial.»

Dejó que aquel concepto empapara la mente de la etóloga; añadió:

– Fobos está cayendo con lentitud hacia Marte, como un satélite artificial. No se preocupe -sonrió-, aún tardará varios millones de años en estrellarse.

– Pero… -Mil preguntas bullían en la mente de Susana, como peces capturados en una red-. ¿Cuál era la misión de esta… cómo lo ha llamado… fibra de monocarbono?

– En un remoto pasado -explicó Casanova-, Marte y Fobos se encontraban unidos por un cable elaborado con ese material…

»Un cable enormemente resistente. La órbita de Fobos debía ser geosincrónica… o más bien, aresincrónica. Es decir, que Fobos daba una vuelta en torno a Marte cada sol, de modo que parecía estar fijo en el cielo para un observador en la superficie. El cable era un ascensor espacial, o torre orbital, utilizado para enviar masas al espacio.

»Hace quinientos millones de años, más o menos, el cable se rompió y la mitad cayó sobre el ecuador marciano. El otro extremo golpeó Fobos con inimaginable violencia, como una goma tensada que se rompe, frenando su velocidad.

– ¿A qué altura corresponde una órbita… aresincrónica?

– Veinte mil cuatrocientos cuarenta kilómetros desde el centro de Marte, diecisiete mil cincuenta kilómetros desde la superficie -fue la pronta respuesta.

– ¿Y a qué ritmo se acerca Fobos a Marte?

– Unos seis centímetros al año. Aún tardará más de cien millones de años en chocar, pero mucho antes se habrá hecho trizas por la fuerza de marea.

El Sol resurgía tras el horizonte marciano. Susana consultó el reloj del traje: apenas habían pasado cincuenta minutos desde el inicio del eclipse. Pronto el Sol descendería tras el horizonte de Fobos. Las sombras se alargaban con tal rapidez que se veía a simple vista; a medida que lo hacían, la hoz luminosa de Marte crecía.

– ¿Ha dicho quinientos millones de años?

– Exacto. En la Tierra, nuestros más próximos antepasados eran aún gusanos marinos. Y en Marte había una civilización capaz de construir torres orbitales. Este fue el descubrimiento de Markus.

El cráter de Hall tenía seis kilómetros de diámetro; y estaba situado en el polo Sur de Fobos.

Marte y el Sol empezaron a hundirse hacia el norte.

La visión de ambos era tan espectacular desde Hall como desde el ecuador de Fobos, donde se hallaba Stickney. El Sol giraba en torno al horizonte cada siete horas dieciocho minutos, sin ponerse durante casi un año terrestre, por la misma razón que en los polos terrestres el día y la noche duran seis meses. Marte permanece inmóvil en el cielo, sobresaliendo del horizonte como una gran joroba rojiza, pasando por las fases cada siete horas dieciocho minutos, con el consabido eclipse.

Sería hermoso verlo desde allí; pero Susana ya no se sentía con humor para contemplar el paisaje. Además, el campamento jesuíta ya estaba a la vista. Tenía un curioso aspecto budista. Constaba de varias cúpulas; tales cúpulas no eran hemisféricas, sino con forma de boca de trompeta o pie de copa. Parecían esos santuarios acampanados donde se guardan reliquias de Buda.

Había una buena razón de ingeniería, claro está. En la Tierra, la cúpula debe soportar su propio peso. En baja gravedad, el problema es menor; casi nulo, en el caso de Fobos. Sin embargo, los mundos de escasa gravedad son mundos de atmósfera no menos escasa. El principal esfuerzo que soporta la cúpula es la presión interior del aire, de modo que la curvatura debe ser convexa hacia el interior, a lo que se debía la forma de boca de trompeta.

Salieron de la cámara de descompresión del campamento, y de los trajes, en este orden. Suspirando con alivio, Susana se dirigió al baño para ponerse el mono de faena que le tendió un silencioso jesuíta. Les condujeron por túneles y corredores subterráneos, hasta una sala equipada con aparatos de visión y sonido. Casanova conectó uno de los monitores.

– Le mostraré una reconstrucción de la catástrofe.

La reconstrucción era una película de imágenes tipo alambre, generadas por ordenador. Marte aparecía como una esfera giratoria, formada por líneas de luz roja, siguiendo los paralelos y meridianos.

Fobos aparecía como una esferita azul que giraba en torno al planeta, a seis radios de distancia. Aquella era la situación cuando Fobos giraba en órbita geosincrónica, o aresincrónica. Una línea amarilla conectaba la pequeña luna con el planeta.

– Esto es antes de la catástrofe -anunció Casanova, sin necesidad-. Ahora…

Un indefinido objeto en forma de punto verde golpeó a Fobos. El impacto redujo su velocidad, por lo que dejó de moverse en órbita circular. Adoptó una órbita elíptica, cuyo apogeo se hallaba en su antigua órbita y su perigeo cercano a Marte. La nueva órbita apareció en azul.

Pero Fobos no llegó a recorrerla ni una sola vez.