* * *

– No es tan difícil.

Todas las miradas se clavaron en la mujer que acababa de decir aquella frase rotunda.

– ¿No es tan difícil? -preguntó entre irritado y curioso Lorenzo Panetta, subdirector del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea.

– Bueno, no quiero decir que sea fácil, pero no me parece imposible. Por lo menos tenemos una pista. Déjenme unos segundos para ver si estoy en lo cierto…

Matthew Lucas disimuló una sonrisa. Allí estaban desde hacía una semana devanándose los sesos una docena de los mejores analistas europeos y norteamericanos sobre movimientos terroristas islámicos y de repente Mireille Béziers, una recién llegada, «la enchufada», sobrina de un general francés destinado en el cuartel general de la OTAN en Bruselas, aseguraba que el enigma de esas palabras y frases sueltas rescatadas entre los papeles quemados de los terroristas muertos no era tan difícil.

Ni siquiera en el Vaticano el padre Domenico había llegado a una conclusión, de manera que aquella chica no iba a darles una lección.

Mireille Béziers llevaba tres años trabajando en el Centro, rotando por distintas secciones, y hacía dos días que la habían asignado al departamento de Análisis. Al parecer, la chica había presionado lo suyo para que la dejaran entrar en el sancta sanctorum del Centro, y lo había conseguido.

Tendría unos treinta años y un buen expediente académico. Licenciada en Historia, hablaba perfectamente árabe, razón por la que su importante tío había logrado enchufarla en el Centro.

Su padre era diplomático, y la chica había vivido sus primeros años de vida en Siria; de allí pasó al Líbano, Israel, Yemen, Túnez… hasta que regresó a Francia para hacer sus estudios universitarios. Su tío decía de ella que no sólo hablaba árabe a la perfección sino que «pensaba» como si fuera árabe, tanto les conocía.

El jefe Hans Wein y el subdirector Lorenzo Panetta la habían aceptado a regañadientes. No necesitaban más analistas, comentaban, y menos a una treintañera sin experiencia. Su resistencia fue inútil; al final la habían trasladado desde su último destino, el archivo, al departamento de Análisis, y allí estaba.

– ¿Y bien? -insistió Lorenzo Panetta-. ¿Ya ha encontrado la piedra filosofal?

Todos intercambiaron sonrisas cómplices por la ironía del subdirector, pero Mireille no pareció darse por aludida. Miraba con seriedad la transcripción de las palabras rescatadas en Frankfurt: Karakoz, Sepulcro, Cruz de Roma, Viernes, Saint-Pons…

– Saint-Pons puede ser… ¿Saint-Pons-de-Thomières?-aventuró la joven.

– ¿Y por qué? -quiso saber Lorenzo Panetta.

– Pues porque si te metes en internet y lo buscas casi todas las referencias son a Saint-Pons-de-Thomières. A lo mejor es una tontería, pero hay nombres que solos no dicen nada, pero relacionados entre sí… Bueno, no sé, quizá como soy de Montpellier…

– ¿Sabe, señorita Béziers? Es difícil entenderla.

La voz helada de Hans Wein hizo acallar los murmullos del personal del departamento.

Wein era un buen jefe, pero riguroso y metódico, al que nunca le habían visto reír. No era un hombre que en principio demostrara tener prejuicios, la prueba estaba en que había llegado a integrar en el departamento a un grupo heterodoxo de colaboradores de buena parte de los países de la Unión Europea y con especialidades distintas; entre ellos había abogados, informáticos, historiadores, sociólogos, antropólogos, matemáticos, etcétera. Él buscaba a los mejores para el departamento de Análisis y, eso sí, descartaba la intuición y las corazonadas: exigía que quienes trabajaban con él pensaran y actuaran con lógica.

– Bueno, quiero decir que hay muchas probabilidades de que Saint-Pons sea esta localidad del sudeste francés, un lugar precioso, por cierto. Con Lotario lo tenemos más complicado. Hay un personaje en el Quijote … un tal Lotario que pretende a una joven, Camila. También tenemos otros Lotarios, reyes del Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el año 800. Los Lotarios se enfrentaron a otros reyes de su época. Se disputaban la herencia carolingia…

– ¡Impresionante! -la interrumpió Matthew Lucas con ironía.

Pero Mireille no se dio por aludida y continuó hablando con entusiasmo.

– Otro Lotario importante fue Lotario di Segni, más conocido como el papa Inocencio III. Y… bueno, hay una ópera de Haendel que se llama así, Lotario , de la que los musicólogos dicen que es una pieza un tanto extraña entre las muchas composiciones de este músico genial.

Se hizo un silencio espeso. Hans Wein clavó su mirada azul de acero en los ojos de Mireille hasta hacerla enrojecer. Lorenzo Panetta carraspeó nervioso y la mayoría de los miembros del equipo parecieron ensimismados en sus respectivos ordenadores, sín levantar la vista. Todos menos Matthew Lucas, que se puso de pie y aplaudió.

– ¡Bravo! Muy imaginativa. Pero ¿sabe que estamos investigando a un grupo islamista? Los hombres que se suicidaron en Frankfurt lo hicieron al grito de «¡Alá es grande!».

– Lo sé… -se defendió ella-, pero aun así, estos nombres…

– Mireille, estas cosas suelen ser más complicadas.

Laura White, la mujer que acababa de hablar, era la asistente de Hans Wein. El director del Centro no daba un paso sin ella y, aunque poco dado a los elogios, solía felicitarse por contar en su equipo con ella.

– Usted lo único que ha hecho es buscar en internet -afirmó con tono de enfado Matthew Lucas-, y nos lee lo que ha encontrado en la red como si hubiera hecho un descubrimiento. ¿A qué cree que nos dedicábamos antes de que usted llegara?

– Bueno… era una manera de empezar -se defendió Mireille.

Hans Wein se dio la media vuelta y se dirigió a su despacho. Llevaba la irritación dibujada en el rostro, preámbulo de la tormenta que se avecinaba en el departamento.

Lorenzo Panetta y Laura White le siguieron hasta el despacho. Lorenzo pensaba que había sido un error incorporar a Mireille al caso de Frankfurt; deberían haberle dado otro cometido. Lo peor era que el error había sido suyo, porque fue él quién le dijo que se uniera al grupo que se encargaba de los suicidas de Frankfurt.

Una vez dentro del despacho Hans Wein se despachó a gusto.

– ¡Esa chica es una estúpida! ¡Quiero que se vaya! ¡Ya! ¡Ahora mismo! Llama al departamento de Personal y que se la lleven a donde quieran. Si es necesario, hablaré con el comisario de Interior de la Unión, con el presidente de la Comisión Europea, ¡con quien haga falta! ¡Por Dios! Que le den un empleo, pero no en «mi» departamento.

– Sí, tendremos que hacer algo, la chica está muy verde para trabajar aquí, aunque lleva un tiempo en la casa y al menos es de confianza -dijo Lorenzo Panetta.

– ¡Mi mujer también es de confianza y no trabaja aquí! -gritó Hans Wein.

– ¡Vamos, cálmate! Gritando no lograremos nada. Hablaré con personal, pero primero deberíamos sugerirle a ella que pida el traslado. No vamos a provocar una crisis a causa de esa chica. Ya sabes cómo son los políticos: se deben favores entre ellos, y el que la colocó en el Centro es porque debe un favor a alguien de la OTAN, de la Comisión Europea o vete tú a saber, de manera que no podemos despedirla sin más. Por otra parte, a pesar de que ya sabemos que la llaman «la enchufada», en esta casa la mayoría ha entrado con algún tipo de enchufe, y la chica tiene buen expediente, no ha trabajado mal allí donde ha estado.

– No hagas de abogado del diablo -le espetó su jefe.

– No creo que debamos de preocuparnos más de lo necesario -intervino Laura-, es evidente que a Mireille le falta experiencia, pero no es tonta, quizá un poco ingenua. Pero si no os gusta, lo mejor es que solicitemos su traslado.

Ajeno a los carteles de PROHIBIDO FUMAR que había por todo el edificio, Hans Wein encendió un cigarrillo. O fumaba o saldría a despedir él mismo a la Béziers.

Lorenzo aprovechó para encender a su vez un cigarrillo. También él lo necesitaba, y se lamentó de tener que fumar a escondidas en aquel edificio, lo mismo que hacían la mitad de los que trabajaban allí. Fumar se había convertido casi en un delito; todo por preservar la salud, aunque él opinaba que la moda de lo políticamente correcto se estaba convirtiendo en una dictadura de lo políticamente correcto.

Las diatribas contra Mireille, lo mismo que aquellos cigarrillos fumados clandestinamente en el despacho del jefe, eran una válvula de escape; ambos sabían que les iba a resultar difícil quitarse a la chica de encima.

Laura abrió una ventana para que el humo se perdiera entre la neblina de la mañana. Ella también fumaba, aunque menos que su jefe.

– Indague con discreción qué puestos hay en la casa en donde podamos encajar a la señorita Béziers -le pidió Hans Wein.

– Lo haré -respondió mientras salía del despacho.

– Laura vale mucho -dijo Lorenzo Panetta.

– Sí, es una suerte contar con ella. Además, no es ambiciosa y le gusta el trabajo -respondió Hans Wein.

– ¿Por qué dices que no es ambiciosa?

– Porque una licenciada en Ciencias Políticas que habla cuatro idiomas podría optar a otro puesto que no fuera el de mi asistente, y silo solicitara, moralmente me vería obligado a apoyarla.

– Sí, tienes razón, es una suerte que podarnos contar con Laura.

6

El piloto anunció que en diez minutos aterrizarían en el aeropuerto de Sondica. Ovidio colocó cuidadosamente en la cartera los papeles que le habían mantenido absorto durante el vuelo a Bilbao.

El secretario del Papa le había pedido que ayudara a resolver el misterio que parecía anidar en aquellas frases que se habían salvado del fuego en Frankfurt. No importaba desde dónde lo hiciera; para pensar no necesitaba estar en el Vaticano. Sólo le pedían que pensara, que dedicara una parte de su tiempo a ayudar a desentrañar aquellos restos de papel quemado. Nada le impedía hacerlo desde su nuevo destino en aquella parroquia situada en un barrio nuevo que crecía junto al Gran Bilbao. Allí le aguardaba el padre Aguirre, en realidad la persona más importante de su vida, el hombre que le había descubierto su vocación sacerdotal y que le había ayudado a ser alguien en la vida, a tener una carrera en el Vaticano.

Cerró los ojos para intentar recordar mejor los rasgos de aquel sacerdote ya anciano y que un día, al igual que él hacía ahora, dejó el Vaticano para volver a su tierra a predicar entre los suyos.