Pensaba que quienes estaban fuera de lugar eran aquellos que se burlaban de él.

Había estudiado en la escuela pública, y después con becas; primero en el instituto y más tarde en la universidad. Con una beca Erasmus había recalado en Alemania, en Frankfurt, donde vivían sus tíos y su primo Yusuf, que era quien le había presentado a Hasan, el imam que les alumbraba dándoles esperanza. Yusuf se había casado con la hermana pequeña de Hasan, una mujer que le llevaba a su primo unos cuantos años y que le había dado dos hijos.

La esposa de Yusuf no era demasiado agraciada, pero a su primo tanto le daba; para él era un honor emparentar con el imam de su cerrada comunidad.

Fue Hasan quien le enseñó a dejar de sentir desprecio por sí mismo y a trasladarlo a los infieles. También fue él quien le abrió los ojos al Corán, y quien le apartó de una vida sin sentido, en la que las mujeres y el alcohol eran una constante.

Las mujeres… aquellas compañeras de estudio para las que el sexo significaba menos que sonarse la nariz.

Cuando terminó sus estudios de Turismo viajó con Yusuf a Pakistán y allí fue donde se comprometió a formar parte del ejército silencioso, que esta vez sí acabaría con los cristianos y su decadente civilización. Tan decadente que no se daban cuenta de cómo estaban ellos aprovechando los resortes de sus corrompidas democracias para infiltrarse a la espera del día en que les arrancarían a todos el corazón.

– Has sido un imprudente viniendo aquí. La policía alemana te busca, la Interpol te busca; en realidad te buscan todas las malditas agencias de seguridad de Europa.

– Yusuf me dijo que viniera si me veía en dificultades.

– ¡Yusuf! -susurró el imam-. A estas horas está con Alá disfrutando del Paraíso, ¿cómo no estás con él?

– Pude escapar. Salté por una ventana y me metí en el apartamento de abajo. Nadie me buscó allí.

– ¿Por qué estás vivo? -insistió el imam.

– Yusuf me ordenó que quemara los papeles, y eso estaba haciendo cuando se produjo el asalto de la policía. En ese momento mi primo y los hermanos mártires accionaros los explosivos que llevaban pegados al cuerpo y… volaron.

– ¿Y tú por qué no lo hiciste?

– A mí no me dio tiempo a colocarme la carga, estaba quemando los papeles y… bueno, actué instintivamente, huí. -Huiste -afirmó Hasan con dureza-, ¿y qué quieres?

– Que me ayudes a escapar.

– ¿Dónde quieres ir?

– ¿Dónde crees que debo ir? -preguntó Mohamed con humildad bajando la cabeza.

– Deberías estar en el Paraíso, ése era el lugar, aquí eres un problema.

Mohamed Amir no se atrevió a levantar los ojos del suelo y aguardó al juicio del imam.

Hasan se paseaba de un lado a otro de la habitación mientras el resto de los hombres aguardaba, lo mismo que Mohamed, en silencio, a la espera de su sentencia.

– Puesto que vives, te harás responsable de la esposa de Yusuf; tiene dos hijos y necesita un hombre que cuide de ellos. Luego… os iréis a al-Andalus. Allí os podéis esconder. ¿Tu padre sigue viviendo allí?

– Sí… mis padres están en Granada, y mis hermanos también…

– Bien, volverás con los tuyos junto a tu esposa e hijos.

Sabía que no podía replicar al imam a pesar de la oleada de repugnancia que notaba en la boca del estómago. Tomar por esposa a la mujer de su primo, más que una obligación para con Yusuf, se le antojaba un castigo divino.

Fátima, la hermana de Hasan, esposa de Yusuf, estaba demasiado gruesa para el gusto de Mohamed y había cumplido los cuarenta años, mientras que él tenía treinta. Se sintió hundido, pero inmediatamente rechazó aquel pensamiento sobre la esposa de un mártir. Para él sería un honor convertirla en su esposa, tal y como le ordenaba el imam. Además, eso significaba emparentar con Hasan, y aquello sí que era un privilegio.

– ¿Ahora qué debo hacer? -preguntó con cierto azoramiento.

– Te irás a casa de un hermano. Allí estarás a salvo hasta que te preparemos papeles y la manera de salir de aquí para que regreses a España. Antes te desposarás con Fátima. Y ahora, cuéntanos todos los detalles de lo sucedido. Vuestra acción ha supuesto un duro golpe para los alemanes. Están asustados, tanto como los norteamericanos y los ingleses. Saben que no pueden dormir tranquilos, que estamos por todas partes. Pero no nos ven porque no nos pueden ver, su sistema les impide vernos.

5

El padre Domenico observaba de reojo a Ovidio Sagardía mientras discutía con monseñor Pelizzoli.

El obispo intentaba convencer al sacerdote para que aplazara su ansiado plan de regresar a España, a una parroquia en Bilbao, como coadjutor de otro sacerdote, jesuita también y a punto de jubilarse.

– ¿Qué crees que significa «correrá la sangre en el corazón del Santo…»? -preguntaba malhumorado el obispo al padre Ovidio.

– Pues no lo sé, no lo he pensado. Lo siento, no tengo la cabeza aquí -confesó Sagardía.

– ¡Pero tienes obligaciones aquí! -afirmó con tono severo monseñor Pelizzoli-. ¡Vamos, Ovidio, estás actuando como un niño! ¿Dónde está el sacerdote? ¡Aplaza tu viaje! ¡Estamos preocupados! El Santo Padre está inquieto por todo esto, cree… cree que hay algo, algo oscuro que se cierne, una amenaza. Sabes que la Iglesia vive momentos de zozobra, que tenemos demasiados enemigos; necesitamos estar unidos y, sobre todo, que nuestras mejores cabezas no se vayan, que nos ayuden a pensar, a afrontar los problemas.

– No hay nada que yo pueda hacer que no puedan hacer Domenico y el resto del equipo -insistió con terquedad Ovidio Sagardía.

– Ovidio, no me gusta tener que decirte esto pero… He hablado con tus superiores, con el prepósito de la Compañía de Jesús, les he explicado que te necesitamos y…

– ¡Dios Santo! Pero ¿qué es esto? Sólo soy un sacerdote, no soy nadie, ¡nadie!

– Eres un hombre inteligente, una de las mejores cabezas que tenemos. Un analista extraordinario, alguien que en otras ocasiones ha demostrado saber encontrar una aguja en un pajar, y nos enfrentamos a un pajar inmenso, no sabemos por dónde empezar, no encontramos sentido a todo esto, ni nosotros, ni los expertos en la lucha antiterrorista de la Interpol, ni del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. estamos a ciegas, todos. Sólo te pido que pienses, que analices esta información.

Iba a decir que no, pero le interrumpió un golpe seco en la puerta como preludio de la aparición del secretario del obispo.

El secretario se acercó a monseñor Pelizzoli sin prestar atención a los dos sacerdotes. Ambos salieron de la estancia sin molestarse en dar explicaciones a sus interlocutores.

– No te entiendo, Ovidio -le dijo el padre Domenico-, pareces un niño enrabietado, tu actitud no se corresponde con lo que has sido.

– ¿Y qué he sido, Domenico? Dime tú qué he sido. Digo misa a solas, no he tenido la oportunidad de ser un pastor, un verdadero pastor que ayude a sus semejantes. ¿Tan extraño te resulta que quiera hacer un alto en el camino y ejercer el ministerio al que me consagré?

– Has servido bien a la Iglesia, has sido capaz de iluminarnos cuando estábamos a oscuras, y cuidaste de Su Santidad… Ovidio le interrumpió con un gesto cansado.

– ¿Cuidado? ¿Dices que supe cuidar del Papa? Nunca me perdonaré que estuviera a punto de perder la vida precisamente porque no hice bien mi trabajo. Yo me sentía ufano porque me habían destinado a la coordinación del servicio de seguridad del Santo Padre, y pequé de soberbia. No pude evitar que Ali Agca atentara contra su vida. Tengo pesadillas en las que veo al Papa caer muerto delante de mí.

– El Santo Padre nunca te reprochó nada, siempre te distinguió con su afecto, y en el Vaticano continúan confiando en ti.

– Así es -afirmó el obispo Pelizzoli, que había vuelto a entrar en la estancia sin que ninguno de los dos sacerdotes se percatara de su presencia-. Ovidio, te esperan en la secretaría de Su Santidad. ¡Ahora!

Cuando el sacerdote abandonó la estancia, monseñor Pelizzoli suspiró. Apreciaba sinceramente a aquel jesuita que había conocido años atrás. El padre Aguirre le recomendó para trabajar en el discreto departamento que la prensa sensacionalista calificaba de «Servicio Secreto del Vaticano». En realidad, él y sus colaboradores se dedicaban a recoger y analizar información de todas las partes del mundo para ayudar a la Secretaría de Estado, y por ende al Santo Padre, a tomar decisiones terrenales y a comprender el porqué de las muchas cosas que pasaban cada día en el exterior de los muros vaticanos.

No hacían nada extraordinario en aquel departamento de análisis, aunque a veces el propio Ovidio bromeaba y decía que pertenecían al «Servicio Secreto de Dios». A él le hubiera gustado estar tan convencido como lo estaba el padre Aguirre de que aquel departamento realmente era útil, porque en algunas ocasiones, y sin que trascendiera a la opinión pública, habían realizado labores de mediación en conflictos que parecían irresolubles.

Se trataba, según el viejo jesuita, «de intentar evitar que se derrame sangre inocente».

Al obispo Pelizzoli siempre le había llamado la atención la importancia que para el padre Aguirre tenía aquella crónica de un tal fray Julián, que él había leído a instancias de su maestro, pero reconocía que nunca le había producido la emoción que parecía producirle a él.

«Esta crónica me cambió la vida», solía decirle el padre Aguirre. Él no terminaba de comprenderlo, por más que respetaba al viejo jesuita que había dedicado su vida a mediar en conflictos que parecían ser imposibles de solucionar.

El obispo despidió al padre Domenico y se quedó solo, ensimismado, leyendo una vez más aquellas frases incoherentes que se habían salvado del fuego. Pensó que nada es casual y que sí unos trozos de papel no habían sido devorados por el fuego era porque la Divina Providencia así lo había querido. Pero ¿por qué? Los servicios secretos italianos, y sobre todo la Interpol y el recién creado Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea dedicado casi en exclusiva al terrorismo islámico, creían que el Vaticano podía arrojar alguna luz sobre el asunto, precisamente por algunas de las palabras y frases rescatadas del fuego. Pero ¿dónde estaba el hilo conductor? Llevaban dos días intentando desentrañar el misterio y no veían la luz; sabía que necesitaba la mente especulativa de Ovidio, la imaginación desbordante de aquel jesuita, capaz de hacer elucubraciones insólitas que luego, por lo general, resultaban acertadas. Sólo le cabía esperar que el sacerdote regresara de las estancias privadas del Santo Padre y no se le ocurrió mejor remedio que rezar pidiendo a Dios que domeñara la testarudez del jesuita vasco.