– ¿Inteligencia vaticana?

– Comandante, ¿en qué escuela se ha formado? ¿No sabe que el Vaticano cuenta con uno de los mejores servicios de información que hay en el mundo? Nada se escapa a sus oídos, pero son muy celosos de la información que obtienen. Si nos ayudan, nos resultará más fácil.

– Usted se ha empeñado en que nos pueden ayudar, ¿por qué? ¿Sólo porque en un trozo de papel pone «Santo» y en otro «Dios de Roma»?

– Ése sería un motivo suficiente, pero además… verá, tengo la impresión de que hay mucho más de lo que somos capaces de imaginar y de ver, y que necesitamos a esos curas para que nos ayuden.

– Pues usted es el único que lo cree. En Bruselas no todos están de acuerdo en que había que meter en esto al Vaticano.

– ¿Sabe? Hay una enorme diferencia entre los políticos y los analistas que nunca han salido de un despacho, y quienes como yo han estudiado en la calle.

– ¿Estudiado?

– Me he hecho en la calle, persiguiendo delincuentes. Le aseguro que sé cuándo en un caso hay algo más de lo que se ve.

– Pero usted lleva muchos años siendo… bueno, un alto cargo.

– Sí, pero mire mis manos y mire las suyas.

– ¿Para qué?

– Las suyas son de oficinista, las mías… bueno, qué más da. Tengo una corazonada, pero en todo caso no perderemos nada si los cerebros del Vaticano nos ayudan.

– Confío más en la ayuda que nos puedan prestar expertos de verdad. ¿Llegará a tiempo para la reunión?

– Mañana por la tarde estaré en Bruselas para participar en la maldita reunión. Espero que la policía alemana nos mande alguna información más y que sus amigos de la CIA no se lo monten de estrechos y nos informen si tienen algo de esos estúpidos en sus archivos.

– ¿De quiénes?

– De los suicidas, Matthew, de los suicidas.

– Yo no diría que eran unos estúpidos, la prueba está en que lograron volar un cine en el centro de Frankfurt, con bombas suministradas por el inevitable Karakoz; últimamente aparece en todas las salsas.

– Los terroristas pagan bien y al contado, por eso venimos tropezando con Karakoz. A éste sólo le interesa el dinero. Es un ser repugnante.

Lorenzo Panetta aparcó el coche en la terminal A del aeropuerto de Fiumicino. Matthew Lucas bajó del coche llevando en la mano una pequeña bolsa. Los dos hombres se despidieron con un «hasta mañana».

Al día siguiente se verían en la «reunión de crisis» convocada por el director del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Lorenzo Panetta era el subdirector de dicho organismo y uno de sus más brillantes analistas.

4

Mohamed Amir se sentía mareado. Además de miedo tenía hambre y sed. No sabía si la policía alemana le pisaba los talones o si le daban por muerto con el resto de los hermanos que se habían inmolado con el nombre de Alá en los labios.

Los cristianos dirían que se había salvado milagrosamente. En realidad, había sido así. Temiendo que la policía fuera a asaltar la casa, su primo Yusuf le había pedido que fuera al baño y quemara todos los papeles, y eso estaba haciendo cuando escuchó la voz de un policía que los conminaba a salir con los brazos en alto. Escuchó a Yusuf ordenándole que se marchara; no recordaba cómo lo había hecho, pero lo cierto es que abrió la ventana del baño, saltó a la cornisa exterior y de ahí, deslizándose por una gruesa cañería, logró llegar a la cornisa del piso inferior. Sabía que en uno de los apartamentos vivía un matrimonio que a esa hora estaría trabajando, aunque en realidad la policía había ordenado desalojar el edificio y probablemente no encontraría ni un alma en ninguno de los apartamentos.Tuvo suerte: empujó la ventana y ésta se abrió. No le costó deslizarse al interior del piso, aunque temiendo que la policía pudiera encontrarse en su interior. Pero no había nadie, de manera que buscó dónde esconderse. Después escuchó la explosión; los gritos y el humo inundaron el edificio. Yusuf y los hermanos habían preferido inmolarse antes que caer en manos de la policía. Eran unos mártires de los que el Círculo se sentiría orgulloso.

Por un momento se sintió confuso y con miedo, temiendo que en cualquier momento un policía le detuviera, pero milagrosamente no sucedió nada. Sabía que a media tarde llegarían los dueños del apartamento, si es que la policía no avisaba antes a todos los vecinos de la explosión. Si para ese momento aún no se había marchado la policía, él se encontraría en peligro, pero todavía faltaban unas cuantas horas, de manera que sólo debía esperar en silencio.

El escondite elegido le recordaba a los juegos de su infancia. Se había metido debajo de la cama del matrimonio, y hasta allí le llegaban los ruidos y los gritos del exterior.

¿Cómo les habían encontrado? ¿Quién les había traicionado? ¿En quién podía confiar si lograba salir del apartamento?

Esperaba que hubieran ardido todos los papeles, de manera que hubieran quedado borradas todas las pistas que conducían hacia otros hermanos y sobre todo a aquellos que, ¡Alá les protegiera!, contribuían a su causa sagrada.

Su primo Yusuf era el jefe de la célula y a esa hora estaría sentado junto a Alá disfrutando del Paraíso. Sonrió imaginando a Yusuf rodeado de bellas huríes. Había muerto como un mártir y sus padres se sentirían orgullosos de él. Les iría a visitar en cuanto pudiera, si es que salía con vida de aquel apartamento.

Las horas se le hacían interminables, pero no se atrevía a moverse de debajo de la cama. Hasta allí le llegaba amortiguado el ruido de las sirenas, los gritos, las órdenes…

Eran las seis cuando escuchó el ruido de la puerta. Salió arrastrándose de debajo de la cama. Escuchó la voz de la señora Heinke, que parecía estar hablando por el móvil. Contaba a alguien lo sucedido, aunque afirmaba que afortunadamente ya se habían llevado los restos de los cuerpos de los terroristas del apartamento de arriba, y que en ese momento la calma parecía haber vuelto al edificio. Se quejaba de que nadie la hubiera avisado con antelación de lo sucedido cuando podía haberse quedado sin casa, y relató con todo tipo de detalles que a esa hora los vecinos estaban regresando a sus casas y en la calle había dos coches de la policía haciendo guardia. Su marido – explicaba a su interlocutor- estaba de viaje y no llegaría hasta la tarde del día siguiente, de manera que la tranquilizaba que la policía custodiara el lugar.

Mohamed Amir se dijo que tenía suerte. No le sería difícil reducir a aquella mujer, una señora de mediana edad, delgada y asustadiza. Sólo tenía que encontrar el momento oportuno para que ésta no tuviera tiempo de dar la alarma.

La señora Heinke se entretuvo en el salón y luego en la cocina; hasta mucho después no se dirigió a la habitación donde, al entrar, una mano fuerte le tapó la boca. Después cayó al suelo sin conocimiento por el efecto de un puño que se estrelló en su sien. Cuando recobró el sentido tenía los ojos tapados con un pañuelo, y otro metido en la boca le impedía emitir el más mínimo sonido.

Su marido la encontró veinticuatro horas después en un estado cercano a la demencia; la policía no fue capaz de lograr que les contara cómo era su agresor.

En realidad el señor Heinke se había cruzado en el portal con Mohamed Amir, pero no había prestado atención al joven, de manera que tampoco pudo aportar pista alguna a la policía, que llegó a la conclusión de que uno de los miembros del comando había logrado escapar y, tras esconderse en la casa de los Heinke, había salido tranquilamente a la calle.

El apartamento de los suicidas estaba situado en un barrio popular, Sachsenhausen, en la ribera meridional del río Main. Un lugar pintoresco, con las calles empedradas y un buen número de sidrerías.

Huyendo del lugar de la explosión, Mohamed Amir se había encaminado al Barrio Rojo, en el centro de Frankfurt, cerca de la estación de ferrocarril, una zona que procuraban evitar los ciudadanos de bien, donde resultaba fácil surtirse de las drogas más avanzadas.

Mohamed se había parado ante una tienda de electrodomésticos, no porque le interesara lo que se exponía en el escaparate, sino para ver a través del cristal si alguien le seguía. No quería llamar la atención pero estaba exhausto. Tenía que tomar una decisión aun sabiendo el riesgo que no sólo correría él, sino que haría correr a su vez a otros hermanos. No tenía muchas alternativas: tenía que salir de Frankfurt y necesitaba ayuda, de manera que intentaría seguir al pie de la letra las recomendaciones de Yusuf y se cercioraría de que nadie le seguía antes de acercarse a la casa del cuñado de su primo. Cuando comprobó que nadie parecía reparar en él cruzó la calle, entró con paso rápido en el portal y subió de tres en tres las escaleras hasta el segundo piso.

Dudó unos segundos; no sabía cuál era la puerta a la que tenía que llamar y al final pulsó el timbre de la puerta de en medio.

Tardaron en abrir, aunque Mohamed tenía la impresión de que alguien le examinaba a través de la mirilla. No supo de dónde había salido, pero de repente sintió la fría hoja de una navaja sobre los riñones.

– ¿Qué quieres?

El hombre le hablaba en árabe, por lo que a pesar de que el miedo le atenazaba, se sintió más tranquilo.

– Buscó a Hasan -dijo en voz baja sin atreverse a hacer ningún movimiento, clavando los ojos en la puerta que permanecía cerrada.

– ¿Quién eres?

– Mohamed, el primo de Yusuf. Conozco a Hasan, él te puede decir quién soy.

– ¿A qué has venido?

– Necesito ayuda.

– ¿Por qué?

– Eso se lo diré a él.

De repente la puerta se abrió y el hombre que tenía a su espalda le empujó dentro. Durante unos segundos perdió el sentido de la orientación porque todo estaba oscuro a su alrededor; luego sintió que dos manos le agarraban y le volvían a empujar con tanta fuerza que se cayó al suelo.

– ¡Levántate!

Sintió alivio al reconocer la voz de Hasan y torpemente se incorporó. Alguien encendió la luz y se vio en medio de una sala donde, además de Hasan, le observaban seis hombres. Uno de ellos llevaba una enorme navaja en la mano y supuso que era el que le había interrogado en el umbral.

Mohamed aguardó a que Hasan le hablara. Sentía un respeto reverencial por aquel hombre, el más sabio de cuantos había conocido nunca. A él le debía haber podido estudiar en una madrasa en Pakistán. Allí había encontrado un sentido a su vida, abandonando para siempre su pretensión de convertirse en un occidental. Durante años había soñado con poder fundirse con Granada, su ciudad, pero no lo había conseguido. Era diferente, diferente a aquellos estúpidos compañeros suyos de clase. Era diferente porque sus rasgos le delataban. «Moro», le llamaban con desprecio algunos españoles, otros le trataban con deferencia, pero no era más que la cortesía con que se distingue a quien es diferente.