Cuando Mahmud y sus hombres se fueron, Rashid se sentó junto a la mesa sabiéndose vencido. Su esposa salió de la habitación junto a las dos niñas y se acercó a él poniéndole una mano sobre el hombro para darle ánimos.

– Has obrado bien, Rashid, lo has hecho con inteligencia. No podemos hacer otra cosa -dijo la mujer.

– ¿No podemos o no queremos? -le interrumpió Hamza con rabia.

– Uno tiene que saber cuando no hay puertas en la pared. Si no lo ves estás perdido.

– Lo que yo veo es que esta guerra ya la han decidido por todos nosotros; ni siquiera ha sido Mahmud. ¿Crees que los pobres contamos? Mahmud es sólo uno de los muchos tontos útiles para morir y hacer morir a otros. Esta guerra la organizan en El Cairo, o en Damasco… Lo que sí sé es que nosotros, y los que son como nosotros, debemos morir -respondió Hamza.

– No te engañes, hijo, tus amigos judíos se defenderán y matarán, lo mismo que nosotros -afirmó su madre.

– ¿Y si no quiero luchar? -preguntó Hamza desafiando a su madre.

– Tienes dos hermanas. Están comprometidas para cuando sean un poco más mayores. Las rechazarán. Pero, además, un día nos levantaremos y nuestro huerto habrá sido destruido. Y otro día a tu padre le obligarán a matarte porque de lo contrario nos matarán a todos nosotros. Yo no he hecho las leyes, Hamza, las acepto como son, y tú debes hacer lo mismo para no traer a tu familia la vergüenza, el deshonor y la miseria. Lucha, hijo, lucha.

La mujer se acercó a su hijo y le acarició el rostro mirándole con pena.

Los dados de la suerte estaban echados. A ella le correspondía sacrificar al mayor de sus hijos y se veía incapaz de impedirlo.

– Hamza, no puedes volver a ver a David -le dijo su padre con voz cansada-. Evita a ese chico judío. Es lo mejor para ti y también para él.

– ¿Y qué debo decirle? Hola, David, hay gente que ha decidido que debemos matarnos. ¡Ah! Y no te ofendas, esto no es nada personal; tú y yo no somos nadie, no contamos, nuestra obligación es matarnos cuando nos digan que debemos hacerlo y ya está. ¿Quién disparará primero, tú o yo? -Hamza hacía una parodia amarga de lo que le diría a David.

Su padre, su madre y sus hermanos le miraban con pena. Le veían sufrir, pero al mismo tiempo se sentían incapaces de aplacar su dolor. Desde ahora Mahmud era uno de ellos. Había pasado de destripar terrones a dirigir hombres, y estaba dispuesto a hacer cuanto le pidieran: tenía fe en sí mismo y en la causa a la que iba a servir.

– Hamza, nuestra vida depende de ti -añadió su padre con tristeza-, no te puedo obligar a que luches, pero si no lo haces…

– Lo haré, padre, lo haré -asintió Hamza con los ojos bañados en lágrimas, mientras salía de la casa en busca de las sombras de la noche.

Caminó un buen rato sin rumbo. A pesar de la negra noche, conocía como su mano cada palmo del terreno y no necesitaba ver.

Había nacido en aquel trozo de tierra. Su madre le había traído al mundo en aquella casa modesta rodeada de árboles frutales y una acequia donde chapoteaba cuando era niño.

Había sido feliz. No necesitaba más de lo que tenía: su familia, el huerto donde trabajaban, acompañar a su padre a vender las frutas y verduras a la ciudad a lomos del burro… Disfrutaba también de las cenas en el patio, cuando sus tíos acudían a visitarles y podía jugar con sus primos a trepar por los árboles y esconderse entre los arbustos.

Su mundo se quebraba porque de repente tenía enemigos. Unos enemigos que ni siquiera había podido elegir.

Pensó en David. ¿Qué le diría? No la verdad: nos estamos organizando para echaros al mar. Tendría que esquivarle, procurar no coincidir con él, poner distancias…

Tuvo ganas de reír recordando la primera vez que se vieron. Él espiaba a los del kibbutz a través de la cerca; en realidad, le estaba echando el ojo a una chiquilla de su edad, de pelo rubio como el trigo y hermosos ojos azules, con la que cruzaba miradas cada vez que se encontraban y que le provocaba sentimientos contradictorios. El suyo no era un mundo de mujeres, y éstas no le habían interesado demasiado, pero aquella chica parecía tan delicada, tan irreal, que no le asustaba.

Le sonreía y le saludaba con la mano y a él se le aceleraba el corazón. Le hubiera gustado saltar la cerca y ayudarla a recoger naranjas o a limpiar la tierra de las malas hierbas. Eso es lo que hacía David la primera vez que le vio. Estaba preparando la tierra para sembrar, y se le notaba un rictus de dolor en el rostro; de vez en cuando se llevaba las manos a los riñones y se los frotaba con fuerza. Se le notaba que nunca había labrado la tierra. Pero en el kibbutz todos trabajaban por igual, no importaba de dónde vinieran ni a qué se dedicaran antes de llegar allí: vivían de la tierra, lo mismo que su familia y él.

David había levantado la mirada y le había visto. Se incorporó y caminó hacia la cerca. Le sonreía, así que no salió corriendo como en otras ocasiones cuando le pillaba Yacob, el jefe del kibbutz, un hombre delgado y adusto que siempre parecía estar de pésimo humor.

Empezaron a hablar en inglés, idioma que los dos chapurreaban, y en pocos minutos parecía que se conocían de siempre. David le confesó que estaba reventado y le dolía todo el cuerpo; Hamza se ofreció a ayudarle y, para sorpresa suya, aceptó. Fue la primera vez que entró en el kibbutz, y tuvo la suerte de ver más de cerca a la chica de sus sueños: era rusa, se llamaba Tania, tenía quince años y apenas sabía unas palabras en inglés.

Desde entonces entraba y salía del kibbutz con familiaridad, la misma con la que David iba a su casa, donde siempre había sido bien recibido. Ahora tendría que decirle que no volviera. Él tampoco volvería a cruzar la cerca.

Mahmud había dicho que al día siguiente le mandaría a buscar para comenzar su entrenamiento militar. No sabía disparar, sólo arar, pero tendría que aprender a empuñar un arma y matar. Matar. La palabra se le antojaba terrible e irreal. ¿Cómo sería matar? ¿Qué sentiría al ver desplomarse a un hombre ante él? ¿Y si era él quien resultaba muerto?

Siguió caminando sin rumbo hasta sentirse agotado. No sabía cuánto tiempo había andado; tanto le daba: temía la llegada de la mañana.

– No te deberías fiar tanto de él; algún día nos tendremos que enfrentar, es irremediable -sentenciaba Yacob dirigiéndose a David y al grupo de jóvenes con los que departía después de la cena.

– Es mi amigo y nunca lucharé contra él. Podemos hablar y discutir las diferencias, no hay por qué matarse. Nuestro problema son los ingleses, no los palestinos -argumentaba David.

– Nuestro problema es todo el mundo. Los ingleses ya han aflojando la cuerda y permiten la entrada de inmigrantes. Sabemos que muy pronto habrá una nueva resolución de Naciones Unidas proponiendo la creación de dos Estados, pero los árabes se negarán -explicaba Yacob con un deje de impaciencia.

– Estás muy seguro de que dirán que no, pero si consultan a los palestinos a lo mejor os lleváis una sorpresa… -alegaba David.

– Sigues siendo francés -le respondió un hombre mayor que fumaba en pipa-. Esto es Oriente, aquí no funcionan las reglas de la democracia. Nadie va a consultar a los palestinos, serán los egipcios, los jordanos, los sirios, los saudíes, los que decidan por ellos. Llevan tiempo organizándose. Ya hemos tenido enfrentamientos, nos han atacado, en otros kibbutzim se han producido bajas por ataques guerrilleros. ¿Por qué crees que patrullamos la cerca durante toda la noche? Nos atacarán, les ordenarán que lo hagan y lo harán.

David iba a replicar pero se calló. Todos respetaban a Saul, el tipo de la pipa, un hombre que había nacido en Israel, como sus padres, sus abuelos y los padres y los abuelos de éstos. Toda su familia había permanecido en aquella tierra sagrada siglo tras siglo, sobreviviendo a romanos, árabes, cruzados, tártaros, turcos y, también, al protectorado británico. Saul formaba parte de la Haganá, las fuerzas de defensa que habían puesto en marcha para defenderse de los ingleses y de los ataques de los árabes. Recorría el país, iba de un lugar a otro, hablaba árabe a la perfección y podía confundirse con cualquier palestino. Saul era una leyenda porque había vivido en uno de los primeros kibbutzim, en Tell Hay, y también símbolo de valentía y de bravura para todos aquellos que llegaban a Eretz Israel, porque había resistido y repelido los ataques de los árabes del norte.

Eran pocas las cosas que se escapaban a la mirada de Saul, porque tenía amigos en todas partes y, como decía Yacob, fuentes de información hasta en el infierno.

Continuaron hablando un rato más sobre lo que se podía avecinar si finalmente Naciones Unidas votaba a favor de la formación de dos Estados. Saul aseguró que los países árabes rechazarían la fórmula y que entonces se recrudecerían los conflictos con los palestinos.

– Sólo contamos con nosotros mismos, no lo olvidéis -les recordaba Yacob-. Nadie vendrá a ayudarnos, de manera que tendremos que defendernos casa por casa, piedra por piedra.

Yacob destilaba amargura. Era alemán, de Munich, y había llegado a Israel en 1920 a instancias de su padre, que veía cómo la inflación monetaria y el avance del antisemitismo prendían con fuerza entre los alemanes.

Como otros jóvenes, Yacob dejó atrás a su familia, su hogar, sus amigos, su vida. Había participado en la fundación de la primera asociación obrera israelí, y luego ayudó a fundar aquel kibbutz que ahora dirigía.

Sus padres, al igual que la mayoría de su familia, habían muerto en las cámaras de gas. Era el único superviviente de su entorno, y había perdido la sonrisa para siempre.

Saul y Yacob les anunciaron que desde el día siguiente iban a dedicar más tiempo a la instrucción militar, tanto ellos como ellas. Ya no se trataba simplemente de pasearse alrededor de la cerca con un fusil de caza al hombro. Además el kibbutz, al igual que otros, iba a dedicarse a la producción de armas ligeras y munición.

– ¿Y quién nos va a enseñar a hacerlas? -preguntó ingenuamente Tania, la chica rusa que tanto le gustaba a Hamza.

– Vendrá gente de la Haganá, ellos os enseñarán. Necesitamos más armas, debemos estar preparados. No es suficiente con lo que tenemos de los británicos y los polacos. Nadie nos regala nada, por más que nuestra gente hace lo imposible por conseguirlas. Estamos mal armados frente a los árabes, y necesitamos poder defendernos. Debéis aprender a disparar una pistola, una metralleta… También a luchar con vuestras manos o con un cuchillo. A partir de mañana dedicaremos unas horas a la instrucción, así como a construir armas -les anunció Saul.