Pero no le dijo nada de todo esto a Saul; sabía que nada de esto le conmovería, puede que ni le llegara a entender. Él admiraba a Saul, pero no era como él.

– Vamos a tener que luchar todos. Ya no se trata de enfrentarnos a los británicos, ahora se vuelve a tratar de supervivencia. O luchamos por quedarnos, por tener un trozo de esta tierra, por tener un Estado, o de nuevo nos espera la Diáspora, y eso hasta que decidan volver a matarnos. Lo siento.

Saul había pronunciado estas últimas palabras con cansancio. Continuó conduciendo en silencio, y fue David el que habló.

– ¿Cómo sabe lo de la visita de ese… Mahmud… a casa de Rashid y Hamza?

– Porque mi obligación es saberlo. Yo respondo de la seguridad del kibbutz.

– Entonces significa que espía a la familia de Rashid…

– Entonces significa que tu vida y la de todos los del kibbutz puede depender de lo que yo sepa o no sepa. Hasta ahora no hemos tenido demasiados problemas, ya te he dicho que Rashid es un buen hombre, pero tendrá que obedecer, él lo sabe y yo lo sé.

– Nunca han confiado en mí para las cuestiones de defensa del kibbutz.

– No es cierto. Tú has patrullado como el resto y has hecho guardias; si nos hubieran atacado habrías tenido que defendernos.

– ¿Por qué no me han pedido que me una a la Haganá?

– Todo a su tiempo.

– Pero algunos amigos míos ya han sido elegidos.

– Tienes que aprender a aceptar lo que se decide, si hasta ahora no te hemos pedido que te unas a la Haganá es porque pensamos que no estabas preparado.

– ¿Por qué? ¿Crees que no puedo ser un buen soldado?

– Eso se aprende; de hecho todos vais a aprender a disparar, a utilizar explosivos, a utilizar el armamento de que podamos disponer, que no es mucho. Pero formar parte de la Haganá requiere… bueno, ya irás aprendiendo.

– ¿Cree que soy débil, que no tengo valor?

– No, no lo creo. Eres un superviviente, y para serlo se requiere valor.

– ¿Tan mal estamos de armas que tenernos que fabricarlas? -preguntó David queriendo cambiar de tema.

– Ya sabes que tenemos algunas armas británicas y polacas, pero hasta ahora nadie nos quería vender ni una pistola. Por eso, después de la guerra empezamos a montar pequeñas fábricas clandestinas y produjimos munición y armas pequeñas. Pero vamos a necesitar muchas más. Por eso nuestro kibbutz dispondrá de un taller en el que todos tendremos que trabajar.

Saul detuvo el coche bruscamente y le invitó a bajarse. A lo lejos se vislumbraba Jerusalén reluciendo bajo los tibios rayos del sol de medio día. Vista desde allí parecía sumida en la calma. Estuvieron unos minutos en silencio hasta que el balido de una cabra les devolvió a la realidad.

– Vamos, no quiero llegar demasiado tarde.

– Aún no me ha dicho dónde vamos.

– Ya lo verás.

Condujo el coche hasta cerca de la ciudad, desviándose por un camino de tierra que les llevó hasta una cerca tras la cual se levantaba una casa de piedra dorada, de dos plantas, rodeada de frutales y de palmeras.

Saul se detuvo ante la cerca y aguardó. Dos palestinos con la kufiya en la cabeza y fusiles al hombro aparecieron de repente, pero Saul no pareció preocuparse. Los hombres le miraron y uno de ellos le sonrió. Luego abrieron la verja dándoles paso.

Había otros armados custodiando el amplio jardín; detrás de la vivienda se abría en una inmensa huerta que asemejaba un vergel. Un grupo de niños corría riendo y gritando. Uno de ellos se acercó al coche agitando la mano; no debía de tener más de doce o trece años.

– ¡Saul, qué bien que ha venido!

– ¡Hola, Ibrahim! ¿A que no sabes qué te traigo?

– ¿Te has acordado de mi cumpleaños?

– ¡Pues claro que sí! Toma, ve a abrir el paquete y luego me dices si te gusta.

Saul hablaba en árabe, y David se congratuló al comprobar que las lecciones recibidas de Hamza le permitían entender lo que decían. No salía de su asombro al comprobar la familiaridad del niño palestino con Saul ni que en aquella casa fueran tan bien recibidos.

Una mujer joven, de no más de treinta o treinta y cinco años, apareció en el umbral de la puerta. Vestía a la occidental, una blusa y una chaqueta ajustadas y una falda que le llegaba casi hasta el tobillo; el cabello era muy negro, lo mismo que los ojos.

– ¡Saul, qué alegría! Ven, llegas a tiempo para tomar café, sé que lo prefieres al té.

Él le cogió las dos manos y se las apretó en señal de saludo y afecto, y luego le presentó a David.

– Te presento a David Arnaud. Es francés, y lleva ya un tiempo con nosotros.

– ¿Vive en el kibbutz?

– Sí, a su madre la mataron en Alemania.

– Lo siento -musitó la mujer mientras le tendía la mano y le saludaba con simpatía-. Cuesta creer lo que hicieron…

David no sabía qué decir. Optó por esbozar una sonrisa y guardar silencio.

– Pasa. Abdul está con unos amigos, pero querrá verte enseguida, ya le he mandado avisar.

Pasaron al vestíbulo y a David le sorprendió la sobriedad y elegancia de la casa. La mujer desapareció por una puerta haciéndoles un gesto para que esperaran. Un minuto después se abrió otra puerta y un hombre alto, moreno y vestido también a la occidental, con traje y corbata, abrió los brazos para abrazar a Saul.

– ¡Saul! Pasa, buen amigo, no te esperaba. Estoy con algunos amigos, y es una suerte, porque así podremos hablar contigo de lo que está pasando.

Saul le presentó a Abdul, y David se dio cuenta de que estaba ante un hombre especial. Con ademanes elegantes se dirigió a él en inglés con el acento de las clases altas, antes de que Saul le dijera que podía hablar y entender árabe. Emanaba poder.

Pasaron a una sala amplia donde una mesa grande ocupaba todo el centro. A su alrededor varios sofás bajos llenaban la estancia. Diez hombres, algunos bebiendo café, otros té, charlaban animadamente.

Les recibieron con cordialidad y enseguida les acomodaron entre ellos.

Después de unos minutos de charla intrascendente dedicada a formalidades, Saul se dirigió a Abdul y todos los hombres presentes.

– Estamos cerca de conseguir que Naciones Unidas proponga la creación de dos Estados. Nosotros aceptaremos; es una oportunidad para todos, pero nuestras noticias no son buenas: cada vez hay más kibbutzim atacados, la carretera de Jerusalén se ha convertido en una trampa y algunos de los nuestros han sido ametrallados… ¿Qué podéis decirme, amigos míos?

Los hombres le habían escuchado en silencio con preocupación y antes de que Abdul hablara lo hizo un hombre ya mayor, con la cabeza cubierta con la kufiya .

– Estamos divididos. Muchos de los nuestros no os quieren aquí. Primero llegaron unos pocos y luego más y más. Los nuestros temen que os quedéis con todo, que seamos nosotros quienes paguemos lo que han hecho los alemanes.

– ¿Y tú qué piensas? -le preguntó Saul.

– A esta tierra nunca la han dejado vivir en paz, pero es nuestra; nosotros estábamos aquí, y ahora, ¿qué pasará? Creo que podríamos vivir en paz, pero hay fuerzas importantes que creen lo contrario, os prefieren fuera de aquí, no quieren un Estado judío en nuestra tierra. ¿Qué podemos hacer nosotros?

– Decir que podemos vivir juntos y en paz.

– ¿Y podemos? -preguntó el anciano.

– Nosotros queremos que así sea; sólo necesitamos un hogar.

– ¿Quitándonos el nuestro?

– No éramos libres antes de que comenzaran a llegar judíos. Tu familia siempre ha estado aquí, la mía también, sufriendo a británicos, turcos, tártaros y, antes también, a árabes y a romanos… Pero creemos que juntos podemos vivir en paz.

– Nuestros líderes religiosos no lo ven así-respondió el anciano.

– Vuestro principal líder es un nazi y lo sabéis bien; Amin Husayni era amigo de Hitler y ha envenenado a muchos de vosotros inoculando el odio hacia nosotros. Pero ha llegado la hora de decir no a los locos.

– No es tan fácil, Saul -intervino Abdul-. ¿Crees que no lo hemos intentado? Muchos de nosotros llevamos semanas viajando, yendo de un lugar a otro, hablando. Pero estamos divididos, y los que creemos que es posible vivir juntos tememos ser tachados de traidores. ¿Tenemos que regalar nuestra tierra? Eso es lo que nos preguntan, ¿y por qué hemos de hacerlo? Nos están invadiendo, arrinconando, quedándose con todo… es lo que dicen.

– Tú sabes, Abdul, que la tierra que tenemos o era nuestra o la hemos comprado. No hemos robado nada a nadie, no nos queremos quedar con todo. Sólo necesitamos un pedazo de tierra para tener un hogar, un Estado. Es el momento de que vosotros también tengáis un Estado y que dejéis de ser súbditos y de depender de otros, es el momento de que nosotros y vosotros cojamos las riendas de nuestros propios pueblos y hagamos algo juntos.

– No será posible -terció de nuevo el anciano.

– No lo será si no queremos que lo sea -afirmó Saul.

David les escuchaba en silencio. No comprendía todo lo que decían porque hablaban con rapidez, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que Saul y aquellos hombres eran amigos, se conocían y se respetaban, para confirmar que si dependiera de ellos no habría enfrentamientos.

– ¿Y por qué no un Estado palestino en que podáis vivir los judíos? -propuso un hombre de mediana edad, vestido a la occidental, lo mismo que Abdul.

– No, Hattem -respondió Saul-, no vamos a vivir en ningún Estado que no sea el nuestro. Si tú gobiernas sé que nadie me perseguirá, pero ¿y si lo hace otro? Los judíos necesitamos una patria y sólo puede ser la que siempre ha sido. De aquí se fueron muchos de los míos, que ahora están regresando, y otros se quedaron. Nosotros decimos que podemos vivir juntos, que debéis poner fin a los ataques a los kibbutzim, no tenemos por qué enfrentarnos. Estamos a tiempo de evitar una guerra.

– ¿Estás seguro de que Naciones Unidas os permitirán crear un Estado? -preguntó Hattem.

– Es lo más probable, sí. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia apoyan la creación del Estado de Israel. ¿Tiene sentido que os opongáis? Eso nos llevará a la guerra y perderemos todos, vosotros y nosotros, sólo que nos tendréis que matar a todos, no podréis dejar ni a un solo judío vivo, porque lucharemos todos. Esta vez no nos dejaremos matar. No, eso no sucederá nunca más.

Discutieron un buen rato sin ponerse de acuerdo. Un sirviente entraba de vez en cuando con agua fresca, té, café y fruta.

David se removía en el sillón, cansado de la inmovilidad y de aquella discusión, que veía no conducía a ninguna parte.