– Porque tengo vocación de servir a Dios. Mis padres me llevaron al seminario para que estudiara, ya sabe que cuando no hay mucho dinero en una familia una manera de estudiar es ir al seminario, y en mi caso encontré la vocación. Ya sabe que mi tierra es la de san Ignacio, y un sacerdote jesuita pariente lejano de mi padre me ha ayudado; gracias a él he podido estudiar estos últimos años en Roma.

– Es usted un joven con futuro; lo mismo un día llega a ser Papa, aunque sin la sotana no parece un cura, sino un chico normal…

– Soy jesuita, serviré donde me manden, pero lo de ser Papa me parece difícil -matizó Ignacio con humor-. ¿Y usted es creyente?

– En realidad soy agnóstico, pero tengo un profundo respeto por los que creen y por Dios.

– A pesar de ser agnóstico, habla de Dios como si para usted existiera.

– No, no tengo certidumbres, sólo respeto. Mis padres también son agnósticos, y durante estos años no he visto la huella de Dios en ninguna parte, de manera que casi me parece un milagro seguir siendo agnóstico.

La conversación estaba adquiriendo tintes demasiado personales. Mientras llegaban a la estación, Ferdinand decidió desviarla hacia los cátaros y fray Julián.

17

Raymond les recibió en la puerta del castillo. El hijo del conde se había convertido en un muchacho alto y robusto. En su rostro destacaban sus intensos ojos verdes, llenos de curiosidad y al mismo tiempo marcando las distancias.

– Sea bienvenido, profesor -saludó a Ferdinand-, y usted también, señor…

– Aguirre -dijo Ferdinand. El sacerdote todavía estaba un poco desconcertado por la situación.

– Mi padre regresará mañana, pero cuando le llamé para decirle que quería visitarnos me pidió que le recibiera y me pusiera a su disposición. He mandado que le preparen la habitación de siempre, y a usted, señor Aguirre, una justo al lado. Espero que estén cómodos. El almuerzo se servirá dentro de dos horas, si me necesitan para algo estaré encantado de ayudarles.

– Ignacio es un excelente alumno; creo que llegará a saber de los cátaros más que yo y en estos últimos meses me ha ayudado con el libro, creí que le debía enseñar el lugar de mis desvelos…

– Desde luego, profesor. ¿Se acercarán a Montségur?

– Eso me gustaría. Le he explicado a Ignacio que cuando uno se acerca a la montaña siente algo especial, te das cuenta de que la historia se ha quedado impregnada en la tierra.

– Así es, nadie que se acerque a Montségur puede permanecer indiferente -respondió Raymond.

Vieron llegar un jeep con dos hombres; uno de ellos joven, el otro de la edad de Arnaud.

– Los dos caballeros que llegan también son invitados de mi padre, han salido de excursión -les explicó Raymond mientras los dos hombres descendían del todoterreno y entregaban las llaves a uno de los criados.

– Les presento al profesor Arnaud y a su ayudante el señor Aguirre. Los señores Stresemann y Randall.

Se saludaron sin entusiasmo e iniciaron una conversación intrascendente sobre el tiempo y la belleza del lugar antes de subir a sus habitaciones.

No había pasado mucho tiempo cuando el mayordomo llamó a la puerta de Ferdinand para avisarle de que Raymond les esperaba para acompañarles donde gustaran.

Ferdinand e Ignacio se reunieron con el hijo del conde, deseoso de demostrar sus dotes como señor de la casa.

– Así que a usted también le apasiona la historia de los cátaros -le preguntó a Aguirre.

– Sí, el profesor Arnaud me ha contagiado su entusiasmo -respondió el joven sacerdote ruborizándose al tener que responder una pregunta tan directa, pero, sobre todo, por tener que mentir.

– ¿Ha llegado a conocer bien la historia de fray Julián?

– Bueno… sí… en realidad… es una historia apasionante. ¡Cuánto sufrimiento!

Decidido a no intervenir, Ferdinand escuchaba a los dos jóvenes mientras iniciaban un paseo alrededor del castillo. Pensó que a lo mejor Raymond cometía una indiscreción, como le ocurrió en aquella ocasión con David. Se le notaba la rígida educación recibida, así como su convicción de que algún día, cuando fuera él el conde d'Amis, tendría que estar a la altura de la historia de su familia, o al menos de lo que su padre le había inculcado que se esperaba de él.

– No admito la intolerancia de la Iglesia cuando pretende imponer a hierro y fuego sus creencias, incapaz de respetar las del prójimo, como si fuera la guardiana de la verdad. Antes de que la Iglesia existiera había otras religiones, de manera que, ¿por qué va a tener la Iglesia católica el monopolio de la verdad? -exclamó Raymond.

– Tiene la verdad revelada por Dios -respondió Ignacio, incómodo por no poder extenderse, ya que Ferdinand le había hecho un gesto para que no discutiera.

– ¿La verdad revelada? Eso es un cuento de niños… -sentenció Raymond con convicción-. ¿Cuántos concilios se han tenido que celebrar para ponerse de acuerdo en lo que los católicos tienen que creer? No hay ninguna verdad revelada, sino una poderosa máquina de poder dirigida a dominar a los incautos.

– ¿Y usted, en qué cree? -le preguntó Ignacio.

– ¿Yo? En la razón y en el derecho de los habitantes de esta tierra a creer en quien quieran. ¿Sabe por qué la Iglesia de los Buenos Cristianos estuvo a punto de derrotar a la Iglesia católica? Sencillamente porque sus perfectos vivían como buenos cristianos dando ejemplo de humildad y pobreza. Por eso la Iglesia necesitó acabar con ellos: no podía soportar su ejemplo. En mi familia hubo perfectos .

– Sí, doña María -dijo Ignacio, al que cada vez le costaba más contenerse sin responder a Raymond como él creía que se merecía.

– Doña María, su hija doña Marian, don Bertran, sus hijos… -continuó Raymond.

– Pero supongo que usted no será cátaro…

– No, no… ya le he dicho que sólo creo en la diosa razón, pero ésta continúa siendo tierra de cátaros, aunque no se manifiesten.

– ¿Continúa habiendo cátaros? -preguntó Ignacio con sorpresa.

– ¡Claro que sí! No se puede aplastar las ideas ni las creencias. No hay familia en Occitania que no descienda de cátaros.

Ferdinand escuchaba a Raymond con preocupación, ya que en sus palabras parecía aflorar cierto fanatismo.

El almuerzo lo compartieron con los otros dos invitados del conde, que dijeron ser estudiosos del catarismo.

Ignacio permaneció en silencio, escuchando rebatir a Ferdinand algunas de las teorías de los dos estudiosos, hasta que sorprendió a todos al dirigir una pregunta al aire.

– ¿Y ustedes creen que existe el Grial?

Ferdinand le miró con asombro y Raymond con curiosidad, mientras los señores Stresemann y Randall guardaron silencio.

– Bueno, lo pregunto porque he leído mucho al respecto. Hay historiadores que creen que el tesoro de los cátaros era el Grial. Mi profesor no lo cree y nos ha enseñado que es un cuento, pero… no sé, perdóneme, profesor Arnaud, que yo no tenga su convicción -explicó Ignacio.

Nadie parecía tener prisa por responder, incluido Ferdinand, que había captado con admiración la trampa que pretendía tenderles el joven sacerdote.

– Tan posible puede ser la teoría del profesor Arnaud como las que apuntan que, efectivamente, hay un tesoro cátaro escondido y que ese tesoro puede ser el Grial -aseveró el señor Randall.

– No hay por qué descartar nada a priori -apostilló el señor Stresemann.

– Sí, los historiadores descartamos las fantasías y elucubraciones de escritores de novelas esotéricas. Señores, la investigación histórica es una ciencia que no podemos dejar que se contamine con la imaginación desbordante de quienes no son científicos -explicó Ferdinand muy serio-. En cuanto a mi querido alumno… veo que no he tenido demasiado éxito con mis enseñanzas… y eso que ha obtenido sobresaliente en mi asignatura y que con el tiempo espero se convierta en mi ayudante.

– ¿Y ustedes, qué creen que puede ser el Grial? -preguntó Ignacio aparentando una inocencia que no dejaba de sorprender a Ferdinand-. Se supone que es la copa en la que Cristo bebió durante la Última Cena…

– ¿Ha leído la obra de Wolfram von Eschenbach? -preguntó el señor Stresemann.

– Sí, es una obra bellísima. En Parsifal el Grial es algo más, algo que proporciona un poder ilimitado a quien lo posea.

– Exactamente -asintió aquel invitado, que por su acento parecía alsaciano.

– ¡Ojalá alguien lo encontrara! -exclamó con entusiasmo Ignacio.

– Hay mucha gente empeñada en encontrarlo, pero no se puede encontrar lo que no existe -sentenció Ferdinand, que parecía reprobar a su alumno.

– Puede que se lo llevaran los templarios -insistió el sacerdote.

– Son falsas las supuestas relaciones entre cátaros y templarios; eso también lo expliqué en clase, y que yo sepa fue uno de los temas del examen final.

– ¿Cómo puede asegurar usted que los templarios no protegían a los cátaros? -preguntó con aire de enfado el señor Randall.

– No lo digo yo, son los hechos los que lo demuestran. El Temple tenía castillos y encomiendas en el Languedoc y una buena relación con los señores de estas tierras, pero eso no significaba que participaran de sus querellas. Lo único cierto es que los templarios estaban luchando contra los musulmanes también en España, y no consideraban que su misión fuera combatir a otros cristianos, por muy herejes que fueran. Tampoco nadie se lo requirió.

– ¿Y no cree que el Santo Grial pudieron traerlo los templarios y esconderlo aquí, en el Languedoc? -intervino Raymond.

– No, porque el Grial no existe, de manera que difícilmente pudieron traer lo que no existe.

– Pero, profesor, hay estudiosos que aseguran que los templarios encontraron una cámara oculta debajo del Templo de Salomón, en Jerusalén, y que allí había importantes secretos, que les dieron mucho poder y que pudieron chantajear a la Iglesia, que temía que se pudieran difundir…

– Eso son elucubraciones esotéricas que no se basan en ninguna prueba. Los templarios se convirtieron en un estorbo para Felipe IV de Francia, que quiso unificar las órdenes militares y someterlas al poder de la Corona, y desde luego quedarse con sus bienes. El rey estaba enfrentado con el papa Bonifacio VIII y organizó una campaña contra él, precisamente porque éste se oponía a que el monarca francés se hiciera con los impuestos sobre los bienes de la Iglesia que el rey necesitaba porque sus arcas estaban secas a cuenta de la guerra contra Inglaterra. Y su hombre fiel, el consejero Guillaume de Nogaret, fue el brazo ejecutor de la política del rey contra el Papa y los templarios.