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Hay un sueño de la atención voluntaria, que no sé explicar, y que frecuentemente me ataca, si de cosa tan esfumada se puede decir que ataca a alguien. Voy por una calle como quien está sentado, y mi atención, despierta a todo, tiene todavía la inercia de un reposo del cuerpo entero. No sería capaz de desviarme conscientemente de un transeúnte opuesto. No sería capaz de responder con palabras, o siquiera, dentro de mí, con pensamientos, a una pregunta de cualquier casual que hiciese escala en mi casualidad coincidente. No sería capaz de tener un deseo, una esperanza, cualquier cosa que representase un movimiento, no ya de la voluntad de mi ser completo, sino hasta, si así puedo decirlo, de la voluntad parcial y propia de cada elemento en que soy descomponible. No sería capaz de pensar, de sentir, de querer. Y ando, avanzo, vago. Nada en mis movimientos (me doy cuenta porque los demás no se dan cuenta) transfiere hacia lo observable el estado de estancamiento en que voy. Y este estado de falta de alma, que sería cómodo, seguramente, en un echado o en un recostado, es singularmente incómodo, hasta doloroso, en un hombre que va andando por la calle.
Es la sensación de una ebriedad de inercia, de una borrachera sin alegría, ni en ella, ni en su origen. Es una enfermedad que no tiene sueño de convalecer. Es una muerte alacre.