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Vivir una vida desapasionada y culta, al relente de las ideas, leyendo, soñando, y pensando en escribir, una vida lo suficientemente lenta como para estar siempre al borde del tedio, lo bastante meditada como para nunca caer en él. Vivir esa vida lejos de las emociones y en la emoción de los pensamientos. Estancarse al sol, doradamente, como un lago oscuro rodeado de flores. Tener, en la sombra, esa hidalguía de la individualidad que consiste en no insistir para nada con la vida. Ser en el volteo de los mundos como un polvo de flores que un viento desconocido levanta por el aire de la tarde, y el torpor del anochecer deja bajar en el lugar del acaso, indistinto entre cosas mayores. Ser esto con un conocimiento seguro, ni alegre ni triste, reconocido al sol de su brillo y a las estrellas de su alejamiento. No ser más, no tener más, no querer más… La música del hambriento, la canción del ciego, la reliquia del viandante desconocido, las huellas en el desierto del camello descargado sin destino…