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Se trataba de un viejo de aspecto oriental, quizá japonés, delgado, de cabellos grises. Unos prismáticos de teatro oscilaban, colgados de su cuello, sobre una chaqueta de mezclilla y un chaleco rojo. Sostenía otra libreta y otro bolígrafo y me miraba con ojos como guiones oscuros a través de los cristales de unas gafas metálicas. Al parecer, había venido corriendo desde algún sitio, porqué jadeaba. Barboteó algo. «Perdone, ¿qué le ocurre?», dije. Volvió a empujarme y me arrinconó contra el árbol. No paraba de gritar y de enseñarme los dientes, como si quisiera morderme. Señaló mi libreta; hizo ademán de escribir; me señaló a mí; hizo ademán de negar; se señaló a sí mismo; me mostró su libreta. Atisbé en el papel los ideogramas propios de su lengua. «You cannot write, sir!», chapurreó por fin. «This is my time!» Alzó un brazo en dirección a la muchacha. Ella, que había abandonado la mímica, nos contemplaba desde el banco con curiosidad, pero no parecía decidida a acercarse. Yo estaba avergonzado. «Ahora se dará cuenta de que la he seguido», pensaba. El japonés (cada vez entendía mejor lo que me decía) insistía en su prioridad: él la había contratado antes; la escena era para él, para su uso personal, yo no podía copiarla. Había estado observándola con los prismáticos mientras escribía, y de repente me había visto a mí, mirándola y escribiendo también. ¿Acaso iba yo a negarlo? ¡Allí estaba mi libreta como prueba! Me alejé del viejo sin replicarle. «¡Señ… Cab…o!», escuché, pero no me volví. Cogí un taxi y regresé a casa, profundamente abochornado.

El teléfono sonaba cuando llegué. Al descolgar y oír su voz, me pareció que no había dejado de llamarme y que sus palabras constituían una prolongación de su grito.

– ¿Señor Cabo?… Soy Musa Gabbler Ochoa.

Deseaba verme esa misma noche. «He de decirle algo importante», añadió. Repliqué: «De acuerdo». Después, cuando colgué, logré razonar. Y de inmediato me sentí infeliz. Mucho más tranquilo, pero infeliz. Temí que estuviera enfadada, incluso que pretendiera demandarme por haber provocado aquel pequeño incidente durante su trabajo. Inventé explicaciones defensivas mientras me vestía. O quizá no era enfado sino interés: a lo mejor buscaba un enchufe para colaborar con los escritores de Salmacis. Decidí que prefería el enfado. Cuando Ninfa me vio bajar del dormitorio vestido con traje oscuro y pañuelo de seda al cuello, movió la cabeza con gesto desaprobador. «Vuelvo enseguida, Ninfa», mentí.

Más tarde, en el taxi, descubrí que tenía una erección.

Habíamos quedado en un café de la zona de Ópera a las 11 de la noche, pero el taxista me dejó un poco antes porque aquello era un hervidero de coches. Hacía frío, mucho más que por la tarde, aunque el cielo nocturno se hallaba despejado. No así las calles: coincidí con el final de una función en el Teatro Real y hube de esquivar trajes oscuros, figuras perfumadas y ancianas enjoyadas. La ópera había gustado -era Las bodas de Fí garo-. Escuché, al pasar, comentarios de alabanza; también anécdotas: una espectadora no terminaba de enterarse de que Cherubino era una mujer que hacía de hombre que al final hacía de mujer, y se lo explicaban a gritos.

Para mi sorpresa, el café se hallaba casi vacío. Se trataba de un salón art déco recubierto de caoba, con espejos en las repisas de la barra. Sólo había una persona en las mesas (en la barra había tres), y era Musa. Avancé hacia ella boquiabierto.

«Fabulosa», pensé al verla. Rodeada por la oscuridad de la madera, iluminada por la vidriera de las lámparas art déco, parecía la llama de una vela. Toda ella era de color crudo, salvo un fular rojo ocre enroscado al cuello. Llevaba un conjunto de jersey de cuello vuelto, minifalda de algodón, medias opacas largas y zapatos de tacón ancho. Su pelo no había variado: era un casco de cobre adornado con un moño. En la mesa yacía un cigarrillo con boquilla sobre un cenicero transparente, una cajetilla de Gauloises y un vaso de cinzano. Las manos, largas, finas, sensuales, jugaban con un pequeño papel (quizá el sello de la cajetilla); las muñecas ardían de pulseras.

– Siéntese -dijo.

Ocupé la silla que había frente a ella. A oleadas me llegaba su agresivo perfume. Estaba seria, o simplemente pensativa. En el aire cantaba un grupo similar a Los Platters; quizá Los Platters.

– Escuche, lo de esta tarde, yo…

– Fue culpa mía -me cortó-. Tenía que haber aclarado el equívoco. Perdóneme. Es que al pronto creí que ustedes dos se conocían. Me refiero a mi cliente y usted.

Su forma de expresarse, con aquella exacta rapidez, era tan diáfana que estoy seguro de que ahora la cito textualmente. Nada se interponía entre el papel y sus labios: ella hablaba para ser escrita. Supuse cierta deformación profesional.

Volví a disculparme pero no revelé que la había seguido. «Una coincidencia -dijo-, olvidémoslo.» Una coincidencia más. La Bella y la Coincidencia. Nuestra Señora de las Coincidencias. Un camarero, de quien sólo atisbé la barriga y el delantal negro (Musa Gabbler Ochoa era el único espacio que admitían mis ojos) me preguntó qué deseaba, y pedí una cerveza.

– ¿Hace esto a menudo? -inquirí-. Lo de quedar con alguien en algún lugar y…

– Siempre que puedo. Es mi trabajo. Los escritores me telefonean, me dicen lo que tengo que vestir, lo que quieren que haga y en dónde, y se dedican a observarme mientras toman notas para sus obras.

Asentí. «Por eso llevaba el vestido negro debajo de la cazadora -pensé-. Era su ropa de trabajo.»

Me miró un instante. Su finísima ceja castaña izquierda se alzó como la hoz de una interrogación. Sus labios en bermellón claro sonreían.

– Pensé que conocías la profesión de modelo de escritor. ¿No has contratado nunca a ninguno?

Le dije que no, aunque, por supuesto, no lo recordaba (y advertí la suavidad con que había empezado a tutearme: para una persona que se expresaba como ella, aquel gesto tenía dotes de caricia). Me explicó que era un oficio bastante reciente, pero, en el fondo, muy antiguo. «Sólo que antes el modelo no era consciente de que lo era», dijo. Se extendió con datos que me revelaron, además, su ingente cultura: a Flaubert le hubiera encantado tener varios -modelos, se refería-, y a Proust también. De hecho, el primero había adquirido un loro disecado para escribir Un corazón simple. ¿Por qué no una mujer viva para Bovary? Y si el autor del Tiempo perdido pasaba horas estudiando un rosal con el fin de reflejarlo en su obra, ¿acaso no hubiera deseado disponer de una muchacha inmóvil dentro de su habitación, y observar durante días el laberinto de una mirada o el vaivén de un gesto? «Quien dice muchacha dice cualquier otra persona, incluyendo ancianos y niños -aclaró-. Somos muchos en esta profesión.» Objeté que podía haber cierta artificiosidad en esa manera de proceder. «Bien -dijo ella, y me deslumbró con su sonrisa-, pero la literatura es un artificio, ¿no?» Yo no estaba tan seguro. Musa insistía: las mujeres de las novelas, los hombres de las novelas, ¿qué son, sino figuras convencionales repletas de… repletas de… (dudaba, buscando la palabra)… tópicos? En el fondo, hasta los personajes más verosímiles están creados para entretener. Toda literatura es mentira, y yo debía de saberlo. No como nosotros, que éramos verdad. No como ella, Musa Gabbler Ochoa, y como yo, Juan Cabo, que poseíamos peso, lastre, un equipaje de realidad repleto de… de… nuestras respectivas biografías. «¿Acaso te ves metido en una novela?», me preguntó, iluminando la frase con su dentadura. Reímos, pero no pude evitar replicar que, desde mi accidente, ésa era, expresada con justa exactitud, la sensación que me embargaba.

– ¿Que estás metido en una novela? -Abrió de par en par sus enormes ojos.

– Que todo lo que me rodea es ficticio, incluyéndome a mí mismo -declaré-. Como si hubiera nacido hace 35 páginas en vez de hace 35 años.

Hice una pausa y contemplé los arrecifes blancos de mi cerveza.

– O como si yo también fuera un modelo de escritor. -Y levanté la vista para agregar: «Todo se debe a mi amnesia, claro», pero entonces percibí que la expresión de Musa había cambiado. Lanzaba nerviosas miradas hacia la barra.

Seguí la dirección de sus ojos y quedé petrificado. Sentado en un taburete frente a nosotros se hallaba el hombre de la cara fofa. Lo reconocí en seguida, porque llevaba el mismo traje gris de La Floresta. Escribía apresuradamente en un cuaderno que apoyaba sobre la barra, junto a los accesorios de un servicio de té o similar. Todo parecía indicar que había estado allí desde el principio, pero que mis ojos, poseídos por Musa, no se habían percatado hasta ese instante. De improviso alzó la pluma y me devolvió la mirada, imperturbable, sin desafío, con cierta curiosidad profesional, como un pintor contemplaría una puesta de sol o un médico las eflorescencias de una enfermedad de la piel.

– ¡Por favor, Juan, no lo mires! -susurró Musa, apurada-. ¡Sigamos hablando como si él no estuviera!… Se trata de un cliente… Es que ahora mismo estoy trabajando, ¿sabes? -Imprimió a su voz un tono lastimero, como queriendo decirme: «Ya lo ves: ésta es la canallesca servidumbre de mi oficio»-. Me llamó por la tarde y me dijo que deseaba una escena en un café, un diálogo entre dos personas: una tenía que ser yo y la otra tú. Pero insistió en que no te dijera nada.

La monstruosidad de aquella declaración me hizo temblar. Musa depositó su bellísima mano sobre la mía.

– ¡Finge que no sabes nada, te lo suplico! De lo contrario, me harías perder dinero. -Su ruego era tan perentorio que, con esfuerzo, la obedecí.

– Me he encontrado con él en otra ocasión -dije en voz baja-. ¿Quién es?

Ella no lo sabía. La contrataban muchos escritores anónimos. También ignoraba por qué había exigido mi presencia en la escena. Le pagaban por trabajar sin hacer preguntas.

– Pero no pienses más en él… -Sus finas pestañas descendieron-. Te juro que te hubiera llamado esta tarde de cualquier forma… Ya te dije que tenía que revelarte algo muy importante…

No respondí. Observé de reojo cómo Don Cara Fofa me miraba y escribía. Pensé que quizá estaba anotando: «Juan Cabo observó de reojo cómo yo lo miraba y escribía». Inferí las palabras que usaría para narrar mi rostro en aquel instante: «palidez», «temblor de labios», «globos oculares desorbitados»… ¿Quién sería? ¿Por qué se tomaba tanto interés por mí? De buena gana me hubiera levantado para pedirle explicaciones, pero la súplica de Musa me retenía. Fijé la mirada en ella. Su belleza me apresó; sus ojos me encerraron en un paréntesis azul.