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– No, al contrario: precisamente ningún lector se lo creería. O quizá sí. Todo depende de la solapa. Pero, por desgracia, ninguno de sus textos tiene solapa.

– ¿A qué se refiere?

Neirs y su ayudante intercambiaron sonrisas como si estuvieran decidiendo quién debía explicármelo primero. Comenzó Neirs:

– Nosotros llamamos «solapa» a la información sobre un texto que se encuentra fuera del mismo: una nota a pie de página, la solapa de un libro, la declaración de un testigo fiable, etcétera. Sin ella, nada de lo que se escribe, desde una simple lista de la compra hasta una enciclopedia, tiene valor por sí mismo. Piense, por ejemplo, en un libro cualquiera. La solapa nos habla del autor y de la clase de obra que ha creado. En ocasiones, hasta encontramos una breve sinopsis del argumento. De esta forma sabemos si vamos a leer una novela, un ensayo, un texto científico o una autobiografía, y nos preparamos para valorar las diversas lecturas. Si la solapa dice «novela», esperamos que nos entretenga pero no confiamos en conocer la vida del autor; otra cosa sería si dijera «autobiografía», ¿comprende? La mayoría de la gente ignora que la verdadera lectura de un libro se hace a través de la solapa. Sin ella, el texto resulta incomprensible. Podrá ser más o menos bello, pero ahí acaba todo.

– Escribir carece de significado -acotó Virgilio-. Es la solapa lo que le otorga un sentido u otro. ¡La solapa es MÁS, MUCHÍSIMO MÁS importante que el libro!

– Le pondré otro ejemplo para que se percate de esa importancia -prosiguió Neirs-. Sabemos que la Biblia pretende ser la palabra de Dios mientras que Las mil y una noches son una recopilación de cuentos fantásticos. Eso es la solapa: lo que sabemos, o creemos saber, sobre estos libros. Ahora imagine que la Biblia y Las mil y una noches hubieran trastocado sus solapas hace milenios: a estas alturas, las andanzas de Yavé constituirían un deleite para niños pequeños, mientras que muchos devotos habrían muerto por Aladino o habrían sido torturados por negar a Scherezade… Y no crea que exagero: la solapa es como el cauce de un río, y nuestra lectura fluye siempre sometida a sus límites. ¿Me explico?

– Quiere usted decir que un texto aislado no sirve para nada.

– Un texto sin solapa es ficticio hasta que no se demuestre lo contrario -sentenció Neirs-. Esta es mi regla de oro en cualquier investigación. Lo único que puede saberse con certeza sobre un texto así es que alguien lo ha escrito.

– El autor es lo ÚNICO real de un texto -completó Virgilio.

– Pero ¿quién es? ¿Dónde está? -Neirs repasó la habitación con la mirada, como buscando al misterioso autor-. ¿Cómo podemos saber quién ha escrito todo esto?

– ¿Cómo? -coreó su acólito, animándome a responder.

– Mirando en la solapa -dije.

Ambos asintieron con simétrica felicidad.

– La mujer desconocida, la repetición de la frase «repleta de fantasía», el poema de Grisardo… -enumeró Neirs-. ¡Cada uno de estos textos podría significar tantas cosas!…

– Desde una pura ficción hasta un error gramatical -dijo Virgilio.

– Pero cuando encontremos una solapa fiable -continuó su jefe-, resolveremos el enigma.

Me angustiaba un último punto.

– ¿Y qué opina usted del párrafo de la libreta? Quiero decir, según su experiencia… Esa mujer… ¿cree usted que yo la vi realmente?

El detective examinó el párrafo en silencio.

– ¿Cuál es su impresión? -pregunté, agobiado-. Le pregunto sólo su impresión como experto en temas literarios…

Neirs tamborileaba en la mesa con sus largos dedos.

– El empleo de los verbos… -insistí, tragando saliva-. ¿No le parece que…?

– ¿Me pregunta usted si creo que esta mujer existe o existió realmente?

– Sí.

Cerró la libreta con un gesto brusco.

– Permítame responderle con otra pregunta: ¿eso es lo que a usted le interesa saber en particular?

– No comprendo.

– Se lo diré de otro modo. Suponga, por un momento, que sale ahora mismo de este despacho y se encuentra con la mujer del párrafo… No, no se ría… Es sólo un ejemplo. Y suponga que la reconoce. ¿Se quedaría satisfecho? ¿Daría usted por concluido el caso? En pocas palabras: ¿lo que usted desea es encontrar a esa mujer?

Se desató un denso silencio. Horacio Neirs aguardaba mi respuesta sin dar muestras de impaciencia, mirándome a los ojos. Virgilio había interrumpido sus acrobacias y también me observaba con sus pupilas de cuarzo. Me pasé la mano por la barba. Rocé la punta de la nariz con el pulgar.

– Sí -dije.

Había sonado como si una mujer dijera: «Sí», de modo que me aclaré la garganta y repetí:

– Sí, eso es lo que quiero.

El tiempo volvió a transcurrir. Neirs reunió la libreta y los papeles en un pequeño montón y se incorporó.

– Muy bien, pues no creo que sea difícil complacerle. Nos pondremos a investigar de inmediato. Lo llamaré el lunes, si hay noticias.

Virgilio se alzó de puntillas para abrirme la puerta.

– Y no se preocupe -dijo Neirs-: en cuanto hallemos una solapa, todo quedará resuelto. Si la mujer del párrafo existe, estará en la solapa. Y usted la encontrará de inmediato.

«Sí, cuando salga de este despacho», pensé con amargura.

Entonces, al salir del despacho, me encontré con la mujer del párrafo.