(Quemado el comienzo del folio )… y ya no puedes obrar. Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo le has preparado. Morirás antes. Morirá esa parte de ti que ve lo mortal. No podrás escapar de ver lo que no muere. Porque lo peor de todo, grotesco Arquí-loco, es que el muerto siempre y en todas partes sufre, por muy muerto que esté con mucha tierra y el olvido encima. Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Re volución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti. Tu propia soberbia te hizo decir que eras hijo de un parto terrible y de un principio de mezcla. Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. ¡Perdiste tu aceite, viejo ex teólogo metido a repúblico! Creíste jugar tu pasión absoluta a todo o nada. Oleum perdidiste. Dejaste de creer en Dios pero tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revo lución; única que lleva a un verdadero conductor a identificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical Persona, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos. Con grandes palabras, con grandes dogmas aparentemente justos, cuando ya la llama de la Revolución se había apagado en ti, seguiste engañando a tus conciudadanos con las mayores bajezas, con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad y la senectud. Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te encerraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona. Te rodeaste de rufianes que medraban en tu nombre; mantuviste a distancia al pueblo de quien recibiste la soberanía y el mando, bien comido, protegido, educado en el temor y la veneración, porque tú también en el fondo lo temías pero no lo venerabas. Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía. Ignorancia de un tiempo de encrucijada. Mejor que nadie, tú sabías que mientras la ciudad y sus privilegios dominan sobre la totalidad del Común, la Revolución no es tal sino su caricatura. Todo movimiento verdaderamente revolucionario, en los actuales tiempos de nuestras Repúblicas, única y manifiestamente comienza con la soberanía como un todo real en acto. Un siglo atrás, la Revolución Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. Quisiste evitar esto. Te quedaste a mitad de camino y no formaste verdaderos dirigentes revolucionarios sino una plaga de secuaces atraillados a tu sombra. Leíste mal la voluntad del Común y en consecuencia obraste mal, mientras tus chocheras de geróntropo giraban en el vacío de tu omnímoda voluntad. No, pequeña momia; la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Hasta más allá de sus límites si es necesario. Lo absoluto no tiembla en llevar hasta el fin su pensamiento. Lo sabías. Lo copiaste en estos papeles sin destino ni destinatario. Tú vacilaste. Estás igualmente condenado. Tu pena es mayor que la de los otros. Para ti no hay rescate posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar hasta el último cuadrante… (apelmazado, ilegible lo que sigue ).

… a media noche, bajarás a las mazmorras. Te pasearás entre las hileras de hamacas que cuelgan unas encima de otras, podridas por veinte años de obscuridad, sufrimiento y sudor. No te reconocerán. No te verán siquiera. No te verán ni oirán. Si aún hubieras tenido voz, te habría gustado insultarlos, hacer mucho ruido según tu costumbre; tomarte desquite de esos espectros que osarán ignorarte. ¡Escúchenme, malditos collones!, te habría gustado apostrofarlos, repitiendo por última vez lo que has barbotado millares de veces. Lo bueno, lo mejor de todo es que nadie te escucha ya. Inútil. Que te desgañites en el absoluto silencio. Recorrerás las filas de los prisioneros. Los mirarás a cada uno en los ojos lagañudos, cataratudos. No parpadearán. ¿Sabrás si sueñan y te sueñan como a un animal desconocido, como a un monstruo sin nombre? Sueño. Un sueño. Lo más secreto de un hombre y de una bestia. Serás para ellos simplemente la forma del olvido. Un vacío. Una obscuridad en esa obscuridad. Te tenderás por fin en una hamaca vacía. La última. La más baja entre las hileras de hamacas que óscilan levemente bajo arrobas de fierros cien veces más pesados que sus osamentas de espectros. Deshecha de moho y vejez, la hamaca dará contigo en el suelo. Nadie reirá. Silencio de tumba. Toda la noche pasarás ahí, tendido entre los pestilentes despojos. Los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho. El sudor de esos miserables, sus cacas, sus orines, chorreando de hamaca en hamaca babearán sobre ti, lloverán gotas, gotas de cieno sepulcral. Te aplastarán hacia abajo cada vez más. Apuntalarán tu inmovilidad con esos pilares al revés. Estalactitas creciendo sobre tu suprema impotencia. Cuando los ácaros, las sílfides, las curtonebras, las sar-cófagas y todas las otras migraciones de larvas y orugas, de diminutos roedores y aradores necrófagos, acaben con lo que resta de tu estimada no-persona, en ese momento te asaltarán también unas ganas tremendas de comer. Terrible apetito. Tan terrible, que comerte el mundo, el universo entero, todavía sería poco para calmar tu hambre. Te acordarás del huevo que mandaste poner bajo las cenizas calientes para tu último desayuno, el que no alcanzaste a tomar. Harás un sobrehumano esfuerzo tratando de incorporarte bajo la mole de tiniebla que te aplasta. No podrás. Se te caerán los últimos pelos. Las larvas seguirán pastando en tus despojos tranquilamente. Con sus largos pelos tejerán una peluca a tu calvicie, de modo que tu mondo cráneo no sufra mucho frío. Mientras te estén comiendo a toda mandolina al son de sus laúdes y laudes, afónico, afásico, en catarrosa mudez agravada por la humedad, implorarás que te traigan tu huevo, el huevo embrionado, el huevo olvidado en la ceniza, el huevo que otros más astutos y menos olvidadizos ya habrán comido o arrojado al tacho de los desperdicios. Las cosas suceden de este modo. ¿Qué tal, Supremo Finado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua de comerte un güevo, por no haber sabido… (empastado, ilegible el resto, inhallables los restos, desparramadas las carcomidas letras del Libro ).