Lenguas de fuego brotan alegremente en varias partes, acordes con mi estado de ánimo. Pabulum ignis! ¡Bienvenida, Potencia ígnea! Pase adelante, amigo Fuego. Acción tiene. Trabaje fuerte, a lo hombre. No le va a llevar mucho tiempo acabar con todo esto. ¡Con todo! ¡Eh! Usted hará la revancha de lo pequeño frente a lo grande. De lo oculto frente a lo manifiesto. No se desparrame. Concéntrese. No se distraiga con los díceres que murmuran algunos acerca de que los hombres no son más que mujeres dilatadas por el calor, o que las mujeres son hombres ocultos porque llevan elementos masculinos escondidos en su interior. Permíteme que te tutee. A ti te encomiendo mi fin entre tu llama y la piedra, del mismo modo que YO formé mi principio entre el agua y el fuego. No surgí del frote de dos pedazos de madera, ni de un hombre y una mujer que refregaron alegremente sus mantecas haciendo la bestia de dos espaldas, según decía mi exegeta Cantero. No sufrirás conmigo de indigestión. Mas tampoco podrás acabar del todo conmigo. Siempre queda por ahí algún pedazo que se te hace duro de tragar. Lo escupes. Plinio se arrojó al Etna. El volcán lo devolvió en un vapor que conservaba intacta su forma, su sonrisa burlona, hasta el tic de su ojo izquierdo, el tuerto, que guiñaba sin cesar. Empédocles, borracho, se precipitó en el mismo volcán queriendo no tanto matarse como engañar a sus compatriotas; hacerles creer, al no encontrar ningún vestigio de su cuerpo, que había subido al cielo. Vulcano vomitó intactos el vapor de uno, las sandalias de bronce del otro, delatando la superchería de aquellos dos orgullosos embaucadores.

No arderé en una pira en la plaza de la República sino en mi propia cámara; en una hoguera de papeles encendida por mi mandato. Entiéndelo muy bien. No me arrojo de cabeza a tus llamas. Me arrojo al Etnia de mi Raza. Algún día su cráter en erupción arrojará únicamente mi nombre. Esparcirá por todas partes la lava ardiente de mi memoria. Inútil que entierren mis despojos junto al altar mayor del templo de la Encarnación. Luego, en la huesa común de la contrasacristía. Luego, en un cajón de fideos. Ninguno de esos sitios devolverá una sola hebilla de mis zapatos, una sola astilla de mis huesos. Nadie me quita la vida. Yo la doy. No imito en esto ni siquiera a Cristo. Según el melancólico deán, el Dios-Hijo se suicidó en el Gólgota. No importa que la causa fuera la salvación de los hombres. Tal vez el autotitulado «Pueblo de Dios» no mereció, no merece, no merecerá que ningún dios se suicide por él. Lo que probaría de paso que la idea de Dios es pobremente humana. Un Dios-Dios-Dios tres veces Último-Primero, no lo es aunque pueda resucitar al Tercer Día. Aunque sea un Dios-Trinitario en Tres-Personas-Iguales-y-Distintas. Si lo es verdaderamente, está obligado a existir sin pausa; a no poder morir ni siquiera un instante. Además, en el momento de la hiél y del vinagre, el Dios-Hijo vaciló en el Huerto de los Olivos. Señor, aparta de mí este cáliz, etcétera, etcétera… ¡Flojo! ¡Blando el pobre Dios-Hijo! Acaso le faltó al Redentor pagar la última gota de sangre del rescate que le será reclamado a la especie humana, supuestamente redimida, en la gran pira de la destrucción universal bajo la terrible nube en forma de hongo del Apocalipsis. Mas no nos perdamos en hipótesis ateológicas.

Cuando uno mismo es el pozo que exhala esta emanación mortal, el horno que escupe ardiente humareda, la mina que vomita sofocante humedad, ¿es posible no decir que no nos matamos con nuestros propios vapores? ¿Qué he hecho yo para engendrar estos vapores que salen de mí?, continúa copiando mi siniestra mano, pues la diestra ya ha caído muerta al costado. Escribe, se arrastra sobre el Libro, escribe, copia. Dicto lo inter-dicto bajo el imperio de ajena mano, de ajeno pensamiento. Sin embargo, la mano es mía. El pensamiento también. Si alguien debe quejarse de las letras, ése soy yo, puesto que en todo tiempo y en todo lugar sirvieron para perseguirme. Pero es necesario amarlas a pesar del abuso que de ellas se hace, como es necesario amar a la Patria, por muchas injusticias que en ella se padezca y aunque por ella misma perdamos la vida, pues sólo se muere según se ha vivido. Yo tomo de otros, aquí y allá, aquellas sentencias que expresan mi pensamiento mejor de lo que yo mismo puedo hacerlo, y no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad. De este modo los pensamientos y palabras son tan míos y me pertenecen como antes de escribirlos. No es posible decir nada, por absurdo que sea, que no se encuentre ya dicho y escrito por alguien en alguna parte, dice Cicerón (De Divinat, II, 58). El yo-lo-habría-dicho-primero-si-él-no-lo-hubiese-dicho no existe. Alguien dice algo porque otro ya lo ha dicho o lo dirá mucho después, aun sin saber que lo ha dicho ya alguien. Lo único nuestro es lo que permanece indecible detrás de las palabras. Está dentro de nosotros más aún de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros. Los que fingen modestia son los peores. Hipócritamente inclina Sócrates la cabeza cuando pronuncia su famosa y embustera sentencia: Sólo sé que no sé nada. ¿Cómo pudo saber el peripato que no sabía nada si nada sabía? Mereció pues la corrección de la cicuta. El que dice yo miento y dice la verdad, miente sin lugar a dudas. Mas el que dice yo miento y miente realmente, está diciendo una estricta verdad. Sofistiquerías. Politiquerías. Miserable honor el de entregar el ansia de inmortalidad a las palabras, que son el símbolo mismo de lo perecedero, sermonea el melancólico deán. Luego contrasermonea: Toda la humanidad pertenece a un solo autor. Es un solo volumen. Cuando un hombre muere, no significa que este capítulo es arrancado del Libro. Significa que ha sido traducido a un idioma mejor. Cada capítulo es traducido así. Las manos de Dios (dijo quien habló del suicidio de Dios, ¡vaya gracia!) encuadernarán nuevamente todas nuestras hojas dispersas para la Gran Bi blioteca donde cada libro yacerá junto a otro, en su última página, en su última letra, en su último silencio. El compadre Franklin, ahorrativo, acopiativo en todo, copia en su epitafio el pensamiento del deán. El compadre Blas copia al señor de la Montaña, simulando también una falsa modestia: Escribiendo mi pensamiento se me escapa a veces. Esto hace que me acuerde de mi debilidad que constantemente olvido. Lo que me instruye tanto como el pensamiento olvidado, porque yo no tiendo más que a conocer mi nulidad. Desde niño, cuando leía un libro, me metía dentro de él, de modo que cuando lo cerraba seguía leyéndolo (como la cucaracha o la polilla, ¡eh!). Entonces sentía que esos pensamientos estaban en mí, desde siempre. Nadie puede pensar lo impensado; solamente recordar lo pensado o lo obrado. El que no tiene memoria, copia, que es su manera de recordar. Es lo que me sucede. Cuando un pensamiento se me escapa, yo lo quisiera escribir, y sólo escribo que se me ha escapado. No pasa lo mismo con las moscas. Observad su fuerza racial, su mos-queteril patriotismo. Ganan batallas. Impiden obrar a nuestra alma, devoran nuestros cuerpos, y en nuestras ruinas ponen a calentar sus huevos que las hacen eternas, aunque cada una no dure más que unos cuantos días. ¡Las moscas! ¡Me he salvado de ellas! ¡El fuego y el humo me han salvado de su invasión, de sus depredativas migraciones! Cuando lleguen no encontrarán sino a un solo comensal carbonizado en la Cena de las Cenizas, la última Cena que no alcancé a brindar a los mil judas y uno más de mis traidores apóstoles.

¿Por qué tardas tanto, fuego, en hacer tu trabajo? ¡Eh haragán! ¿Qué te pasa? ¿También a ti te afecta la esterilidad y la impotencia a partir de cierta edad? ¿Estás más viejo que yo? ¿O es que tú también te ahogas en mi agujero de albañal? ¿Habré sacado esto de alguna parte? Si así fuere, me importa un pito. Patiño, espiritualista, me habría consolado: Señor, ¿quién le puede probar que este otro Señor Antiguo no es usted mismo? ¡Probado que un espíritu pasa de un cuerpo a otro y es siempre el mismo por los tiempos de los tiempos! Muy capaz era el bribón de convertir a sus ánimas en metensicosas migratorias.

No sé por qué me ocupo ya ahora de la marcha de los relojes. En el mortal silencio de la ciudad, el de repetición dobla sus fúnebres campanadas. El único sonido. Por los vivos y por los muertos. Morir no quiero, mas estar muerto ya no me importa, leo a Cicerón que copia una sentencia de Epicarnes. Y en Agustín de Hipo-na: La muerte no es un mal sino por lo que la sigue (De Civit-Dei, I, 11). Muy cierto, compadre. Menos cruel es estar ya muerto de una buena vez, que hallarse esperando el fin de la vida. Sobre todo, cuando yo mismo he dictado mi sentencia y la muerte escogida por mí es mi propia criatura. ¡Cuántos prisioneros han cavado ellos mismos sus tumbas en esta tierra! Otros han dado al pelotón la orden de ¡fuego! en su propia ejecución. Los he visto actuar con decisión, casi diría alegremente. Otros yacen aún, después de tanto tiempo, sobre el piso o en sus hamacas, cargados de grillos. A esta hora de la siesta, que para ellos continúa siendo de impenetrable tiniebla, a cubierto de sol enceguecedor duermen dulcemente. Trabajan en sueños cavando sus tumbas con su propio peso no mayor que el del más flaco de mis cuervos blancos. A éstos los veo ahuecando las alas tinosas, espulgándose en la tardanza de la espera. Dos manchas negras en medio de los reverberos. Los prisioneros hamacándose en la obscuridad. Oscilan apenas en el vaivén perpetuo. El chirrido de sus grillos me arrulla con cierto sonido maternal. Yo, en cambio, absolutamente inmóvil. Beneficiario de una muerte cierta, les enseño mortificación con el ejemplo. Desde el mediodía yazgo de través en la cama, la cabeza colgando hacia el suelo. En el recuadro de la ventana aparecen medrosamente las figuras invertidas de Patiño y los comandantes. El ex fiel de fechos empuña ahora, no la pluma, sino una larga pértiga de takuara. Empieza a remover mi cuerpo no para comunicarle vida sino para comprobar que está muerto. Empujado por el palo me siento boyar en las aguas estigiales-vestigiales, mas también en otro río vivo, deslumbrante; el Río-de-las-coronas, el Río-Río. Mi cuerpo se va hinchando, creciendo, agigantándose en el agua racial que los enemigos han creído atrancar con cadenas.

«¡Siempre, hasta el final, la torturante y perenne obsesión del río camino libre !» (Julio César, op. cit .)

Mi cadáver las va rompiendo una a una, dragando las profundidades, ensanchando las orillas. ¿Quién me puede detener ahora? La mano postuma se aferra a la punta del palo. Medio muerto de susto, el ex amanuense lo suelta. Hemos trazado juntos el último signo.