Policarpo Patiño escapó de la sentencia por poco tiempo, tal como lo había previsto El Supremo A la muerte de éste, el 20 de setiembre de 1840, una junta formada por los comandantes militares se apoderó del gobierno acéfalo, tras una trapisonda palaciega. La derribó un golpe de cuartel al mando de otro «mariscal» del Finado, el sargento Romualdo Duré (fabricante de galletas) El ex fiel de fechos Policarpo Patiño secretario de Estado y eminencia gris de la abatida junta se ahorcó en su celda con la soga de su hamaca (N. del C .)

«El 24 de agosto de 1840 día de San Bartolomé, a influjo su doméstico infernal, el Dictador prendió fuego antes de morir a todos los documentos importantes de sus comunicaciones y condena, sin precaver que la voracidad del elemeno podía ser tanta, que llegase a abrasarle la cama. Desesperado y ahogado de humo llamó en su socorro a sus sirvientes y guardias. Se abrieron puertas y ventanas y, en medio de la combustión, se arrojaron a la vía pública colchones, cobijas, ropas y papeles en llamas. ¡Oh aviso claro de las llamas que al mes siguiente principiarían a abrasar eternamente su alma! Entre tanto lo único cierto fue que en esta ocasión los viandantes que pudieron sobreponerse a su pavor vieron por primera vez los interiores de la tétrica Casa de Gobierno. Algunos se detuvieron inclusive a examinar los chamuscados retazos de bombasí, tela desconocida en el país, de la que se hacían las sábanas de El Supremo.

»Para los católicos, el 24 de agosto es el día en que el diablo sale solo. Mucha gente unió esa circunstancia al color de la capa que usaba el Dictador, deduciendo que su fin estaba próximo.» (Manuel Pedro de Peña, Cartas .)

El fuego se amodorra sin saber muy bien por dónde atacar. Chisporrotea sobre los papeles que va chamuscando y convirtiendo en humo, en cenizas. Prende regueros de chispas por los rincones. No se atreve a llegar hasta mí; tal vez no puede atravesar el lodazal que rodea el lecho. El agua y el fuego, de los que me formé, se complotan ahora para entregarme a la soledad final. Solo, en un país extraño de pura gente idiota. Solo. Sin origen. Sin destino. Encerrado en perpetuo cautiverio. Solo. Sin apoyo. Sin defensa. Condenado a errar sin descanso. Expulsado sucesivamente de todos los asilos que escojo. Imposibilitado de bajar al sepulcro… ¡Vamos, no es para tanto! No logrará la muerte ahora hundirte en la autocompasión que no melló tu vida. Los muertos son muy débiles. Mas el muerto vivo en la muerte, tres veces fuerte.

Acorde estoy en que esta lucha ad astra per áspera ha hecho de mí un mestizo de dos almas. Una, mi alma-fría, mira ya desde la otra orilla donde el tiempo se arremansa y empieza a acangrejarse. La otra, el alma-caliente, vigila aún en mí. Adepto de la duda absoluta, puedo avanzar todavía apoyando mi derecha diurna, la pierna demasiado hinchada que ya no puede sostenerme, en la izquierda-nocturna. Ésta resiste aún. Carga con mi peso. Voy a levantarme un rato. Debo avivar el fuego. Es EL quien sale de YO, volteándome de nuevo en el impulso de la retrocarga. Da una palmada. El fuego se reaviva en el acto. Vuelve a bailar alegremente, con mayor energía que antes. Sus lumbraradas meten en la habitación una especie de amanecer. ÉL pega otra palmada. Suena a cañonazo. Acuden en tropel dragones, húsares, granaderos con baldes de agua y carretillas de arena. Todos los efectivos con todos los elementos. Como cuando mandé quemar a José Tomás Isasi en la hoguera de pólvora, y el fuego de lava amarilla se propagó hasta mi propia cámara. El incendio es ahora sofocado una vez más bajo verdaderas trombas de agua y arena. Un diluvio de barro cae en la habitación a través de puertas, ventanas, claraboyas, ojos de buey, de las rajaduras del techo. Goterones. Goterrones. Gotas de plomo derretido, ardiendo y a la vez helado; chaparrón más que sólido, fuerte, haciéndome sonar los huesos. Las trombas de cieno se disparan en todas direcciones. Empapan, queman, agujerean, manchan, hielan, derriten todo lo que encuentran en mi cubil. Lo convierten en un albañal desbordado donde flotan témpanos viscosos, islotes de llamas. En medio, ÉL, erguido, con su brío de siempre, la potencia soberana del primer día. Una mano atrás, la otra metida en la solapa de la levita. No le tocan las rachas de viento y de agua. Hago que reviente el último aneurisma de voz que me reservaba bajo la lengua. Le escupo un sangriento insulto. Quiero exasperarlo: ¡Aunque nos entierren en extremos opuestos de la tierra, el mismo perro nos encontrará a los dos! No reconozco mi voz: Ese soplo que sale de los pulmones y pone en movimiento todo el aparato de fonación. Cuerdas, tubos, alvéolos, ventrículos, paladar, lengua, dientes, labios, no forman más en mí el efímero ruido que llamamos voz. ¡Hace tanto tiempo que no grito! Acordar la palabra con el sonido del pensamiento. ¡Lo más difícil del mundo! Pasóme la mano por la cara en la obscuridad. No la reconozco. Ver en una lámpara dos focos de luz. Una negra, otra blanca. En un hombre, dos rostros. Uno vivo, otro muerto. ÉL se desinteresa. Se desentiende. Abre la puerta. Se dirige al zaguán. Sale al exterior. Veo su silueta en el corredor, nimbada de ese filamento de luz blanca y negra, veteando fosfóricamente la obscuridad. Oigo que da el santo y seña al jefe de la guardia: ¡PATRIA O MUERTE! Su voz llena toda la noche. La última consigna que he de oír. Queda cosida al forro del destino de los conciudadanos. Trepida la tierra bajo la vibración de ese clamor. Se propaga de un centinela a otro por todos los confines de la noche. YO es ÉL, definitivamente. YO-ÉL-SUPREMO. Inmemorial. Imperecedero. A mí no me queda sino tragarme mi vieja piel. Muda. Mudo. Sólo el silencio me escucha ahora paciente, callado, sentado junto a mí, sobre mí. Únicamente la mano continúa escribiendo sin cesar. Animal con vida propia agitándose, retorciéndose sin cesar. Escribe, escribe, impelida, estremecida por el ansia convulsa de los convulsionarios. Ultima ratio, última rata escapada del naufragio. Entronizada en la tramoya del Poder Absoluto, la Suprema Persona construye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron. Deus ex machina. Farsa. Parodia. Pipirijaina del Supremo-Payaso. Sobre el tabladillo, sólo la mano escribe. Mano que sueña que escribe. Sueña que está despierta. Únicamente despierto el durmiente puede relatar su sueño. La mano-rata-náufraga escribe: Me siento caer entre los pájaros ciegos que caen a la caída del sol en la tarde de la caída. Sus ojos reventados me empapan de sangre. Guardan la imagen de mi caída en medio de la tormenta. ¡Esos pájaros están locos! ¡Esos pájaros soy YO! ¡Atención! ¡Me esperan! Si no voy con la maleta de la justicia no los reconoceré nunca…

nunca…

nunca…

nunca…

nunca…

nunca…

NUNCA MÁS!!!

Está regresando. Veo crecer su sombra. Oigo resonar sus pasos. Extraño que una sombra avance a trancos tan fuertes. Bastón y borceguíes ferrados. Sube marcialmente. Hace crujir el maderamen de los escalones. Se detiene en el último. El más resistente. El escalón de la Constancia, del Poder, del Mando. Aparece el halo de su erguida presencia. Aureola al rojo vivo en torno a la oscura silueta. Continúa avanzando. Por un instante lo oculta un pilar. Reaparece.

ÉL está ahí. Vuelca sobre el hombro el ruedo de su capa y entra en la recámara inundándola de una fosforescencia escarlata. La sombra de una espada se proyecta en la pared: La uña del índice me apunta. Me atraviesa. ÉL sonríe. Durante doscientos siete años me escruta en un soplo al pasar. Ojos de fuego. YO, haciéndome el muerto. Echa llave a las puertas. Encaja en los bornes las trancas de cinco arrobas. Le oigo recorrer con el mismo paso y efectuar la misma operación de atrancar, inspeccionar y revisar prolijamente las trece dependencias restantes de la Casa de Gobierno; desde la sala de armas hasta los almacenes de ramos generales, pasando por los retretes. Sé que no ha dejado sin registrar un solo resquicio en la inmensa mole paralelopipedónica, babilónica, de la Fortaleza Supre ma. El humo del incendio extinguido en la tarde se arremolina y arremansa en la antecámara, en la recámara, en la cámara donde yazgo. ¡Por qué no se desplomará de una vez el viejo caserón en medio de tanta humedad!, pienso con fastidio, acordándome de aquellas mañanas en que después de misa iba a observar la excavación para los cimientos. Escondido entre los montículos de tierra roja, disimulado por mi capillo-monaguillo, volcaba carretadas de sal en las fosas, en lugar del pedregullo que echaban los obreros. Los miraba fijamente hacer su trabajo, mientras yo hacía el mío. ¡Ojalá que la primera lluvia derrita la sal y te hunda, maldito caserón!, gritaba mi pensamiento viéndolo crecer pesado, cuadrangular, piramidal. ¡Desmorónate de una vez! De seguro la sal pensada es más resistente que la grava de granito, que el asperón de los cerros, que la piedra de la desgracia. La sal de mi cuerpo empapado resiste intacta la viscosidad del Tercer Diluvio.

Pese a los vapores, al hermético emparedamiento, entra la primera curtonebra. Probablemente se ha colado por alguna hendija o grieta del altar mayor. Las curtonebras son atraídas por la fascinación de la muerte. Ciertas emanaciones anuncian su inminencia a las pequeñas moscas. Apenas ha cesado la vida, afluyen otras especies de moscas. Las migraciones se suceden. Desde el momento en que el soplo de la corrupción se ha hecho sensible instalando sus reales en la realidad cadavérica, llega la primera: la mosca verde cuyo nombre científico es Lucil ia , Caesar ; la mosca azul, la Azura Passimflorata , y la mosca grande de tórax rayado en blanco y negro, llamada Gran Sarcófaga, espolón de esta primera invasión migratoria. La primera colonia de moscas que acuden a la sabrosa señal puede formar en los cadáveres hasta siete y ocho generaciones de larvas que se amontonan y proliferan durante unos seis meses. Todos los días las larvas de la Gran Sarcófaga aumentan doscientas veces su peso. La piel de los cadáveres se vuelve entonces de un amarillo que tira ligeramente a rosa; el vientre a verdeclaro; la espalda a verdeoscuro. Por lo menos, tales serían los colores si todo ello no ocurriera en la obscuridad. He aquí el siguiente escuadrón de granaderas cadaverófilas: Las piófilas que dan sus gusanos al queso. Vienen después la cornietas, las longueas, las ofiras y las foras. Forman sus crisálidas como el pan rallado sobre los jamoncitos o la sopa de porotos que a mí tanto me gustaba saborear. Luego la descomposición cambia de naturaleza. Una nueva fermentación, más rica que las anteriores, más viva y dinámica también, produce ácidos grasos denominados vulgarmente grasa de cadáver. Es la estación de los desmestos capricorniles que producen larvas provistas de largos pelos, y de las orugas que florecerán luego en bellas mariposas denominadas aglossas o Coronas Borealis. Algunas de estas materias cristalizarán y brillarán más tarde como lentejuelas o pepitas metálicas en el polvo definitivo. Llegan más contingentes de inmigrantes. A la descomposición deliciosamente negra acuden las ávidas sílfides de ojos diamantinos y tornasolados; las nueve especies de necróforos, horneros liróforos de esta epopeya funeraria. El escuadrón de acuarios redondos y ganchudos inicia el proceso de la desecación y momificación. A los acuarios (que se llaman en realidad ácaros, aunque prefiero denominarlos acuarios) suceden los aradores. Éstos roen, sierran, desmigajan los tejidos apergaminados, los ligamentos y tendones transformados en materia resinosa, lo mismo que las callosidades, las substancias córneas, los pelos y las uñas. Ha llegado el momento en que éstos dejan de crecer en los cadáveres, como vulgar y acertadamente se cree. A mí no me crecerán más las uñas de los pies, y mi forzada calvicie es sin remedio. Por fin al cabo de tres años, el último gran migrante, un coleóptero negro, inmenso, más grande que la Casa de Gobierno, llamado Tenebrio Obscurus , llega y dicta el decreto de la disolución completa. Todo se ha acabado. La hediondez, última señal de vida, ha desaparecido. Se ha fundido y esfumado todo. Ya ni siquiera hay duelo. El Tenebrio Obscu rus tiene la mágica cualidad de ser ubicuo e invisible. Aparece y desaparece. Se halla en varias partes al mismo tiempo. Sus ojos de millones de facetas me miran pero yo no los veo. Devoran mi imagen, mas ya no distingo la suya envuelta en la negra capa de forro carmesí… (petrificado el plasto de los diez folios siguientes ).