Al referirse al proceso y ajusticiamiento de los conspiradores del año 20 (en su mayor parte jefes militares, muchos de los cuales tuvieron destacada actuación en la lucha contra la expedición de Bel-grano), Wisner de Morgenstern testimonia: «El ambiente estaba caldeado, y no hay duda de que la tormenta se preparaba, pues todos los que no participaban del poder estaban contra la Dictadura. El Dictador había recibido varios anónimos en los que se le pedía que se cuidara mucho, y él había hecho redoblar la vigilancia. En la noche del segundo día de Semana Santa, cinco individuos fueron apresados y sometidos a riguroso interrogatorio. Otro, que había conseguido escapar de la redada, un tal Bogarín, temeroso y tímido, fuese a confesar y descubrió todo lo que sabía del plan que se había elaborado para suprimir al Dictador. El Viernes Santo era el día señalado para ultimarlo en la calle, durante su paseo de costumbre en la tarde. El capitán Montiel fue designado para ello. Desaparecido el Dictador, el general Fulgencio Yegros, su pariente, se haría cargo del gobierno, y los comandantes Cavallero y Montiel tomarían el mando de las tropas, entre las cuales había comprometidos algunos sargentos. El sacerdote exigió al contrito Bogarín que denunciara en el día el plan al Dictador, pues como buen cristiano, tratándose de un crimen que se iba a cometer, no debía de ninguna manera participar en él». (El Dictador del Paraguay , cap. XVII.)

Durante dos años se «substanció» el proceso en los sótanos del Aposento de la Verdad, que Wisner más cautamente denomina Cuarto de la Justicia. Los verdugos guaykurúes de Bejarano y Patiño tuvieron bastante trabajo en esta laboriosa encuesta. Al fin las confesiones arrancadas a punta de los látigos «colas-de-lagarto» no dejaron un solo resquicio de duda. El 17 de julio de 1821 fueron ejecutados los sesenta y ocho reos acusados de alta traición en la conjura, tras la cual El Supremo Dictador condujo hasta su muerte la nave del Estado sin ulteriores complicaciones. En alguno de sus apuntes se lee esta apacible reflexión: «Los problemas de meteorología política fueron resueltos de una vez para siempre en menos de una semana por los pelotones de ejecución». (N.delC.)

«El mayor placer del Dictador era hablar de su Ministerio de la Guerra. Una vez entró el armero con tres o cuatro mosquetes reparados. El Gran Hombre los llevó uno por uno al hombro y apuntando hacia mí, como para hacer fuego, apretó el gatillo varias veces sacando chispas al pedernal. Encantado, riendo a carcajadas me preguntó: -¿Qué creyó usted, Mister Robertson? ¡No iba a disparar sobre un amigo! ¡Mis mosquetes llevarán una bala al corazón de mis enemigos!

»Otra vez el sastre se presentó con una casaca para un granadero recluta. Se mandó entrar al conscripto. Se le hizo desnudar completamente para probársela. Después de sobrehumanos esfuerzos, pues bien se notaba que jamás había usado atuendo con mangas, el pobre muchacho lo logró. La casaca sobrepasaba todos los límites de la ridiculez. Sin embargo, había sido hecha de acuerdo con la fantasía y un diseño del propio Dictador. Elogió al sastre y amenazó al recluta con terribles castigos si el uniforme sufría por descuido la menor mancha. Salieron temblando sastre y soldado. Luego, guiñándome un ojo, me dijo: -C'est un calembour, Monsieur Robertson, qu'ils ne comprennent pas!

»Nunca vi a una niñita vestir su muñeca con más seriedad y deleite que los que este hombre ponía para vestir y equipar a cada uno de sus granaderos.» (Robertson, Cartas .)

Si aún faltase algún insospechable testimonio acerca de la preocupación del Supremo Dictador, de su constante solicitud en el cuidado de sus fuerzas armadas, bastaría el que de un modo definitivo da al P. Pérez en la oración fúnebre pronunciada en sus exequias:

«¿Cuántas providencias no tomó Su Excelencia para mantener en paz la República, y ponerla en un estado respetable respecto de las extrañas? Provisión de armas, formación de soldados uniformados con las galas más deslumbrantes que se ven en los ejércitos de estas Repúblicas y aun de los reinos del Viejo Mundo.

»¡Me asombro cuando contemplo a este Hombre Grande dando expediente a tanta ocupación! Se dedica al estudio de la milicia, y en breve tiempo manda los ejercicios y las evoluciones militares como el más práctico veterano. ¡Cuántas veces he visto a Su Excelencia estrecharse a un recluta enseñándole el modo de poner la puntería para dirigir con acierto el tiro al blanco! ¿Qué paraguayo había de desdeñar la portación correctísima del fusil cuando su propio Dictador le señalaba el modo de gobernarlo hasta en sus mínimas piezas? Se apersonaba a la cabeza de los escuadrones de caballería y los mandaba con tal energía y destreza, que transmitía su espíritu vivo a los que le seguían. Más poderosa era su voz que la del clarín en las marchas y en los simulacros de combate. ¡Y aún más! Maravilla muy grande era comprobar que luego de estos epopéyicos ejercicios, la revista minuciosa que hacía el propio Dictador, hombre por hombre, no descubría la más ligera mancha sobre esos albos e impolutos uniformes!

»Todos los paraguayos entran en el servicio como simples soldados, y el Dictador no los nombra oficiales hasta al cabo de muchos años, y después de haber pasado por todos los grados inferiores. El uniforme general es una chaqueta azul con volados y vueltas, cuyo color varía según el arma, pantalones blancos y sombrero redondo; unos cordones en las costuras de la espalda distinguen la caballería de la infantería. Sólo el cuerpo de lanceros mulatos hace la excepción; su uniforme consiste en una chaqueta blanca sin abotonar, un chaleco encarnado, pantalones blancos y un gorro también encarnado. Para hacer estos chalecos y demás prendas del uniforme se tomaron los damascos de los ornamentos que aún se hallaban en los templos y conventos confiscados. Es verdad que el Dictador hizo confeccionar para los dragones y granaderos a caballo varios centenares de uniformes de gala; pero no se llevan más que en los días de parada y para montar la guardia de la Casa de Gobierno en ocasión de la visita de algún enviado extranjero. Fuera de estos dos casos, los uniformes se guardan cuidadosamente en los almacenes del Estado». (Rengger y Longchamp. Ibid .)

Cuando les pedí recibo del uniforme entregado a las tropas, uno de ustedes me salió con la ridicula pregunta sobre retacillos de suela, como si yo hubiese de hacer aprecio de semejante basura, aunque por supuesto no voy a arrojarla a la calle. El ser soldado consiste en la capacidad. No en la ropa. En el virreinato de Nueva Granada, la mayor parte del ejército patriota andaba en chiripá, en camisa; las más de las veces desnudos, caminando inmensas jornadas, muriendo continuamente en frecuentes batallas con los europeos. Lo confirman las austeras palabras del Libertador San Martín, nacido en el Yapeyú paraguayo. En una Orden General del año 19, el Libertador arenga a sus soldados: Compañeros: La guerra la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar. Cuando se acaben los vestuarios nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajan nuestras mujeres, y si no, andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios. Seamos libres, que lo demás no importa nada.

Esto proclamó un grande y digno general en plena campaña libertadora. Aquí, mis galanos oficiales quieren mostrarse en uniforme de gala para pavonarse en las formaciones del Cuartel, o en la Plaza al toque de diana o de retreta y alucinar a la población como si fueran seres superiores. No, señores. El militar se debe acomodar a la decencia y a la austeridad. Para ser un buen soldado el lujo no sólo no es preciso sino que es perjudicial. No me pidan más chalecos encarnados de raso, de damasco, de segrí, de brocado, de guadamecí, de andaripola o de cambray. Aquellos se mandaron confeccionar una sola vez para los lanceros mulatos. Las guerreras de pasamanería para los oficiales blancos que mandaban el cuerpo de pardos, no existen más. Las telas de los ornamentos confiscados a la iglesia sólo alcanzaron a cubrir el vestuario de los batallones de granaderos, de dragones, de húsares. Todos estos géneros eclesiásticos se han podrido. Chalecos, casacas, tahalíes bordados de plata. Altos morriones de terciopelo adornados de cenefas blancas, de tafetán amarillo revolando al viento de las marchas, hoy andrajos. No hay más ornamentos que confiscar. Perdón, Excelencia. Quería recordarle que en las Tiendas del Estado restan veinte fardas de esas telas incautadas en las iglesias de los pueblos de indios. ¡Silencio! No hables cuando no se te pregunta. No contradigas lo que voy dictando. Confórmense con el traje de punte-ví, de brin arrasado o de hilo. Pantalones de piel lisa. Camisas de gasa abramantada para los oficiales. Cotonia rayada en retazos para la tropa. Los maestros de escuela visten aún más modestamente que los individuos de tropa. Sólo desde hace dos años se les provee de ropa interior algo más decente; inferior, con todo, a la de los soldados. Pantalón de lienzo asargado, camisa de mezclilla. Chaqueta de la tela que haya. Chaleco de nanquín. Poncho, sombrero de entrepaño, pañuelo de cuello. Antes de esto se vestían con los tejidos que ellos mismos amañaban en fibras de algodón, de karaguatá, de pindó. No han menester de más atuendo para cumplir con sus tareas, frente a niños desnudos, arropados en su propia inocencia. Yo mismo ya no tengo más que una sola levita zurcida; un par de pantalones, uno de recibo, el otro para montar; dos chalecos que han librado una guerra de treinta años con polillas, cucarachas, comejenes.

Además, no sé para qué quieren, para qué me reclaman a cada paso vestuario de lujo, si luego lo tienen arrumbado en cualquier parte. Ya me indigna bastante saber que en los actos de servicio, los jefes muéstranse pavoneando estrafalariamente con batas de hilo irisado de Irlanda, bombachas de bombasí, gorros de dormir, iguales a los míos, imitando mi indumentaria de entrecasa, en lugar del uniforme de reglamento para cada caso. ¿Qué imbecilidad es ésa?

No quiero jefe idiota ni altanero que ande dando trancos de bufón. Ufano de sus rizos, de sus rasos, tapando sus desvergüenzas con sinvergüencerías de fantoches. Prefiero uno que parezca menudo, patizambo, pero que hinque el pie en sitio preciso, en momento oportuno. Corazón sobrado al servicio de la República. Capaz de cumplir sus obligaciones desembargadamente, sin ostentaciones ni chafarrinadas. Todas las cosas tienen dos asas. Cuídense de la falsa.

Los comandantes deben velar asimismo tanto por la disciplina como por la salud de sus soldados. Las tropas del Paraguay parecen tropas de alfeñiques. No la destruyen sus enemigos, como sucede en otros países. Ella misma a cada paso se imposibilita, se destruye por cuadrillas con sus excesos persiguiendo a chinas e indias, emborrachándose con el aguardiente que les contrabandean los traficantes extranjeros para sobornarlos; o peor aún, para degenerarlos, arruinarlos más pronto.