Lupa en ristre cavas en la escritura panfletaria. Quisieras poder enterrarte en ella, ¿no?; encontrar un sustituto; ver a ese alguien que ha de morir por ti. Lo sé, mi pobre Patiño. Morir, ah morir, sueño muy duro hasta para un perro. Más, para los que como tú ganan su vida con la muerte de los otros. Estás inmensamente gordo. Eres ya una entera pella de sebo. Mi presunta hermana Petrona Regalada podría fabricar con tu vil persona más de mil velas para la catedral. Otras tantas velas viles para el alumbrado. Regala a mi velaria hermana tu cadáver. Lo convertirá en candelas para tu propio velatorio. Por lo menos después de muerto serás el fiel de fechos más alumbrado que haya tenido a mi servicio. Obsequíale esa mole de sebo que es tu persona. Pero hazlo legal, por escritura pública, ante testigos. Eres de los que hacen trampa hasta después de muerto. No sé cómo se amañarán para colgarte cuando te llegue el turno. Van a tener que izarte con un torniquete. Las sogas de tu hamaca bastaron para ti. Te adelantaste al verdugo ahorcándote tú mismo para no tener que dar cuenta de tus traiciones y ladronicidios. Esa cosa pesada que cargabas en la boca, la adulación-traición, facilitó el trabajo del lazo. Tu apuro no te dejó tiempo de escribir con carbonilla en las paredes de tu celda versitos de despedida por el estilo de los que algunos escribas atribuyen a mi pariente Fulgencio Yegros como escritos antes de su ejecución. El refulgente caballero de lazo y bola, ex presidente de la Primera Junta y posteriormente traidor-conspirador, sabía dibujar su firma apenas. Pudiste imitar el apóstrofe-dicterio que el Cavallero-bayardo garabateó con el índice tinto en su sangre. Se abrió las venas con la hebilla de su cinturón que utilizó luego para ahorcarse, según se sigue mintiendo en las escuelas públicas siglo y medio después. No para honrarlo a él, hasta como traidor y conspirador, sino para denigrarme a mí. Repítela. ¡Vamos! Rebuzna ese engaño que hoy se enseña en las escuelas. Bien sé que el suicidio es contrario a las leyes de Dios y de los hombres, pero la sed de sangre del tirano de mi patria no se ha de aplacar con la mía… ¡Señor, Vuecencia no es un tirano! Hay varias versiones de este embuste postumo. Puedes elegir la que quieras. Inventar otra más afectada aún antes de perder la memoria en el lazo. Sudor o lágrimas chorrean sobre el promontorio de tu barriga. Te estás dando a todos los diablos. Ya lo dijo el papa. ¡Tantos demonios rondando a un solo individuo, más indigno que todos ellos juntos!

Haz lo que hicieron los pobladores mulatos de Areguá, por consejo de los mercedarios, cuando sé sintieron atacados por un malón de demonios. Les levantaron una casa para que dejaran de alborotar las suyas. Los luzbeles, luciférez, lucialférez, belcebúes, mefistófeles, anopheles, leviatanes, diablesas-hembras y los lémures de tres sexos, que el Dante no registró en sus círculos infernales de la demonología medieval, se lanzaron feroces contra el pueblo de Areguá. Continuaron sus tropelías porque la casa que les levantaron no les pareció suficientemente digna ni cómoda. Hasta que misia Carlota Palmerola les levantó a orillas de lago Ypacaray un palacio de mármol que se conserva hasta hoy. (Al margen : Dictar el Decreto de confiscación de este edificio abandonado que pertenece al fisco por derecho de aubana.) Sólo entonces se calmaron exigiendo únicamente los cachidiablos que las mujeres les llevaran comida y las diablesas que los negros y mulatos garañones más fornidos fueran de ronda por las noches a sus alcobas. Precio que los primeros aregüeños oblaron de muy buena gana. Por un tiempo Areguá conoció su época más feliz. Lo malo de la felicidad es que no dura; lo bueno de las orgías, que cansan pronto a hombres y diablos. Luego de aquellos cien días de lujuria en los que el pueblo de Areguá aventajó de lejos a Sodoma y Gomorra, con la ventaja de que el fuego no lo destruyó, los pardos, hombres y mujeres, retornaron a la rutina de sus moderadas costumbres. De aquellas bacanales en el blanco castillo, provino sin duda la pigmentación rojiza de la piel de los aregüeños, tal como lo atestigua el cronista Benigno Gabriel Caxa-xia en su verídica historia traducida ya a varios idiomas. Tu padre, que emigró de Areguá para venir a emplearse como escribiente del último gobernador español, lucía en sus pardomorados mofletes esta granulación de fuego y ceniza. Tú heredaste su cara, mas el descaro es sólo tuyo.

Revolución de los farrapos en Brasil. Nuevos párrafos acerca de un viejo conocido, el cabrón de Correia da Cámara. La joven república me lo envía como ministro plenipotenciario. Pide autorización de entrada con el propósito de «sustentar ante el Gobierno del Paraguay las relaciones de perfecta inteligencia, paz y buena armonía felizmente existentes entre los dos Estados».

¿Cuáles serán los verdaderos móviles de la pretendida república? Si hay imperio no hay república. No espero de ella nada nuevo ni bueno; menos aún si su embajador es Correia. Ya está golpeando otra vez las puertas de Itapúa. Antes vino como emisario del imperio; ahora, como embajador de la república. ¡Este follón es eterno! Más tenaz que el gran río, el ríograndense. No cesa de correr. ¿Qué es eso de nuestras relaciones de perfecta inteligencia, paz y buena armonía entre los dos Estados? ¿Quieren ganar los farrapos mi buena voluntad con un mal chiste?

Oficio al delegado de Itapúa: No sé qué asunto viene a tratar conmigo el enviado de los que se dicen revolucionarios del Brasil. Los brasileros son siempre los mismos maulas bajo distinta piel. Imperio o república no los cambia. ¡Pretenden esos bellacos pasar por el ojo de la aguja de la Revolución! No me extraña que hayan vuelto a mandar de parlamentario a Correia, el mismo jorobado camello a quien expulsé infinidad de veces porque no venía sino a entretener y entorpecer con diligencias ineptas la satisfacción de las reclamaciones que yo he hecho y que seguiré haciendo hasta el fin de los tiempos, mientras no sean debidamente satisfechas. No creo que venga con asunto que importe, sino más bien con nuevas pamplinas e impertinencias, en las que se cree muy ducho. Sin embargo, nada perdemos con poner a prueba a este bribón; ver qué pellejerías se trae bajo imperial sombrero, gorro frigio republicano, chambergo de gaucho matrero o vincha de bandeirante.

Diez años atrás brindé al comisionado del Brasil su última oportunidad. La perdió. Durante dos años, desde septiembre del año 27 a junio del 29, mandé retenerlo en Itapúa. No hay mejor recurso que mantener a la gente en espera para que muestre las hilachas. Por no fiarme del tarambana de Ortellado, lo reemplazo por Ramírez, el único que puede medirse en cinismo y bribonería con Correia. Lo primero que has de decirle, mi estimado José León, es que el Brasil debe dar entera satisfacción a la República del Paraguay sobre todas sus reclamaciones, y no entretener, demorar, pasar el tiempo y tal vez los años con fútiles pretextos de vanas, frivolas e infructuosas diligencias, seguramente con la idea de frustrar con tales procedimientos nuestras justísimas demandas en materias y hechos bien sabidos, sobradamente notorios, pensando sin duda que aquí no tenemos bastante conocimiento de todo y pretendiendo además con gracioso empeño venir a espiar con sospechosa mala fe nuestro territorio. Debes leer al bribón esta parte del oficio, muy solemnemente, marcando las palabras, los silencios, las pausamenazas. Tu misión es hostilizarlo de las mil maneras que se te ocurran, hasta que ceda, cumpla o se largue. Sacarle tientos muy finos, no importa el tiempo que te demande la tarea. La mayor discreción, eso sí. Todo como de cuenta tuya, sin comprometer al Supremo Gobierno. Sus órdenes serán cumplidas, Excelencia. Voy a ser muy sigilativo. Aloja a Correia y a su comitiva, José León, en la ex comisaría. Ortellado me informa que el enviado del imperio me ha traído como sobornario presente del emperador cien caballos de raza árabe. Mételos en el potrero más pelado de pasto que encuentres, de modo que los corceles arábigos descoman a gusto y descarnezcan a voluntad; y que el malandrinazo del imperio se los lleve al regreso. ¿Me has entendido, José León? Perfectamente, Excelencia. No te achiques ni este filo de uña. No retrocedas ante el emisario una sola pulgada, ni un tranco de pulga, por mejor decir. Usted me conoce bien, Excelentísimo Señor. Voy a estar muy altivo.

A la espera de lo que pase me encierro en el Cuartel del Hospital. Corto así toda posibilidad de comunicación oficial. De paso, me dedico por entero a mis estudios y escritos.

Completo silencio de mi flamante comisionado. ¿Qué pasa ahí? Envío a mi oficial de enlace, el Amadís Cantero. Correia da Cámara lo denigrará más tarde en sus informes y memoriales. Será la única vez que diga la verdad. 1

Con alguna razón, sin duda Correia protesta contra Cantero. Entretanto, mi exegeta y oficial de enlace intercepta sus mensajes e informes secretos. Itapúa es un hervidero de pequeños acontecimientos, partea Cantero. Suceden casi insensiblemente y como en secreto, dice, fiel a su manía de literaturizar las cosas. Don José León Ramírez ha puesto a toda la gente, incluso al subdelegado, al comandante, y a los oficiales, a la tropa entera de la guarnición, a cazar pulgas. El propio don José León, metido en una canasta más grande que una canoa, aviada con botijas de agua y bastimentos, se ha hecho remontar mediante un aparejo hasta la cumbrera del edificio de la Delegación, presumiblemente empeñado también, a su modo, en la cacería de pulgas. No ha dado de sí, en estos tres últimos días, más señales de vida que algunos estremecimientos de la canasta en lo alto; remezones semejantes a furiosos ataques de chucho. ¿Qué hago, Excelencia?, pregunta Cantero. Espera, le ordeno. Continúa estirando la suela a Correia.

La indignación de Correia da Cámara estalla: «Es indecible lo que el Dictador me está haciendo padecer. Soy el representante de un Imperio y me trata como a un vulgar ladrón de caballos. Más que hospedado dignamente, estoy detenido, secuestrado casi, en el infecto rancho de una ex comisaría, en medio de un pantano. A despecho de este extremo ignominioso, por mí no me quejaría pues en

el servicio de mi país y de mi Soberano debo soportar los mayores sacrificios. ¿Es justo, empero, que mi esposa e hijas soporten tan indignos vejámenes? Nos encontramos rodeados de charcos de los que fluyen miasmas pestíferos, pútridas emanaciones, insectos conductores de paludismo, disentería, vómitos negros. Tempestades, vientos desabridos, lluvias a torrentes, aguaceros con granizos, caen intempestivamente a cada momento. ¡Rayos, centellas, todas las miserias del mundo! Tolderías de indios. Lupanares por doquier. Mi mujer y mis hijas están condenadas a presenciar obscenos e infames espectáculos. El cuarto en el que hemos tenido que refugiarnos ha perdido la mitad de sus tapias. Desde nuestra llegada nos ha sido imposible dormir ni descansar. El techo de zinc es apedreado desde medianoche hasta el alba. Borrachos pasan a todas horas frente a la casa lanzando gritos y piedras contra puertas y ventanas, como divirtiéndose. Los indios se introducen en la vivienda y molestan a mis esclavas. Roban las vituallas. Apestan el ambiente con la fetidez de sus sucias personas. Soldados que se fingen ebrios tratan de forzar la puerta, y sólo se retiran cuando yo mismo los amenazo con disparar sobre ellos.

1 «Lector de novelas de caballería escritor él mismo de bodrios insoportables; uno de los más decididos pedantes del siglo, este esplandián español naturalizado paraguayo, el más vil sabandija que he conocido en todos los años de mi vida. Su fuerte es la historia, pero muchas veces hace actuar a Zoroastro en China, a Tamerlán en Suecia, a Hermes Trimegisto en Francia. Intrigante de la peor calaña, se debatía en la miseria hasta que se colocó de espía junto al Supremo Dictador, ante quien goza, según me informan, de gran predicamento. Noche a noche, me ha estado leyendo algo vagamente parecido a una biografía novelada del Supremo del Paraguay. Abyecto epinicio en el que pone al atrabiliario Dictador por los cuernos de la luna. En cuanto al Imperio y a mí, el Amadís se refiere en los términos más innobles. Amparado en la impunidad, en la ignorancia, en la vileza, ha derramado sobre el papel una espantosa mescolanza de infamias y mentiras. Lo peor de todo es que he tenido que soportar con fingida y entusiasta admiración la lectura del delirante manuscrito a lo largo de estos dos años. Forzado a escuchar al truhán de su autor, los dos hemos llorado a lágrima viva entre el espeso humo de excrementos vacunos que se queman aquí para combatir la insectería. Sus lágrimas son para mí el mejor homenaje de su emoción y sinceridad, de su admiración y respeto por nuestro Supremo Dictador; se ha atrevido a decirme el biógrafo y espía del sultán del Paraguay. ¡Es el tormento, la humillación más atroz, que se me han infligido jamás!» (Inf. de Correia, Anais, op. cit.)