(En el cuaderno privado)

Malas del todo no son las ideas de este botarate. Núcleo, el Paraguay, de una vasta Confederación, es lo que desde un primer momento pensé y propuse a los imbéciles porteños, a los imbéciles orientales, a los imbéciles brasileros. Lo que no solamente es malo sino muy malo, estriba en que estos miserables conviertan en materia de intrigas un proyecto de naturaleza tan franca y benéfica como es el de una Confederación Americana, formada en figura y semejanza de sus propios intereses y no bajo la presión de amos extranjeros.

Otro asunto:

He destituido a José León Ramírez. ¡Mándeme fusilar, Excelencia!, me ha rogado a lágrima viva echándose a mis pies cuando le mandé que se presentara a rendir cuentas de sus fechorías, porque debes saber, José León, que a picada de pulga pierna de sábana. ¡Soberano histrión! Estuvo a punto de tragarse la hebilla de mi zapato. ¡Moriré contento ante el pelotón, Supremo Señor, si esos cartuchos a bala son el precio de haberme burlado de ese maula del imperio que ha pretendido burlarse de nuestra Patria y Gobierno!

No debí haberme fiado del arrepentimiento de ese falsario. Nueve meses justos después de su rehabilitación ha dado un hijo a mi supuesta sobrina Cecilia Maréeos. Cierto es que no ha tenido necesidad de encanastarla ni de fingir extrañas cacerías de pulgas o ladillas. Le he mandado que pase a la madre la pensión que le corresponde por ley. A fin de que pueda pagársela con dignidad, lo he puesto a trabajar engrillado en el desagote y limpieza de las letrinas del ejército. Tiene un buen tiempo por delante, hasta que el niño entre en mayoría de edad. Así los años aplacarán en José León sus copulativos humos.

(Circular perpetua)

Cuando recibí este desdichado Gobierno, no encontré en cuenta de Tesorería dinero, ni una vara de género, ni armas, ni municiones, ninguna clase de auxilios. No obstante estoy sosteniendo los crecidos gastos, la provisión, el apresto de artículos de guerra que demanda el resguardo, la seguridad nacional, a más de costosas obras, a fuerza de arbitrios, de maña, faenas, diligencias. Incesantes trabajos, desvelos, supliendo por oficios, ministerios, cargos que otros debían desempeñar en lo civil, en lo militar, hasta en lo mecánico. Recargado por esto y demás por tareas que no me corresponden ni me son propias. Todo esto por hallarme en país de pura gente idiota, donde el Gobierno no tiene a quién volver los ojos, siendo preciso que yo lo haga, industrie, amaestre, ministre hasta el menor de los detalles, en mi afán de sacar al Paraguay de la infelicidad, del abatimiento, de la miseria en que ha estado sumido por tres siglos.

Me encuentro pues aquí sin poder respirar. Ahogado en el inmenso cúmulo de atenciones/ocupaciones que cargan sobre mí solo, en este país donde es menester que yo supla a la vez por cincuenta oficios. Si esto ha de seguir así, será mejor descansar. Dejar que el Paraguay siga viviendo a la manera de antes, o sea a la moda paraguaya. Esto es, un pueblo de tapes, hecho a la mofa, al desprecio de las gentes de otros países. Al fin siempre quedarán en vano mis afanes; mis diligencias en nada. Todos mis planes, frustrados; los costos, perdidos. Plata echada a la basura. Los paraguayos vendrán a quedar siempre en paraguayos y no más. De esta suerte, con todos sus títulos de República Soberana e Independiente que la acreditan como la Primera República del Sur, no será considerada sino a la manera de una República de Guanas con cuya sustancia y sudor engordan los otros.

Si en medio de todo hay quienes deseen más de lo que yo puedo proporcionar, no tengo otro arbitrio que licenciarlos. No he de poder hacer eso que los frailes llaman milagro. Mucho menos en esta tierra de imposibles. ¡Ya los quisiera ver a ustedes lidiando desde el Gobierno con la incapacidad de los funcionarios en los ramos de Hacienda, Policía, Justicia Civil, Obras Públicas, Relaciones Exteriores, Relaciones Interiores, Inspección de Forros y otras menudencias! Andar a la desesperada riñendo al puro reniego con los empleados de la fábrica de cal, de la fábrica de armas, pólvora, municiones; con los astilleros, las carpinterías de ribera, donde no consigo que apronten la flotilla de guerra que cubrirá la defensa del río desde la Capital a Corrientes. El Arca del Paraguay, la gran nave de comercio, yace sepultada en la arena desde hace veinte años. Sumen a estas actividades el apresto, instrucción, enseñanza de tropas de artillería, de infantería, caballería, entre las terrestres; del personal apto para la armada en todos los usos que requieren nuestras necesidades; la atención, vigilancia, dirección de los talleres, artesanías, almacenes, estancias, chacras de la Patria; la organización del servicio de espionaje, bomberos, rastreadores, vicheadores, agentes de inteligencia, los más ignorantes e ineptos del mundo.

Además de Dictador Perpetuo debo ser al mismo tiempo Ministro de Guerra, Comandante en Jefe, Supremo Juez, Auditor Militar Supremo, Director de la Fábrica de Armamento. Suprimidos los grados de oficiales superiores hasta el de capitán, yo solo constituyo la Plana Mayor completa en todas las armas. Director de Obras Públicas, debo vigilar personalmente hasta el último artesano, la última costurerilla, el último albañil, el último peón caminero; todo esto sin contar el trabajo, los disgustos, las contrariedades que me dan ustedes, jefes, funcionarios civiles/militares, de todo el país en las guarniciones, en las fortalezas más lejanas.

¡Ya los quisiera ver! Les ofrezco el cargo. Vengan a tomarlo si todavía les parece vago lo que hago. Háganlo ustedes mejor que yo, si es que pueden.

Un pasquín me acusa en estos días de que el pueblo ha perdido su confianza, que ya está harto de mí; cansado hasta más no poder; que yo sólo continúo en el Gobierno porque ellos no tienen poder para derrocarme. ¿Es cierto esto? Yo estoy cierto que no. En cambio, si yo acabara de perder la confianza en el pueblo, hartarme, cansarme de él hasta no poder más, ¿puedo acaso disolverlo, elegir otro? Noten la diferencia.

Jefes de la República: Sobre todo ustedes deben preguntarse, escarbar en el fondo de sus conciencias, hasta qué punto se consideran libres de esta tomaina que se forma en los que están muertos antes de estar muertos. Pon una aclaración al pie: Tomaina es el veneno que resulta de la corrupción de las substancias animales. Espesa supuración de olor fétido, producido por el bacilo vibrio proteus en nupcias con la vírgula o coma. Mortalmente patógena, como que proviene de las alambiques de Tánatos. ¡Estos bárbaros, ya lo estoy viendo, son capaces de ir a destilar tomaina en lugar de caña en sus alambiques clandestinos! Vulgarmente también se la llama cadaverina. Para este veneno que fabrican dentro de sí los vivos-muertos, no puedo ofrecerles ningún antídoto. No vacilo en decirles que para este bacilo no existe contrabacilo. Contra la cadaverina no hay resurrectina. Nadie la ha descubierto todavía, y probablemente nadie la descubra jamás. De modo que ¡cuidado! Estos jugos venéficos se forman no sólo en los que han de ser enterrados en potreros de extramuros, sin cruz ni marca que memore sus nombres. Se engendran también en aquellos que yacen bajo fatuos «cúmulos». En aquellos más inmensamente fatuos todavía que se mandan edificar mausoleos-pirámides donde albergar sus carroñas como un tesoro en una caja fuerte. Los proto-próceres, los proto-héroes, los proto-seres, los proto-maulas y otros protos, mandan erigirse estatuas, poner-imponer sus indignos nombres a plazas, calles, edificios públicos, fuertes, fortines, ciudades, villas, pueblos, pulperías, lugares de diversión, canchas de pelota, escuelas, hospitales, cementerios. Prostibularios-santuarios de sus sacros restos y arrestos. Esto fue así en todos los tiempos y lugares. Lo sigue siendo ahora. Lo seguirá siendo mientras la gente viva no deje de ser idiota. Sólo cambiarán las cosas cuando reconozca sin soberbia pero también sin falsa humildad que el pueblo, no la plebe, es el único monumento viviente al que ningún cataclismo puede convertir en escombros ni en ruinas.

También aquí, antes de nuestra Revolución, sucedió esto. Ya les he hablado de la fastuidad y fatuidad de las milicias de linaje; o sea de los señores de lazo y bola que heredaron estancias, sables, y entorchados. No sería nada extraño que esté volviendo a suceder ahora. Las yerbas malas echan raíces profundas. Podría ser que la tomaina de aquellos indignos oficiales y jefes los esté infectando otra vez a ustedes de afuera para adentro, de adentro para afuera. He dicho y sostengo que una revolución no es verdaderamente revolucionaria si no forma su propio ejército; o sea si este ejército no sale de su entraña revolucionaria. Hijo generado y armado por ella. Pero puede ocurrir que a su vez los jerarcas de este ejército se corrompan o se pudran, si en lugar de ponerse por completo al servicio de la Revolución, ponen por el contrario la Revolución a su servicio, degenerándose. Yo digo entonces que no bastó el ajusticiamiento de un centenar de reos de conspiración y traición a la Patria. Creí haber fini-quitado el rezago de militares falsarios y traidores; de todos aquellos que se creyeron llamados y elegidos, cada uno por sí y ante sí, para ser la cabeza de la Revolución y no eran sino politicastros ignorantes, venales milicastros embalados en relucientes uniformes. Comprobaría así que las penas infamantes reservadas a estos crapulosos traidores a la Patria y al Pueblo de la República no han servido como remedio. La baqueta, el fusilamiento, el lanceamiento no acaban, por lo visto, con la degradación de jefes y oficiales; degradación que en desgraciada gradación se ha contagiado y propagado al resto de la gente de arma subalterna. Yo tendría que inferir lo siguiente: Hay algo uniformemente maligno bajo el uniforme. Este algo se constituye así en la insignia misma del deshonor y no del pundonor; no en el signo de la lealtad sino en lo indigno de la deslealtad. Las invenciones de los hombres son de siglo a siglo diferentes. La malicia de la milicia parece ser siempre la misma. Estigma uniforme por los signos de los siglos.

Sepan ustedes ser no solamente honrados sino también humildes soldados de la Patria, cualesquiera sean su grado, función y autoridad.

Los principales libelistas de El Supremo , cuyos testimonios pueden ser parciales pero no sospechosos de favoritismo, explican y sin querer justifican el austero rigor y la implacable disciplina que el Dictador Perpetuo trató de imponer en sus fuerzas armadas, al parecer sin mucho éxito:

«Las baquetas no se infligen ordinariamente más que a los militares. Para la imposición de dicha pena basta una orden del Supremo Dictador. Todo condenado a pena capital es arcabuceado, como se hacía en los últimos tiempos de la dominación española. El día de la ejecución se pone una horca en la plaza, de la que pende el cuerpo del ajusticiado». (Rengger y Longchamp, Ensayo Histórico , cap. II.)