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– Una hermosa historia, que vendría muy bien para terminar un capítulo. Sin embargo, para no dejar nada en el tintero, a bordo de aquel navío o en vísperas de su partida, ¿cuáles eran sus sentimientos?

– Me daba cuenta de lo que significaba aquella partida y de que entonces tenía yo veintiún años. Yo era posiblemente el primer rumano que se decidía no a viajar hasta la India, sino a permanecer y trabajar allí durante cinco años. Tenía el sentimiento de que aquello era una aventura, que resultaría difícil, pero aquello me apasionaba. Y mucho más teniendo en cuenta, y yo lo sabía bien, que aún no estaba formado. Había aprendido mucho de mis profesores de Bucarest y de mis maestros italianos, historiadores de las religiones, orientalistas, pero necesitaba una nueva estructura. Me daba cuenta de ello. Aún no era adulto.

Me quedé diez días en Egipto. Mis primeras experiencias egipcias… Pero lo más importante fue la travesía. No tenía mucho dinero, había esperado la llegada del barco menos caro, un navío japonés en el que encontré una litera en tercera clase. Allí empecé a hablar inglés por primera vez. Tardamos dos semanas de Port-Said a Colombo. Pero ya en el Océano Indico empecé a conocer el Asia. El descubrimiento de la isla de Ceylán fue algo extraordinario. Veinticuatro horas antes de la llegada se notaban ya los perfumes de los árboles, de las flores, unos aromas desconocidos…

De este modo llegué a Colombo.

INTERMEDIO

– Apenas entré me ha hablado de la idea del título que se le acaba de ocurrir para nuestras Conversaciones.

– Sí, se me ocurrió ese título como fruto de mi experiencia, no del diálogo, sino de la grabación, que impone entre nosotros en todo momento la presencia de la «máquina», cosa que para mí viene a ser una prueba, una verdadera «prueba iniciática» y a que no estoy habituado a tal cosa. De ahí el título de La prueba del laberinto. En efecto, por una parte supone la prueba, para mí, de verme en la necesidad de recordar cosas casi olvidadas. Y luego está el hecho de este ir y venir; de este empezar constantemente de nuevo, que es como caminar por un laberinto. Pero pienso que el laberinto es la imagen por excelencia de una iniciación… Por otra parte, considero que toda existencia humana está constituida por una serie de pruebas iniciáticas; el hombre se va haciendo al hilo de una serie de iniciaciones conscientes o inconscientes. Sí, creo que este título expresa perfectamente lo que siento ante el aparato. Pero al mismo tiempo me agrada porque es una expresión muy justa, creo yo, de la condición humana.

– Encuentro este título excelente… Al subir por la rue d'Orsel, también venía pensando en el título para estas Conversaciones. Acababa de leer algunas páginas de su Diario y pensaba en U lises, en el laberinto. ¿Ulises en el laberinto? Quizá un poco recargada esta mitología. Pero toco el timbre de su puerta y al recibirme me dice de sopetón…

– «Ya he pensado un título», sí.

– ¿Será una casualidad?… En todo caso, prefiero su título, me parece definitivo. En cuanto a la prueba del magnetófono, ya sé que le cuesta mucho superar la repugnancia que le inspira.

– Y me pregunto por qué será. Quizá sea la idea de que cuanto digo, la espontaneidad misma, queda inmediatamente registrada… o quizá más bien el hecho de que haya entre nosotros un control o, por mejor decir, un objeto. Un objeto que resulta muy importante en el diálogo. Es esto, sin duda, es este objeto que se inmiscuye en el diálogo y que me paraliza un tanto.

– Lo que le incomoda quizá sea el deseo de perfección y el disgusto de entregar una palabra inacabada, imperfecta, pero que el aparato fijará en una especie de falsa perfección.

– No, mi impresión es que todo se debe a la la presencia de la «máquina», y que por ello resulta imperfecta la palabra. Por lo demás, la expresión es como puede ser… Sé muy bien que en una conversación no es posible expresarse con la misma exactitud que en un artículo o en un libro… No, lo que me incomoda es el aparato, esa presencia física inhumana.

– Trataremos de olvidarlo… A pesar de todo, en la banda quedan registradas cosas que desconocerá el lector: el canto de los pájaros entre las ramas de los árboles que hay en la plaza sobre la que se abre su ventana, el vuelo de las palomas que la cruzan para posarse sobre una máscara rodeada de guirnaldas, sobre un frontón griego…

– Sí, el teatro de l'Atelier.

– ¿Cómo llegó a convertirse en inquilino de este piso, en esta plaza? ¿Se debe a una elección premeditada?

– No, fue pura casualidad, una feliz casualidad. Buscaba dónde instalarme en París para pasar unas vacaciones. Pero de pronto me encariñé con esta plaza y este barrio.

– ¿Le gusta este barrio únicamente por la atmósfera que reina en él? ¿No influiría el hecho de que Charles Dullin…?

– Es verdad, la mitología del barrio… La conocía antes de saber nada de esta casa. Pero encuentro que la plaza es bellísima y lo mismo el barrio. No hablo únicamente de las «alturas» de Montmartre, sino también de algunas calles, no lejos de aquí, que me gustan mucho.

– Estamos entre el mercado Saint-Pierre y el Sacré-Coeur.

– El Sacré-Coeur y la place des Abbesses, que es también bellísima.

– El Sacré-Coeur es un edificio muy denigrado…

– Lo sé muy bien, y personalmente no me gustan ni su arquitectura ni el color de sus muros. Pero su situación es admirable: la perspectiva, el espacio… Es una montaña, ciertamente. Y está además la historia de la colina de Montmartre, que no se puede ignorar. Ahí está, y aquí ha cambiado poco la vida, felizmente. Estos días releía los últimos volúmenes del Journal de Julien Green y me ha llamado la atención la insistencia con que Green habla de la fealdad progresiva que está cayendo sobre París. Se cortan los árboles, son demolidas ciertas mansiones magníficas del siglo XVIII o el xix, se levantan edificios modernos, más cómodos, sin duda, pero desprovistos de todo encanto. Es verdad, París poseía una belleza peculiar que está a punto de desaparecer. Pero se trata de un tema tristemente banal. No hablemos más de ello.

– ¿Cuándo podremos leer ese l ibro al que se refiere en su Diario el 14 de junio de 1967 y en el que se propone hablar de la estructura de los espacios sagrados, del si mbolismo de las viviendas, d e las aldeas y l as ciudades, de los templos y los palacios?

– Es una obrita escrita como fruto de seis conferencias pronunciadas en Princeton sobre las raíces sagradas de la arquitectura y el urbanismo. En ella vuelvo, pero con un enfoque específico, sobre cuanto dije a propósito del «centro del mundo» y del «espacio sagrado» en el Tratado de h istoria de las religiones y en otros lugares. Sólo me queda por hacer una selección de las ilustraciones. Pero estoy decidido a terminar esta obra porque los arquitectos me han manifestado que lo esperan con interés. Algunos me han escrito que mis libros les han aclarado muchas cosas acerca del sentido de su profesión.

– En algún lugar ha dicho antes que lo sagrado se caracteriza por el sentido: orientación y significación…

– Para la geometría, alto y bajo son idénticos. Sin embargo, desde el punto de vista existencial, todos sabemos que subir o bajar una escalera no es en absoluto la misma cosa. Sabemos también que la derecha no es lo mismo que la izquierda. A lo largo de esa obra insisto en el simbolismo y en los ritos relacionados con la experiencia de las diversas calidades del espacio: izquierda y derecha, centro, cenit y nadir…

– Pero ¿no está también ligada la arquitectura a la temporalidad?

– El simbolismo temporal va inscrito en el simbolismo arquitectónico o en la vivienda. En África, algunas tribus acostumbran a orientar las chozas de manera distinta según las estaciones, y no sólo la choza, sino también los objetos que se guardan en ella: algunos utensilios, diversas armas. Ahí tiene un caso ejemplar de la interrelación del simbolismo temporal y el simbolismo espacial. Pero la tradición arcaica es rica en ejemplos similares. Recordará lo que dice Marcel Granet acerca del «espacio orientado» en la China antigua.

– Sí, y no es únicamente la casa la que se considera «sagrada», ni el templo, sino también el territorio, la tierra de la patria, la tierra natal…

– Todo país natal constituye una geografía sagrada. Para quienes han tenido que abandonarla, la ciudad de la infancia y de la adolescencia se convierte por siempre en una ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro de una mitología inagotable. A través de esa mitología llegué a conocer su verdadera historia. Y la mía, quizá.