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– ¿Podríamos decir, por tanto, que su camino es el de la gnosis y del jñana yoga?

– Puede que sí. Gnosis, jñana yoga…

– Creo que ambas cosas son una misma.

– Exactamente la misma. También sentía la necesidad de una técnica, de una disciplina, de algo que no encontraba en mi tradición religiosa. Lo cierto es que no lo había buscado en ella. Muy bien podría haberme hecho monje, retirarme al Monte Athos y descubrir todas las técnicas yóguicas, por ejemplo, el pranayama…

– El hesicasmo…

– Sí, pero en aquella época yo ignoraba todo esto. Sentía, es verdad, la necesidad de la gnosis, pero al mismo tiempo echaba de menos una especie de técnica, de meditación práctica. Aún no comprendía el valor religioso del culto dominical. Lo descubrí después de mi regreso de la India!

– Hemos dejado en suspenso su tesis. ¿Cuál era exactamente su tema?

– Era la filosofía italiana desde Marsilio Ficino hasta Giordano Bruno. Pero me interesó en especial Ficino, y también Pico de la Mirándola. Me fascinaba el hecho de que a través de esta filosofía del Renacimiento había sido redescubierta la filosofía griega, pero también el hecho de que Ficino había traducido al latín los manuscritos herméticos, el Corpus hermeticum, c omprobados por Cosme de Médicis. Me apasionaba igualmente el hecho de que Pico conocía esta tradición hermética y que había estudiado el hebreo no sólo para mejor entender el Antiguo Testamento, sino sobre todo para comprender la Cábala. Veía, por tanto, que no se trataba únicamente de un descubrimiento del neoplatonismo, sino de un desbordamiento de la filosofía griega clásica. El descubrimiento del hermetismo implicaba una apertura hacia el Oriente, hacia Egipto y Persia.

– ¿Quiere eso decir que era sensible, en el Renacimiento, a todo lo q ue éste implica de apertura a lo no específicamente griego o clásico?

– Tenía la impresión de que ese desbordamiento me revelaba un espíritu mucho más amplio, mucho más interesante y más creador que todo cuanto había aprendido en el platonismo clasico redescubierto en Florencia.

– ¿Había una cierta analogía entre aquel Renacimiento -el Renacimienlo de los cabalistas, diríamos - y cuanto estaba ocurriendo en Rumania, que suponía una aspiración a superar las fronteras del hombre mediterráneo y a participar en una creacón cultural nutrida de tradiciones no europeas…

– Una tradición… no digamos «no europea», sino «no clásica», es decir, más profunda que la herencia clásica recibida de nuestros antepasados tracios, de los griegos y los romanos. Más tarde comprendí que se trata de ese fondo neolítico que es la ma-triz de todas las culturas urbanas del Próximo Oriente antiguo y del Mediterráneo.

– «Más tarde», es decir, a través del conocimiento de la In dia… Pero me asombra que entre Pico y Bruno no me diga nada de Nicolás de Cusa.

– Había hecho varios viajes a Italia e incluso pasé allí tres meses seguidos. Así descubrí el De docta ignorantia y la famosa fórmula de la coincidentia oppositorum que tan reveladora fue para mi propio pensamiento. Pero no lo estudié para mi tesis, no pude profundizar tanto… En compensación, cuando empecé mis cursos, el año 1934, en Bucarest, dediqué un seminario a la docta ignorantia. Nicolás de Cusa me apasiona todavía.

EL RENACIMIENTO Y LA INDIA

– Mircea Eliade, el 10 de febrero de 1949 recibe una carta de su «viejo maestro Pettazzoni», que elogia calurosamente el Tratado de historia de las religiones, recién publicado; en su contestación escribe: «Recuerdo aquellas mañanas de 1925, cuando acababa de descubrir I misteri, y me lancé a la historia de las religiones con la pasión y la seguridad de un muchacho de dieciocho años. Recuerdo el verano de 1926, cuando, después de iniciada mi correspondencia con Pettazzoni, recibí como regalo Dio, que leí subrayando casi una por una todas sus líneas. Recuerdo…».

– Sí, lo recuerdo… Fui a Italia bastantes veces durante mis tiempos de estudiante en Bucarest. La primera vez me quedé allí cinco o seis semanas. Conocí a Papini en Florencia. En Roma me entrevisté con Buonaiuti, el célebre historiador del cristianismo, director de «Ricerche religiose». En Nápoles, con Vittorio Macchioro, entonces director del Museo Nacional, gran clasicista y gran especialista en orfismo. No vi a Pettazzoni en aquel viaje. Lo conocí más tarde. Pero mantenía correspondencia con él.

– No es corriente que un hombre tan joven vaya a visitar a los maestros y que sea recibido por ellos. Pero pienso que le animaba la pasión de saber y, en consecuencia, de acudir a las fuentes mismas. De ahí lo bien acogido que era… ¿Qué esperaba, por ejemplo, de Macchioro?

– Fue su tesis lo que ante todo me interesó. Creía haber descubierto las etapas de una iniciación órfica en las pinturas de la Villa dei Misteri de Pompeya. Creía además que la filosofía de Heráclito se explicaba por el orfismo. Pensaba también que san Pablo no era tan sólo un representante del judaismo tradicional, sino que había sido iniciado además en los misterios órficos y que, en consecuencia, la cristología de san Pablo había introducido el orfismo en el cristianismo. Esta hipótesis había tenido mala acogida, pero yo tenía veinte años y me parecía apasionante. Por eso fui a ver a Macchioro.

Mientras tanto, yo preparaba mi tesis, unas veces en Bucarest y otras en Roma. Más bien en Roma, es verdad, pero en Bucarest tenía la mayor parte de mi documentación y de mis notas. Al mismo tiempo que trabajaba en mi tesis de licenciatura sobre la filosofía del Renacimiento, nutría mis pensamientos con los historiadores de las religiones y los orientalistas italianos: descubrí el orfismo con Macchioro, a Joaquín de Fiore con Buonaiuti. Y leía a Dante, al que Papini (y otros) relacionaban con I fedeli d'amore. En el fondo, estudiar a los filósofos del Renacimiento y la historia de las religiones venía a ser la misma cosa.

– Imagino que no era únicamente la lectura de Dante lo que le interesaba en Papini, sino el hombre, el escritor tumultuoso.

– Ya había publicado varios artículos sobre Papini, le había escrito y él me había contestado con una larga carta que comenzaba así: «Querido amigo desconocido…» Lamentaba que me dedicase a estudiar la filosofía, «la ciencia más vacía inventada por el hombre…». Yo le había anunciado mi visita y él me recibió en un pequeño cuarto de trabajo atestado de libros. Esperaba verme ante un «monstruo de fealdad», tal como él mismo se había descrito en Un uomo finito. Pero, a pesar de su palidez y de sus «dientes de caníbal», Papini me pareció majestuoso y casi bello. Fumaba un cigarrillo tras otro, al mismo tiempo que me preguntaba por mis autores favoritos y me enseñaba los libros de algunos autores italianos contemporáneos que yo desconocía. Por mi parte, le hice numerosas preguntas a propósito de su catolicismo intransigente, intolerante, casi fanático (él admiraba enormemente a León Bloy); sobre el Dizionario dell'uomo selvatico, abandonado después de la publicación del primer tomo, y sobre sus proyectos literarios, en primer lugar sobre un libro que había anunciado varias veces, Rapporto sugli uomini. Aquella misma tarde redacté una entrevista que publicaría luego en una revista de Bucarest.

Volví a verle exactamente un cuarto de siglo después, en mayo de 1953. Estaba casi ciego y acababa de interrumpir Juicio universal, su opus magnum, para escribir El diablo. También esta vez publiqué una larga entrevista en «Les Nouvelles Littéraires», cosa que le hizo feliz, pues se daba cuenta de que había perdido su popularidad en Francia. Poco tiempo después, la ceguera y la parálisis lo redujeron a la condición de un enterrado en vida. Sobrevivió poco más de un año, haciendo esfuerzos sobrehumanos, en unas condiciones de vida que rayaban con el milagro, para dictar las famosas Schegge, que publicaba dos veces al mes el «Corriere della Sera».

– Conoce a Papini en Florencia, pero será en Roma donde se decidirá una gran parte de su destino…

– Sí, en Roma, en la biblioteca del seminario del profesor Giuseppe Tucci, que por entonces estaba en la India, descubrí un día el primer volumen de la Historia de la filosofía india, del célebre Surendranath Dasgupta. En el prefacio leí el homenaje de gratitud que Dasgupta dedica a su protector el maharajá Chandra Nandy de Kassimbazar. Dice así: «Este hombre me ayudó a trabajar cinco años en la universidad de Cambridge. Es un verdadero mecenas. Protege y fomenta la investigación científica y filosófica; su generosidad es también famosa en Bengala…». Tuve entonces una especie de intuición. Escribí dos cartas inmediatamente, una al profesor Dasgupta, en la universidad de Calcuta, y la otra a Kassimbazar, al maharajá, en que les decía: «Preparo en estos momentos mi tesis de licenciatura, que presentaré en octubre, y mi intención es estudiar la filosofía comparada. Desearía, por tanto, aprender seriamente el sánscrito y la filosofía india, pero sobre todo el yoga…». Dasgupta, en efecto, era el gran especialista en yoga clásico; había escrito dos libros sobre Patañjali.

Pues bien, dos o tres meses más tarde, de nuevo en Rumania, recibí dos cartas. Una era de Dasgupta y decía: «Sí, es una buenísima idea. Si de verdad desea estudiar la filosofía comparada, lo mejor será estudiar el sánscrito y la filosofía india aquí, en la In dia, y no en los grandes centros de indianismo europeos. Y como no dispondrá de una ayuda importante para sus estudios, trataré de interesar al maharajá…». En efecto, el maharajá me escribía: «Sí, muy buena idea. Véngase, le concedo una ayuda, pero no para dos años (…yo había indicado dos años, por discreción). En dos años no le sería posible aprender convenientemente el sánscrito y la filosofía india. Le concedo una ayuda para cinco años». De este modo, inmediatamente después de la defensa de mi tesis, en noviembre de 1928, ya licenciado en letras, especialidad «filosofía», recibí algo de dinero de mis padres y la promesa de una ayuda de la universidad de Bucarest, partí de Constanza a bordo de un navío rumano hasta Port-Said, y de Port-Said en un barco japonés hasta Colombo, y de allí, por tren, marché a Calcuta. Me quedé dos semanas en Madras, donde conocí a Dasgupta.