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Cuando se tienen diecisiete años y se descubre la poesía moderna y tantas otras cosas, lo que más gusta es tener una habitación propia que uno pueda arreglar, transformar a su gusto, que deja de ser algo simplemente recibido de los padres. Aquel era verdaderamente mi sitio. Allí vivía yo, tenía mi cama, con un determinado color. Tenía grabados que recortaba y sujetaba a los muros. Pero tenía sobre todo mis libros. Más que un cuarto de trabajo, era un lugar para vivir.

– Me parece que los dioses o las hadas favorecieron sus primeros pasos.

– Creo que sí, pues lo cierto es que tuve todas las oportunidades posibles hasta el momento de partir de mi casa.

– Cuando entró en la Universidad, ¿cómo era la atmósfera intelectual, la atmósfera cultural de la Rumania de aquella época, es decir, de 1920 a 1925?

– Eramos la primera generación que nacía a la cultura en lo que entonces se llamaba «la gran Rumania», la que siguió a la guerra de 1914-1918. Primera generación sin programa preestablecido, sin un ideal a realizar. La generación de mi padre y de mi abuelo tenían un ideal: reunificar todas las provincias rumanas. Este ideal ya estaba realizado. Yo tuve la suerte de formar parte de la primera generación rumana libre, sin programa. Eramos libres para descubrir no sólo las fuentes tradicionales, sino todo lo demás. Yo descubrí la literatura italiana, la historia de las religiones y después el Oriente. Uno de mis amigos había descubierto la literatura americana; otro, la cultura escandinava. Descubrimos a Milarepa en la traducción de Jacques Bacot. Todo era posible, como ve. Nos preparábamos por fin a una verdadera apertura.

– Una apertura hacia lo universal, la India presente en los espíritus, Milarepa, al que leerá Brancusi…

– Sí, y al mismo tiempo, por los años de 1922 a 1928, nos disponíamos, en Rumania, a descubrir a Proust, Valéry y, por supuesto, el surrealismo.

– Pero, ¿cómo se conjugaba este deseo de universalidad con, digamos, un deseo de llegar a las raíces rumanas?

– Presentíamos que una creación puramente rumana iba a resultar muy difícil de llevar a cabo en el clima y en las formas de la cultura occidental que habían gozado de las preferencias de nuestros padres: Anatole France, por ejemplo, o el mismo Barres. Sentíamos que cuanto habíamos de decir nosotros exigía un lenguaje distinto del de los grandes autores, los grandes pensadores que habían apasionado a nuestros padres y a nuestros abuelos. Nos sentíamos atraídos por las Upanishads, por Milarepa e incluso por Tagore y Gandhi, por el Oriente antiguo. Y pensábamos que asimilando el mensaje de estas culturas arcaicas, extraeuropeas, encontraríamos el medio de expresar nuestra herencia cutural propia, traco-eslavo-romana, y al mismo tiempo protohistórica y oriental. Teníamos conciencia de nuestra situación entre Oriente y Occidente. Como sabe, la cultura rumana constituye una especie de «puente» entre el Occidente y Bizancio, por una parte, y el mundo eslavo, el mundo oriental y el mundo mediterráneo por otra. La verdad es que hasta más tarde no me di cuenta de todas estas virtualidades.

– Ha evocado el surrealismo, pero no ha dicho nada del dadá ni de Tzara, su compatriota…

– Los conocíamos, los habíamos leído en las revistas de vanguardia, que nos apasionaban. Pero, personalmente, no me he dejado influir por el dadá, ni por el surrealismo. Me asombraba y digamos que admiraba su coraje… Pero yo me sentía aún bajo el impacto del futurismo, que acabábamos de descubrir. Estaba muy interesado, como sabe, por Papini, el primer Papini, el de antes de la conversión, el gran panfletario y autor de Maschilitá, de Uomo finito, su autobiografía… Aquello era para nosotros la vanguardia. También descubrí a Lautréamont, cosa curiosa, a través de León Bloy. Había leído una recopilación de artículos, de panfletos, Belluaires et Porchers, quizá… Había en aquel libro un artículo extraordinario sobre Les Chants de Maldoror, con extensas citas. De este modo descubrí a Lautréamont, antes que a Mallarmé o incluso Rimbaud. A Mallarmé y Rimbaud no los leí hasta más tarde, en la universidad.

– En varios lugares de su Diario habla de un cierto clima «existencialista» en Rumanía, que habría precedido incluso al existencialismo en Francia.

– Cierto, pero la cosa ocurre un poco más tarde, por los años de 1933 a 1936. Sin embargo, y ya desde la universidad, había leído algunas obras menores de Kierkegaard, en traducción italiana; descubrí luego la traducción alemana, casi completa. Recuerdo haber escrito en un diario, «Cuvántul», un artículo titulado Panfletista, enamorado y ermitaño. Creo que es el primer artículo sobre Kierkegaard publicado en Rumania; fue en 1925 o 1926. Kierkegaard ha significado mucho para mí, pero sobre todo como ejemplo. Y no sólo por su vida, sino también por lo que anunciaba, por lo que anticipaba. Desgraciadamente, es de una prolijidad exasperante, y por ello pienso que Etudes kierkegaardiennes de Jean Wahl es quizá… el mejor libro de Kierkegaard, pues hay en él muchas citas acertadamente elegidas, lo esencial.

– En la universidad comparte con los jóvenes de su generación determinadas actitudes, pero, ¿qué es lo que le afecta más en particular?

– En primer lugar el orientalismo. Intenté aprender por mi cuenta el hebreo, luego el persa. Compré gramáticas, hice ejercicios… El orientalismo, pero también la historia de las religiones, las mitologías. Al mismo tiempo, seguí publicando artículos sobre la historia de la alquimia. Y esto es lo que me singularizaba dentro de mi generación: yo era el único que se apasionaba a la vez por el Oriente y por la historia de las religiones. Por el Oriente antiguo lo mismo que por el moderno, por Gandhi lo mismo que por Tagore y Ramakrishna; por aquellos años aún no había oído hablar de Aurobindo Ghose. Había leído, como todos cuantos se interesan por la historia de las religiones, La rama de oro, de Frazer, y luego Max Müller. Precisamente para leer las obras completas de Frazer empecé a aprender inglés.

– ¿Se trataba únicamente de un deseo de horizontes culturales nuevos? ¿O quizá, inconscientemente, de una búsqueda, a través de la diversidad, del hombre esencial, del hombre que podríamos considerar «paradigmático»?

– Sentía la necesidad de ciertas fuentes desatendidas hasta mis tiempos, unas fuentes que estaban allí, en las bibliotecas, que era posible encontrar en ellas pero, que carecían de actualidad espiritual o incluso cultural. Me decía a mí mismo que el hombre, e incluso el hombre europeo, no es únicamente el hombre de Kant, de Hegel o de Nietzsche. Que en la tradición europea y en la tradición rumana había otras fuentes más profundas. Que Grecia no es úni-camente la Grecia de los poetas y los filósofos admirables, sino la de Eleusis y el orfismo, y que esta Grecia hundía sus raíces en el Mediterráneo y en el Próximo Oriente antiguo. Pero algunas de, aquellas raíces, igualmente profundas, ya que se hundían en la protohistoria, se podían encontrar en las tradiciones rumanas. Era el legado inmemorial de los dacios y, antes de ellos, de las poblaciones neolíticas que habitaron en nuestro actual territorio. Puede que no tuviera conciencia de buscar el hombre primordial, pero en todo caso me daba cuenta de la importancia que tienen ciertas fuentes olvidadas de la cultura europea. Por este motivo, en mi último año de universidad, empecé a estudiar las corrientes hermetistas y «ocultistas» (la Cábala, la alquimia) en la filosofía del Renacimiento italiano. Este fue el tema de mi tesis.

– Antes de ocuparnos de su tesis, me gustaría preguntarle por las razones personales que le llevaban al estudio de las religiones. Las que acaba de exponer son de orden intelectual. Pero, ¿cuál era su relación interior con la religión?

– Conocía mal mi propia tradición, la del cristianismo oriental. Mi familia era «religiosa», pero, como sabe, en el cristianismo oriental, la religión es ante todo algo que se aprende por costumbre, que se enseña poco, pues no hay catecismo. Lo que importa son sobre todo la liturgia, la vida litúrgica, los ritos, los coros, los sacramentos. Yo participaba en aquella vida religiosa como todo el mundo. Pero aquello no tenía ningún valor esencial. Mi interés iba por otro lado. Por entonces yo estudiaba filosofía, y al estudiar los filósofos, los grandes filósofos, sentía que algo me faltaba. Sentía que no es posible comprender el destino humano y el modo específico de ser del hombre en el universo sin conocer las fases arcaicas de la experiencia religiosa. Al mismo tiempo sentía que me iba a resultar difícil descubrir esas raíces a través de mi propia tradición religiosa, es decir, a través de la realidad actual de una determinada Iglesia que, como todas las demás, estaba «condicionada» por una larga historia y por unas instituciones cuyo signifi-cado y formas sucesivas yo ignoraba. Pensaba que sería muy difícil descubrir el verdadero sentido y el mensaje del cristianismo a través de una sola tradición. Por eso quería profundizar aún más.

Primero, el Antiguo Testamento, luego Mesopotamia, Egipto, el mundo mediterráneo y la India.

– Pero a todo esto, ¿nada de inquietud metafísica, nada de crisis mística, nada de dudas ni tampoco una fe muy viva? Parece haberse librado de algo que tantos adolescentes conocen, el tormento religioso o metafísico.

– Cierto, no conocí esa gran crisis religiosa. Es curioso… No estaba satisfecho, pero no sentía ninguna duda, pues no creía mucho. Sentía que lo verdaderamente esencial, lo que de verdad debía encontrar y comprender era algo que debía buscar por otro lado y no solo en mi propia tradición. Para entenderme, para entender…