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– «Renunciar al fruto de la acción»… ¿Acaso ha hecho suya esta regla?

– Creo que sí, porque he sido formado en ese comportamiento y me he habituado a él, y lo encuentro muy humano y muy enriquecedor. Creo que es preciso actuar, que cada cual debe seguir su vocación, pero sin pensar en la recompensa.

– Leyendo su Diario me ha llamado la atención una página en que habla de un gato que le despierta maullando de una manera desagradable, y dice que el camino consiste en…

– En amar. Sí, es cierto. Y eso mismo es lo que decía Cristo. Puede que esta sea la regla fundamental de todas las ascesis del mundo, pero es ante todo el camino que nos enseña Cristo. Sólo mediante este comportamiento es posible soportar de verdad el mal. Pero, bueno, aquel pobre gato no era precisamente el mal; de todos modos, de eso se trata, de responder con amor a cualquier cosa que nos exaspera o nos aterra. Esto puede verificarse…

– Dice que enseguida se imaginó a aquel gato odioso como una criatura miserable, y entonces (y no es la primera vez que tal cosa le ocurrió) se sintió completamente cambiado, y que esto es lo que le enseñaron los maestros espirituales.

– Exactamente. Luego me sentí feliz de que un gato me recordara esta gran lección que había aprendido de los «maestros espirituales», de Jesús, el Cristo. También un gato me obligó a aprender esto mismo.

– Cuando veo a unos hombres mejor realizados que yo, ello me deja siempre pensativo y me digo entonces: ¿Cómo se llega amp; superar las reacciones de odio, los resentimientos, las aversiones? ¿En virtud de una «gracia» o por el propio esfuerzo?

– Es difícil dar una respuesta. Sé que esto puede conseguirse mediante el trabajo, un esfuerzo, digamos, de orden espiritual, mediante un método, en el sentido ascético de la palabra. Pero la «gracia» desempeña, por supuesto, un cometido importante.

– ¿Se siente dotado naturalmente en ese terreno o le ha sido preciso luchar para conseguir esa serenidad ante las agresiones?

– Creo que he luchado, ¡y mucho! Eso, para mí, ha sido mucho. Para otros, para un santo, quizá no hubiera sido nada. Pero lo importante es que ese esfuerzo da resultados. Nos enriquece y, además, ahí están los frutos: uno se siente cambiado.

– ¿Por qué razón se decidió a luchar contra el instinto natural que nos exige devolver golpe por golpe?

– La primera, quizá, es que me sentía -según dicen los indios- un esclavo al seguir mi instinto. Me sentía como el efecto de una causa fisiológica, psicológica, social… De ahí esa rebeldía, quizá natural, contra el condicionamiento. Sentirse condicionado, I cuando se toma conciencia de ello, es algo que nos exaspera. Para «descondicionarme» era preciso hacer exactamente lo contrario de lo que me exigía el karma. Había que romper el ciclo de las concatenaciones.

ANIMUS Y ANIMA

– Como hombre de ciencia, su campo es el de los mitos, pero a la vez es novelista, es decir inventor de relatos, creador de mundos imaginarios. Su Diario evoca frecuentemente el conflicto entre estas dos personalidades. Algunas dificultades son de orden externo, como le ocurrió en Rumania, al principio, cuando su fama de escritor dejaba caer una sombra sobre su actividad científica. Pero hay otras dificultades interiores…

– Nadie puede vivir al mismo tiempo en estos dos universos espirituales, el diurno y el onírico. En el momento en que me pongo a escribir una novela, entro en un mundo que posee su propia estructura temporal y en el que las relaciones con los personajes son de orden imaginario, no crítico. A veces, cuando quería terminar a cualquier precio una obra que me había llevado mucho tiempo en las bibliotecas, me ha sucedido sentirme obsesionado por el tema de una novela. Para mantenerme en el universo diurno, no tenía más remedio que luchar. He pretendido

dar testimonio de una cierta concepción del mundo -la del hombre religioso- para ayudar a mis contemporáneos a recuperar su sentido y su valor, y ello ha sido con detrimento de mi trabajo de escritor, pues he tenido que consagrarme a mi tarea de historiador y de hermeneuta.

– Pero, cuando se conocen íntimamente los mitos, su juego y el sentido que se les asigna, ¿es posible olvidar de pronto todo eso para abandonarse a la ignorancia creadora?

– Sobre eso le contaré una experiencia sumamente reveladora. Fue en 1937. Aún me encontraba en Rumania, y necesitaba dinero. Decidí escribir una pequeña novela. Mi editor me hizo un adelanto a cambio del envío del manuscrito en un plazo de quince días. Durante todo el día estaba yo ocupado en la universidad con diversos quehaceres. Durante la noche dedicaba dos o tres horas a escribir La serpiente . Como siempre ocurre en mis relatos fantásticos, todo" empezaba en un universo cotidiano, banal. Un personaje, un gesto, y poco a poco ese universo se transforma. Esta vez era una serpiente que aparecía de pronto en una casa de campo en la que se hallaban no sé cuántos personajes… Cada noche me ponía a escribir sin saber por adelantado lo que iba a salir. Primero veía el comienzo y luego, paso a paso, iba descubriendo la continuación. Evidentemente, yo sabía muchas cosas sobre el simbolismo de la serpiente. Incluso había escrito un artículo sobre su función ritual y tenía al alcance de la mano toda una biblioteca referente al tema. Pero nunca sentí la tentación de recurrir a ella para tomar algún detalle. Quince días después, la novela estaba terminada. Al leer las pruebas me quedé sorprendido por la continuidad y la coherencia del relato. Sin embargo, día tras día, a las tres de la madrugada, depositaba ante la puerta de mi casa el fajo de páginas escritas para que el recadero las llevara a la imprenta. Pero aún me extrañó más el hecho de no descubrir en mi «serpiente» ninguno de aquellos grandes símbolos que yo conocía tan perfectamente. Ninguna parcela de mi saber había pasado a aquella obra de imaginación. De ahí que su simbolismo, que no repite nada de lo conocido, resulte muy oscuro y, al parecer, muy logrado desde el punto de vista de la ficción. Cuando uno se siente poseído por un argumento, es indudable que la visión interior se nutre de cuanto se lleva dentro, pero esa visión no tiene nada que ver con el saber intelectual acerca de los mitos, los ritos y los símbolos. Cuando escribo, me olvido de todo lo que sé. Al releer El viejo y el oficial, he visto que algunos episodios corresponden a determinados arquetipos. Pero no pensé en ello mientras escribía la novela.

– ¿Le resulta fácil escribir?

– Cuando estoy «inspirado», como suele decirse, o más bien poseído, trabajo de prisa, casi sin tachaduras, sin corregir apenas nada. A veces escribo durante doce o trece horas al día, veinticuatro páginas de un tirón, en ocasiones hasta treinta o cuarenta. Pero, bruscamente, me detengo. Dejo pasar entonces algunas semanas o aún más. Pero también me ocurre no escribir con tanta facilidad. Algunos capítulos de El bosque prohibido me dieron mucho trabajo.

– ¿Pertenece a la clase de escritores que escriben de noche?

– Era de esa clase hasta aproximadamente los cuarenta años. Me ponía a trabajar hacia las nueve de la noche y no paraba hasta las cuatro de la madrugada. Ahora es distinto. Ernst Jünge me hizo ya esa pregunta. No imaginaba más que el trabajo matinal y el trabajo nocturno. Creo haberle causado un gran asombro al decirle que durante los diez o quince últimos años he escrito siempre por las tardes. Por la noche, trabajo, pero no escribo, salvo, bien entendido, cuando me siento «poseído». Entonces lo mismo da el día que la noche.

– ¿Le preocupa, como norma general, el «empleo del tiempo»?

– Supe disciplinarme durante mi juventud. Todas las mañanas me reconcentraba y establecía mi programa: tantas horas para estudiar una nueva lengua, tantas para terminar este libro… Hoy es un poco distinto.

– Cuando se dispone a escribir una novela, ¿cómo empieza la cosa?

– Soy incapaz de trazarme un plan. La obra germina siempre a partir de una visión, de un paisaje o de un diálogo. Veo claramente el comienzo, a veces también el final, y poco a poco, trabajando, descubro los acontecimientos y la trama del relato o de la novela. Para El bosque prohibido, la primera imagen fue el personaje principal. Se paseaba por un bosque cerca de Bucarest, una hora antes de la medianoche de San Juan. Por aquel mismo bosque cruza un carruaje y luego una muchacha sin carruaje. Aquello era para mí un enigma. ¿Quién era aquella muchacha? ¿Por qué el paseante buscaba un carruaje cerca de la muchacha? Poco a poco fui sabiendo quién era la muchacha y toda su historia. Pero todo empezó por una especie de visión. Vi todo aquello como en sueños.

– Pero, ¿cómo supo que aquella visión tenía un futuro?

– No podía hacer otra cosa que pensar en ello y tratar de ver la continuación. Por entonces trabajaba en mi libro sobre el chamanismo; hube de abandonarlo y ponerme a escribir día y noche. Aparecieron otras imágenes. La muchacha. La historia que el joven arrastraba consigo, que aún no conocía yo y que me fascinaba. Su «cuarto secreto» en un hotel. Y la noche de San Juan…

– La noche de San Juan… El 5 de julio de 1949, escribe: «De golpe he recordado que hace exactamente veinte años, bajo el calor sofocante de Calcuta, escribí el capítulo 'El sueño de una noche de verano' de Isabelle. El mismo sueño solsticial, estructurado de otra manera y desarrollado a niveles distintos , aparece también en el centro de La n oche de San Juan. ¿Será una pura coincidencia? El mito y el símbolo del solsticio me obsesionan desde hace años. Pero había olvidado que era precisamente desde Isabelle desde cuando tenía esa obsesión».