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– Las reacciones ante su Diario han sido calurosas…

– En efecto. He recibido un número considerable de cartas de profesores de literatura inglesa o de literatura comparada. Alguno me decía: «Hasta ahora, sus libros sobre el simbolismo me habían ayudado en mi hermenéutica literaria. He leído su Diario y me ha sorprendido descubrir al hombre que ha producido esos instrumentos de que yo me sirvo. He descubierto que ese hombre es a la vez un escritor que se interesa por los hechos históricos…». Esta publicación me ha permitido una relación nueva con mis lectores, que me ha llenado de placer. No esperaba tanto.

– En algún lugar de su Diario dice que «ahora serta preciso, a cualquier precio, escribir, descartando todo otro trabajo, la autobiografía». ¿Está inacabada esta autobiografía?

– Sí, se detiene en el momento de la guerra. La primera parte ha sido publicada en rumano, pero no en Rumania. La segunda parte, con excepción de algunos fragmentos, permanece inédita. He escrito esta autobiografía para dar un testimonio. En Rumania viví la época que ahora se llama allí «prerrevolucionaria», «burguesa», y he visto, leyendo algunos artículos e incluso ciertas obras, que es desfigurada por no presentar de ella sino sus aspectos negativos. Por eso he querido narrar mi propia historia, mi experiencia de la escuela, del liceo. Y con la mayor objetividad posible.

Por otra parte, se trata de un tiempo pasado, de personajes ya desaparecidos: Dasgupta, Tagore, Ortega… He escrito esta autobiografía, en consecuencia, como un deber personal. Para mis amigos futuros.

EL VIEJO Y EL OFICIAL

– En su Diario dice que El viejo y el oficial es la obra más libre que nunca haya escrito.

– Sí, porque iba a la aventura, como me ocurrió con La serpiente, pero esta vez sin plazo fijo. Escribí casi todo el libro en dos o tres semanas, pero luego, durante doce años, en vano intenté escribir las veinticuatro últimas páginas. Lo conseguí en unos momentos en que estaba muy ocupado con mis cursos en la Universi dad de Chicago y por los invitados de paso. En cuatro o cinco noches.

– Es una obra por la que siente mucho cariño.

– Todos están de acuerdo en considerarla la mejor rematada. Me dicen que en ella manejo un rumano más sutil que el de las restantes novelas. Sin embargo, escribí esas páginas al cabo de veinte años de exilio durante los que no hablé en rumano sino con mi mujer y con mis amigos… Pero le tengo cariño además por otras razones.

– ¿Resumimos el argumento para empezar?

– Hágalo por mí, ya que acaba de releer el libro…

– Estamos, pues, en Rumanía, es decir bajo un régimen policíaco . Un anciano, antiguo director de escuela, quiere ver de nuevo a uno de sus alumnos de hace treinta años. Pero el hombre con el que se encuentra no es otra cosa que un homónimo del antiguo alumno. El equívoco hace que resulte sospechoso y la policía le detiene para saber más de él. Dócilmente, mansamente, el viejo empieza a contar sus historias, que resultan fabulosas y muy largas, laberínticas. «Es una larga historia -repite a cada momento - y para que la puedan entender tengo que decirles primero… ». Lo admirable es que le escuchan y hasta le pedirán que se tome todo el tiempo que quiera y ponga por escrito sus relatos. A medida que avanza con su manuscrito, éste es leído, analizado. Y el viejo va conociendo a personajes cada vez más importantes, hasta llegar al camarada ministro del Interior. Le dicen que aquello es «Las mil y una noches del mundo estaliniano». Y mientras que el relato maravilloso prolifera, la investigación provoca revoluciones de palacio. Tal es la esencia del argumento. Pero hay que añadir que el lector, al igual que la policía, queda seducido, fascinado. Hay esa cueva bajo el agua en la que desaparece el hijo del rabino: se deseca la cueva, pero él no aparece . Y esa joven giganta, bella como una estatua condenada a unos amores extraordinarios, esa giganta que me ha hecho pensar en el p rotagonista de sus novelas, Le Macranthrope, el hombre que crece y crece hasta convertirse en un gigante, pero que no cambia tan sólo de estatura, sino también de naturaleza, pues entiede lo que dicen los los dioses. ¿Y qué dicen los dioses? Nosotros, los que quedamos aquí abajo, ya no entendemos los sonidos que brotan de su boca… Hay, pues, la giganta y hay también prestidigitadores capaces de encerrar toda una banda de música y hasta una aldea entera en un cofre. Nos hallamos en el universo i nagotable de los viejos cuentos, que siempre nos embelesa.

– Sí, es exacto.

– Pero, ¿qué significa todo eso? Más allá del embeleso, se nos invita a buscar un sentido. Nos parece hallarnos ante una «parábola», en el sentido en que Claudel consideraba a Kafka el gran iventor de p arabolas de nuestros tiempos.

– He pretendido oponer dos mitologías. La mitología popular, la mitología del folklore, viva y exuberante en el viejo, y la mitología del mundo moderno, de la tecnocracia, algo que desborda a la policía de un Estado totalitario, que está demasiado lejos para las gentes armadas de lógica y de toda clase de instrumentos. Estas dos mitologías se enfrentan. La policía quiere descifrar el significado secreto de todas esas historias. En cierto sentido, no se equivoca, pero se limita a buscar un secreto político. Quieren descifrar el otro universo, la otra mitología, a la luz de su propia mitología. Son incapaces de imaginar que haya sentido fuera del campo político.

La novela es también una parábola del hombre frágil. Farama, el nombre del viejo, quiere decir en rumano «migaja», «fragmento». Pero es él precisamente el que sobrevivirá, mientras que caen los poderosos. Esto quiere decir, al menos, que quien sabe narrar historias puede, en circunstancias difíciles, salvarse. Así ha ocurrido en los campos de concentración rusos. Los que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barracón han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno del campo de concentración.

– Creo que este personaje significa algo más. Dice, casi al pie de la letra, «yo soy la infancia». ¿No es verdad que en la alquimia,

el viejo y el niño solar significan por igual la perfección ? ¿No es el más viejo el que recuerda el origen? Y Dios es a la vez el An ciano d e días y el Niño divino. Su viejo me parece la figura del tiempo o más bien de la memoria.

– Sí, es el puer senex, niño y viejo al mismo tiempo. Puer-senex y puer aeternus: el niño eterno, el que renace, el «renacido» eternamente. Encuentro muy exacto su desciframiento, su exégesis. Si, es la memoria.

– «Recordad», dice Farama. Y los hombres se acuerdan de sí mismos. Por los caminos de la fábula, caminos infantiles, recuperan su propia verdad. El viejo recuerda un tiempo que existió, el tiempo de la escuela primaria, de treinta años antes, pero basta con recordar ese tiempo para que, de lo más profundo, surja el tiempo legendario. En resumen, bajo la historia, el mito. Y bajo el mito, la memoria de los orígenes.

– Estoy completamente de acuerdo con su interpretación. Ha llegado al fondo.

– En Aspectos del mito, en el capítulo «Mitología da la memoria y del olvido», dice que también «la verdadera anamnesis historiográfica desemboca en un tiempo primordial, el tiempo en que los hombres instituían sus c omportamientos culturales y a la vez creían que esos comportamientos les eran revelados por los seres sobrenaturales». Veo en su novela una alegoría del historiador de las religiones que devuelve la memoria a los hombres olvidadizos y que, mediante esa memoria, los salva. Toda memoria sería, por consiguiente, memoria de los orígenes, y toda memoria de los orígenes sería, a su vez, luz y salvación. Nada, en efecto, se ha perdido, puesto que, gracias al tiempo, al tiempo inextricablemente destructor y creador, los orígenes han adquirido sentido… De ahí que la historia culmine en una hermenéutica, y la hermenéutica en una creación, en poesía. Me parece que Zaharia Faráma es el gemelo mítico y el doble fraterno de Mircea Eliade.

– Eso es muy bello. No hay nada que añadir.

– Muchas veces ha comparado la vida, su propia vida, con un laberinto. ¿Qué diría hoy sobre el sentido de ese laberinto?

– Un laberinto es muchas veces la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación. Penetrar en él puede ser un rito iniciático, como vemos en el mito de Teseo. Este simbolismo es el modelo de toda existencia que, a través de numerosas pruebas, avanza hacia su propio centro, hacia sí misma, hacia el atman, por emplear el término indio… Muchas veces tuve conciencia de salir de un laberinto, de haber encontrado el hilo. Cuando me sentía desesperado, oprimido, extraviado, cierto que nunca me dije: «Estoy perdido en el laberinto», pero, al final, siempre tuve la sensación de haber salido victorioso de un laberinto. Todos hemos conocido esa experiencia. Pero he de añadir que la vida no está hecha de un solo laberinto. La prueba se renueva.

– ¿Ha llegado ya a su centro?