Cuando entré en la sala, ya con mi letrerito prendido en el bolsillo de la americana y la cárpela debajo del brazo, el que hacía de presidente acababa de tomar la palabra y se dirigía a los presentes. Tuve que sentarme en una de las últimas filas y, tanto mi entrada, como el ruido que hice al romper la bolsa de plástico que contenía los auriculares para la traducción simultánea, suscitaron la reprobación de una parte del auditorio. Aunque no me gusta alborotar, tampoco estimé que fuera necesario pedir excusas. Sin un poco de indisciplina no hay imaginación, y sin imaginación no queda sino copiar lo que ha imaginado otro, que o bien es pernicioso o bien termina siéndolo, tarde o temprano.

Mientras trataba de entender al dubitativo traductor que sonaba por el canal en inglés, felizmente reemplazado al poco tiempo por una ágil intérprete de voz aterciopelada, comprobé una vez más que mi oído izquierdo funciona a un 50% (o el derecho a un 200%, si se quiere ser optimista a toda costa). En tanto ajustaba el balance del receptor para suplir mi minusvalía, pude ir enterándome de lo que era, más o menos, la habitual sarta de fórmulas de bienvenida, ponderaciones acerca de la importancia de lo que íbamos a tratar y agradecimientos varios. AI fin el presidente concluyó su parlamento y cedió la palabra al primer ponente, cosechando una cerrada aclamación consistente en el golpeteo por parte de todos los puños contra las mesas respectivas. La primera vez que presencié un espectáculo parecido me desconcertó bastante (incluso llegué a interpretar que se protestaba por lo que había ocurrido justo antes del puñete generalizado). Sin embargo he de convenir en que es menos fatigoso y menos estentóreo que aplaudir, y suele ser más sincero: cuando alguien termina de hablar rara vez se le aplaude por lo que ha dicho, sino

por lo que ya no va a decir. Los golpecitos con el puno significan exactamente lo que pretenden: a otra cosa.

De las exposiciones de los ponentes no hay nada que deba consignar aquí. Tomé exhaustivas notas, por supuesto, para informar adecuadamente a mis superiores y a otros interesados de lo que se cuece en el Norte. Pero mientras hacía esto mi cerebro estaba desconectado de mi espíritu, y a tales momentos de mi existencia no les concedo la menor relevancia. Algunos de los que hablaron eran bastante precisos, otros eran confusos y dos o tres resultaron somníferos. Cuando estaba la traductora, el rumor susurrado de los auriculares era agradable (aunque le fallaban un tanto los reflejos si el traducido/a empleaba la lengua de Maurice Chevalier). Cuando la sustituía el traductor me gustaba menos. Pero todos cumplían con su deber y yo cumplí también con el mío.

Aprovechando lapsos en los que no se trataba nada de interés (quiero decir nada que interesara siquiera a alguien apasionado por la legislación sobre la que versaba el seminario), eché un vistazo a la lista de participantes y la contraste con lo que mis ojos me mostraban. Sobre la lista comprobé, primero, que en ella no figuraba nadie de mi país: segundo, que tal y como mi jefe me había anticipado la víspera de mi partida, había tres personas (dos varones y una mujer) de un banco francés con el que el banco para el que trabajo mantiene ciertos vínculos. A ninguno de los tres los conocía, ni personalmente, ni por teléfono, ni siquiera de oídas. En la lista predominaban los alemanes y británicos y había algún espécimen exótico (un húngaro, un lituano). La presencia femenina era minoritaria. Entre ellas, mi observación física sólo localizó dos o tres cabelleras o perfiles susceptibles de un examen más detenido. Las demás no eran mucho más que sus trajes sastre o sus blusitas con pañuelo de seda sobre los hombros. Entre los hombres no había excepciones: ninguno de ellos (en tanto no averiguase quién era el lituano) me sugería nada aparte de lo que habían ido a hacer allí.

Al final de la mañana se produjo el primer suceso notable. Tras la intervención de uno de los ponentes, abriendo el coloquio, tomó la palabra una mujer joven, muy rubia, de baja estatura y algo pecosa. Era una de las que había distinguido antes (supongo que por el pelo) y cuando reveló su nombre resultó que coincidía con el de la fémina que formaba parte de la representación del banco francés vinculado al mío. Su apariencia era frágil, pero se opuso con vehemencia y cierta profusión a una de las afirmaciones del ponente. Como la traductora no me ayudaba mucho, me quité los auriculares y traté de seguirla en su idioma, lo que no resultaba nada fácil por la endiablada velocidad a que disparaba sus objeciones. Con todo, disfruté oyéndola. En esa lengua cualquier mujer suena seductora, así como cualquier hombre suena, al menos para mí, entre poco natural y decididamente ridículo. El ponente repelió a duras penas la andanada de Véronique (tal era su nombre) y justo en ese momento llegó la pausa para el almuerzo.

Pese al revuelo de la salida, fue inexorable encontrarnos. A ella debían de haberle dado referencias de mí, o simplemente vio en la lista mi nombre y el de mi banco. Por mi parte, acababa de hallar, contra pronóstico, un remedio para no bostezar durante la comida. Puede decirse que la abordé, pero ella se dejó abordar. En seguida tomó la iniciativa y no ocultó su interés por intercambiar impresiones conmigo.

Por supuesto, todo era estrictamente profesional. Hablábamos de la nueva norma, de las ponencias, del fin del ciclo recesivo y otras tonterías. Para completar el panorama, en seguida se nos unieron sus compañeros. Ella era aproximadamente de mi edad, pero los otros rondaban la cuarentena y la cincuentena, respectivamente. Uno, calvo y con ojos azules, era retraído; el otro, con aspecto de chansonnier, era lo que se llamaría un ejecutivo de claro perfil comercial, es decir, un tipo bastante verboso y con tendencia a excederse en la gesticulación. Repetí un par de veces que mi francés no era bueno, pero el retraído no sabía inglés y al chansonnier no le daba la gana, así que la conversación, desde el encuentro y durante el almuerzo, se desarrolló en su idioma. Tampoco me opuse. Si en lo que ellos decían había algo que no entendía, no me importaba lo más mínimo; si a quien no entendía era a Véronique, me importaba incluso menos, porque estaba ocupado en disfrutar de las dulces inflexiones de su voz y a tal efecto me entorpecía penetrar el significado de sus palabras, invariablemente relativas a cuestiones legales o financieras. Y si me encontraba con dificultades para expresar mis ideas en su lengua, la miraba a ella y me embalaba en inglés, olvidándome de los otros.

Supongo que a los dos hombres les fastidiaba mi intromisión, porque era demasiado evidente que lo único que me llevaba a sentarme a comer en la misma mesa que ellos era la presencia de su compañera. Tampoco me esforcé mucho en disimularlo. Desde que me anudé por primera vez al cuello una corbata he aprendido a ser pragmático, al menos en algunos aspectos de mi trato social: si alguien que no te cae bien no puede perjudicarte, no hay por qué malgastar energías fingiendo que estás pendiente de lo que haga, diga o piense. Hay momentos en los que el simple hedonismo es posible. Aquél era uno y no me anduve con miramientos. Los ojos de Véronique eran de color azul oscuro, y sus labios pequeños y bien delineados. Mientras sobre el mantel se cruzaban opiniones técnicas, algunas de ellas urdidas por mi mente y pronunciadas por mi boca, mis ojos, furtivamente, iban de los suyos a sus labios, perdiéndose por el camino entre las pecas que salpicaban su cutis.

En algún momento debí pensar que era lo de siempre, que sólo se trataba de una mujer medianamente sugerente que desaparecería sin dejar huella, sin haberme proporcionado más utilidad que enmascarar durante un rato la derrota de estar empleando mi tiempo en actividades como la que allí nos reunía. En algún instante, frente a tal pensamiento, debí desfallecer e incluso sentir ganas de levantarme e irme. Ni siquiera puedo asegurar que cuando al fin me levanté y me fui, alegando tener que hacer una llamada que no tenía que hacer y despidiéndome hasta la tarde, no fue precisamente a causa de un pensamiento de esa índole.

En el descanso que hubo durante la sesión de la tarde la esquivé, voluntaria o involuntariamente. Primero sometí a un audaz, meticuloso y para él más bien molesto interrogatorio al funcionario de la Comisión que dio la primera de las dos conferencias vespertinas. Cuando el hombre consiguió zafarse de mí (yo ya tenía lo que buscaba y no hice por impedirlo), entablé contacto con un abogado de un bufete belga que pronunciaba la conferencia siguiente, centrada en cuestiones de mi especialidad. Era un gordito simpático, interesado en mi país y supongo que en tener a mi banco como cliente. En nombre del banco y a sus exclusivos efectos, también a mí me convenía trabar aquel conocimiento. Pero pronto me dio la sensación de que ambos, independientemente de rellenar nuestras respectivas tareas, disfrutábamos de una afinidad inesperada. Aun siendo alemán, mi interlocutor tenía un sentido del humor bastante mediterráneo. Cuando se está a dos mil kilómetros de casa y se encuentra a alguien con quien se comparte aunque sólo sea el sentido del humor, existe la tentación de celebrarlo de una manera desaprensiva, deslizándose, a nada que uno se descuide, hasta una confianza prematura. A los pocos minutos de estar departiendo con aquel hombre me sorprendí profiriendo juicios malintencionados del estilo de los que me reservo con mis compañeros de cada día, y le sorprendí a él regocijándose y haciendo otro tanto.

Fue este abogado quien me presentó al compatriota con quien esta tarde he estado paseando por la ciudad. Era uno de los organizadores y como tal constaba en la documentación, pero al leer aquel nombre contundentemente germano lo último que había podido sospechar era que su madre y él mismo habían nacido en la misma ciudad que yo. Hasta se daba la circunstancia de que los dos habíamos ido a la misma universidad. Llevaba tres años en Alemania, por su novia. Aunque su padre era de origen alemán, ni tenía la nacionalidad ni había intentado conseguiría. Tan pronto como nos quedamos solos (nuestro introductor tenía que seguir repartiendo su tarjeta), nos dimos el gusto de hablar en español y alto, por cumplir con el tópico y armar un pequeño escándalo que no pasó desapercibido.

Mientras mi compatriota me detallaba las ventajas y desventajas de su situación de residente legal no nacionalizado, busqué de reojo a Véronique. Conversaba con el funcionario a quien yo había importunado antes, que se mostraba mucho más atento y relajado con ella. Podía oírles, y comprobé que el francés del funcionario (griego) era mucho mejor que su inglés. Pero sospeché que no era por eso por lo que prefería ser interrogado por Véronique antes que por mí. Creo que al hilo de esta reflexión encadené algunas otras más bien sórdidas, quizá por influjo de la blanda sonrisa que inundaba el semblante del funcionario. La sonrisa que me había dedicado a mí había sido un duro ejercicio de todos sus músculos faciales.