El futuro tampoco me alienta. Continuaré en el banco, en éste o en otro, viendo cómo mi sueldo ya no aumenta en progresión geométrica (o sí, qué más da). Me tropezaré inexorablemente con alguien como Natalia, o un poco mejor o un poco peor, y ya no me quedará coraje para hacer lo que mañana pretendo hacer con ella. Yo no seré feliz y es improbable que ella lo sea, salvo que se aferré a su profesión, a renovar cada año su vestuario o a redecorar sin tregua la casa. De mis presumibles hijos (si no soy estéril o no lo es ella) sólo veo, desde aquí, la culpa que me atenazará por haberlos engendrado, como si pudiera protegerles cuando ni siquiera puedo protegerme a mí mismo. Un día tal vez cumpla sesenta años, y entonces, como todos los que vieron de lejos el fuego de los dioses sin quemarse la punta de los dedos con él, deploraré ominosamente haberme gastado los sesos en urdir swaps, shareholders' agreements y demás basura por el estilo. Pero no descarto que cometa, en su lugar o además, la bajeza de apiadarme de cualquier Prometeo encadenado a su roca, y hasta puede que me palpe el hígado con la obtusa tranquilidad de comprobar que ninguna águila acude regularmente a destrozarlo.

Ahora me miro en la pantalla y, como un halo apenas perceptible sobre estas letras, el filtro de cristal teóricamente antirreflejante me devuelve mi imagen. Estoy, una vez más. como hace unas horas, como en todos los momentos de desnuda lucidez de tudas las noches de mi vida, solo ante el espejo de un urinario. Su luz me impide esconderme y me obliga a admitir que a esta noche, como a tantas otras, no le queda ningún resquicio. El hombre que veo en el espejo se ha extraviado para siempre. En su favor, apenas puede aducirse que hace muchos años escogió en un par de bifurcaciones lo correcto, y que ahora no va a lanzar ninguna cortina de humo para enmascarar el fracaso. Pero eso no cambia nada, y nunca sirvió más que para aumentar el dolor, cuando llega. O mejor dicho, cuando vuelve. Siempre vuelve y cada vez es más la vez, en que no se irá.

A pesar de todo, no tengo valor para liquidarme. Quizá la palabra apropiada no sea valor, sino competencia. En última instancia, con todos mis errores, por los que no pido ni me concedo absolución, es idiota acusarme de haber causado más que una parte ínfima y accesoria de lo que me ha pasado o de lo que todavía haya de pasarme. El resto ha sido un rosario de sucesos ajenos a mi voluntad y mi control, empezando por el mismo principio. Si para algo he venido al mundo, y lo mismo si no he venido para nada, sólo me corresponde aguardar y cuando se tercie sufrir, hasta que lo mismo que me trajo me lleve. No sólo no tengo criterio para decidir. Carezco, fundamentalmente, de responsabilidad. En este instante comprendo que la opción que he estado acariciando hace tres días es un desatino sin límites. Es como si el cerdo, concluido o no el proceso de su engorde en la cochiquera (tan sórdido, quién lo discute), urgiese al granjero a prestarle el cuchillo para degollarse. Que cada cual cumpla con su trabajo. El del cerdo, aunque en el fondo le conste que acabará abierto en canal sobre un gancho ennegrecido por la sangre de tantos otros, es siempre resistirse.

Cómo resistir es el único problema que merece ocuparnos. El cerdo, en el instante postrero, chilla y se retuerce, sin templanza ni dignidad. Nadie es quién para reprochárselo. Casi todos acabamos indignamente y pocos conservan el aplomo. Sin embargo, el pánico no es aconsejable y puede eludirse. La luz que alumbra el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma, también ilumina, de vez. en cuando, rincones en los que uno puede y debe guarecerse. Aunque no hay que confundir. La noche, insiste el insomne que me escruta desde el espejo, no tiene resquicios. Simplemente son maneras de ayudamos a que el transcurso del tiempo no se haga insoportable.

Esta, misma noche, sin ir más lejos. Mientras venía del banco, he recordado que se me habían acabado las pastillas. En el bolsillo de la chaqueta guardaba desde hace diez días la receta que me facilita para adquirirlas, pero como de costumbre he tenido que buscar una farmacia de guardia. El azar ha querido que estuviera de servicio una muy próxima a mi casa, donde suelo comprar los medicamentos en las escasas ocasiones en que recuerdo mis necesidades a una hora normal. Atendiendo la farmacia estaba la ayudante de la farmacéutica, una espigada muchacha de piel muy blanca, ojos muy grises y cabello rizado y oscuro. Siempre me despacha con seriedad y distancia, sin prodigar comentarios. Pero esta noche, quizá porque eran las once y media y tenía una larga noche por delante, quizá porque mi estampa persiguiendo los veinte duros que rodaban en línea recta hacia la puerta de ¡a calle era demasiado ridícula para permanecer impasible, la he visto sonreír mientras tomaba mi dinero y observaba:

– Parece que tu moneda no quiere quedarse aquí.

Su sonrisa era preciosa y su voz también lo era. Y me tuteaba. Al recoger el cambio he rozado involuntariamente sus dedos. Estaban tibios. Me he quedado mirándola durante unos segundos, hasta que he vuelto en mí. Esperaba que ella me afeara mi flaqueza, pero ha sostenido mi mirada con una soltura que nunca le habría sospechado. Frente a su rígido aspecto habitual, de estatua de mármol, esta noche se mostraba relajada, casi atrevida. Incluso he reparado en algunos rizos caídos sobre el cuello (normalmente los mantiene bien recogidos). Mientras conducía hacia aquí he concebido la extravagancia de cortejarla. Luego me he representado los inconvenientes, el largo o breve procedimiento, los posibles desenlaces. La ayudante de la farmacéutica debe ser muy distinta de Natalia, pero no creo que yo tenga con ella, tampoco, nada en común. La corta escena de esta noche, en su insignificancia, es perfecta y absoluta. He podido amarla sin reservas, sin pagarlo. Si la conociera o me acostara con ella se iría todo al cuerno. Esta noche, por contra, me ha proporcionado algo indestructible. La perenne ensoñación de las muchachas misteriosas.

Hay algo enfermizo y que no voy a negar en mi inclinación hacia las muchachas. Desalmadas y caritativas, alegres y melancólicas, frágiles e irrefutables, son mi rincón preferido del urinario. Son, acaso, lo único que se multiplica entre todo lo que se consume. Adoptan formas reales o imaginarias, me cautiva su intacta juventud o indistintamente me abruma su intrincada sabiduría. Algunas de ellas han desfilado por esta carta: Katia. Véronique, Ulrike, Águeda, la ayudante de la farmacéutica. Muchas se dejan olvidar y reemplazar. Unas pocas persisten y se atrincheran en el rincón más recóndito. Me gustan las que apenas florecen un instante y también las que se quedan grabadas en mi memoria. En buena medida, seguir adelante es confiar en la aparición de otras desconocidas y ansiar la tarde en que Águeda se acercará por mi espalda mientras yo contemplo, de nuevo, una remota fiesta de cumpleaños. Y ninguna de las dos cosas se somete a mi designio. Lo que eleva a las muchachas por encima de los demás seres es que no pueden ser poseídas. Es por eso por lo que no puedo corromperlas mientras me corrompo. Es por eso por lo que están a salvo y conservan la habilidad de salvarme, hasta donde puedo ser salvado. Si hubiera alguna mujer que fuese inmune a mi desintegración, como las muchachas, podría consentir sin escrúpulo que entre ambos mediase la institución del matrimonio.

Hay otros rincones donde me refugio. Lugares imprevistos, como el bosque de luces y sombras y colores que descubrí una nublada mañana dentro de la catedral de León, mientras un fagot tardaba en ser afinado. Hubo otros (la desembocadura, en Lisboa; la Sainte Chapelle , en París; la azotea de un edificio de apartamentos en el Upper West Side de Manhattan; la Stiftskirche de Bonn), y vendrán más. Nunca los que prevea o busque, sino los que me acechan para atraparme. Los rincones benéficos del urinario nunca le dejan a uno la iniciativa.

Y la música. También ella me elige, más allá de mi cálculo y de mi entendimiento. Ya sea la plácida tristeza de algunos pasajes de la Pasión según Juan, la insolencia de The Mooche, o el ritmo majestuoso de Shine On You Crazy Diamond. No sé explicar por qué, pero cuando suenan, me hago amigo del pobre tipo del espejo, y a los dos se nos pone la carne de gallina y a veces, sobre todo cuando los dos estamos un poco borrachos, lloramos de gratitud.

Podrá opinarse que no es mucho o que no es suficiente. SÍ ahora escribo que con eso y poco más renuncio a quitarme de la circulación, y por alguna casualidad se me halla repentinamente occiso con estos folios encima, tal vez V.S. estime que soy un imbécil y que ya podría ahorrarle la instrucción que tendrá que realizar por el mero hecho de retractarme de lo que dejé escrito en Bonn. Pero me retracto, mal que le pese.

He vuelto a poner en marcha el equipo. He seleccionado al azar entre los seis discos compactos que tengo en la bandeja múltiple y ha salido el gemido de la sección de cuerda que precede a la tambaleante entrada de Billie Holiday en Vm a Fool To Want You. Lo que ahora escucho fue grabado el 19 de febrero de 1958, en Nueva York, apenas año y medio antes de su muerte. En la misma sesión (iniciada a las diez de la noche, porque antes no era posible contar con ella) Billie grabó otras tres canciones. Para defenderse de sus continuos ataques nerviosos, se ayudaba con una botella de ginebra. Por aquel tiempo tomaba más de dos litros diarios, en su última tentativa de esquivar la heroína (que terminó matándola igual).

Muchos consideran que Lady in Satin el disco al que pertenece esta canción, es el peor de toda su carrera. Los puristas reprueban que se hiciera acompañar por violines, que no forman parte del blues genuino. Plausiblemente, unos y otros están en lo cierto. Sin duda, ni unos ni otros merecen disfrutar del sublime canto de cisne que Eleanor Holiday eleva por encima de su disminución. Alcohólica evasiva, drogadicta incurable, acosada por todos. Billie planta cara al mundo con el desgarro acusador de su voz destruida. Los cargos son infinitos, desde el vecino que la violó cuando sólo tenía diez años, en su Baltimore natal, hasta el ruin decreto de las autoridades neoyorquinas que le prohíbe cantar en ningún local público.

Nada le queda. Nada puede librarla. Pero la música quebradiza que aquella infortunada muchacha construyó hace treinta y seis años y que invade de pronto la noche me impone el deber de continuar. En Soy una estúpida por quererle, la moribunda que a través del tiempo me estremece mientras escribo se yergue y proclama: